domingo, 23 de abril de 2023

La Atalaya (capitulo 26 y epilogo)



 

En el otoño de 1.958 el equipo de José fue destinado a Andújar. Tenían que instalar una nueva línea telefónica que conectara el santuario y todas las edificaciones que tras la reconstrucción habían proliferado a su alrededor, principalmente a ambos lados del camino, con la línea principal. Pepita estaba embarazada de cuatro meses.

Todo el equipo se alojó en una casa construida junto al arco de entrada del santuario. Por cuestiones operativas, era mejor estar cerca del trabajo y desde luego José no se quejó: no tenía intención de ir al pueblo para nada. Además, este destino era corto y a su finalización partirían rápidamente con destino Barcelona: no iban a deshacer el baúl. Por eso, José impuso un ritmo de trabajo alto, y Pepita, diariamente y con Rafita de la mano, subía la rampa de acceso del santuario santiguándose en las estaciones del vía crucis.

—Mama, ¿por qué todos los días subimos y enciendes una vela? —preguntaba el niño con insistencia cómo si quisiera corroborar la respuesta del día anterior.

—Para pedir a Dios.

—¿Y qué le pides a Dios?

—Por todos, pido por todos.

—¿Por todo el mundo?

—Si, pero principalmente por nuestra familia, es decir, por papa y por ti.

—¿Y por qué?

—Porque no quiero que nos pase nada.

—¿Y que nos puede pasar?

—No nos va a pasar nada. Por eso le pido a Dios.

—¿Pero lo haces todos los días?

—Pues porque hay que pedir todos los días. Cuanto más le pidas a Dios mejor.

—¿Y papa reza también?

—Bueno… si… a su manera.

—¿Cuándo lo hace? Yo no le veo.

—Los domingos viene a misa con nosotros, ¿no? Ahí lo hace.

—Pero siempre llegamos tarde. Papa reza menos.

—No importa si llegamos antes de los Evangelios, —afirmó Pepita no muy convencida mientras empezaba a perder la paciencia.

—¿Pero tú lo haces todos los días?

—Porque yo tengo más tiempo.

—¿Y por qué el cura esta de espaldas? —preguntó otra vez Rafita después de guardar silencio unos segundos.

—¡Niño, no seas pesado! Tanto preguntar, tanto preguntar. Pues porque esta de espaldas y se ha acabado. Será posible el niño preguntón.


 

Tardó en hacerlo tres o cuatro días. Esperó al domingo: amontonados en la camioneta de la empresa, el resto del equipo y sus familias, bajaron a Andújar para visitar la ciudad. Durante esos días, desde el Santuario, José veía a lo lejos la vieja encina bajo la que estaba enterrada su adorada tía Servanda y creía vislumbrar la lápida de la tumba. Eso le tranquilizó desde el primer momento.

Roberto Iribarren había invertido mucho tiempo y dinero en restaurar la casa familiar: Doña Rosita. Lo consiguió, volvió a dar a la casa el esplendor que tuvo antes de que fuera utilizada cómo cuartel general del ejército de la república durante el asedio al Santuario. Terminadas las obras, toda la familia se trasladó definitivamente desde Sevilla, aunque conservaron la casa del paseo Colón dónde dejaron unos guardeses. Roberto la utilizaba cuándo periódicamente visitaba la ciudad para sus negocios.

El infortunio quiso que a comienzos de los cincuenta, la esposa de Roberto, falleciera después de una larga y penosa enfermedad. Nunca se recuperó de ese golpe. Sin la presencia de su compañera de tantos años perdió las ganas de vivir. Fue abandonando paulatinamente los negocios y dejándolos en manos de sus hijos. Abandonó sus aficiones: dejó de salir a cazar, dejó de montar a caballo, lo dejó todo salvo la lectura. Diariamente, sin excepción, con un libro bajo el brazo bajaba al panteón familiar, se sentaba en el sillón que utilizaba su esposa para hacer la labor, y que él había mandado bajar, y se pasaba toda la mañana leyendo. Todos los intentos de sus hijos para que abandonara esa práctica macabra fueron infructuosos. Se alimentaba lo mínimo imprescindible para no morir gracias a que sus hijos casi le obligaban. Aun así, su salud se fue deteriorando y dos años después de la muerte de su esposa, le encontraron muerto en el panteón. Murió placidamente, cómo si se hubiera quedado dormido: sentado en el sillón, con su manta sobre las piernas y un libro en el regazo.

Los hijos no perdieron el tiempo: crearon una sociedad para gestionar todas las propiedades de la familia, que eran enormes, y dónde todos los hermanos eran socios a partes iguales. Seis meses después de la muerte del cabeza de familia, no quedaba ningún Iribarren en Doña Rosita, o en sus inmediaciones. Ni siquiera en la provincia de Jaén. Uno se instaló en Madrid, dónde inicio una exitosa carrera política no exenta de escándalos cómo era habitual en la España de esa época y de la actual. Otra de las hermanas se fue a Londres dónde se la perdió el rastro, aunque cobraba religiosamente su parte de los beneficios. Los demás se quedaron en Sevilla sin que se les conociera actividad concreta: la dirección de la sociedad la llevaba un grupo de gestores. Doña Rosita quedó al cuidado de unos guardeses que la mantuvieron hasta que tiempo después comenzó a utilizarse en monterías y actividades cinegéticas. Rafael los conocía y sabía que eran de confianza: no le pondrían ninguna pega para visitar la tumba de su tía.


 

      Bajó solo. Pepita y el niño se quedaron en la casa del santuario. No quería tener que dar explicaciones. Su mujer conocía la historia muy por encima, sin detalles: Servanda se había suicidado. Con su estricta educación ultracatólica, no hubiera entendido que el detonante fue un desengaño amoroso en una relación homosexual.

Después de saludar a los guardeses y conversar brevemente con ellos, se encaminó a la zona dónde la majestuosa encina protegía acogedora la tumba de Servanda. Comprobó que se habían preocupado de mantenerla limpia de maleza y que un ramo de secas flores silvestres, descansaban sobre la lapida. Se sentó en el suelo y durante un tiempo estuvo ahondando en su recuerdo: que injusta fue su vida. Un padre déspota e intolerante que descargo sobre ella sus frustraciones. Lentamente sus pensamientos le llevaron a rememorar su juventud, cuándo subía a La Atalaya a visitar a sus abuelos y siempre aprovechaba para pasear entre los olivos o entre las encinas de la dehesa. Recordó su entrada en la política y cómo poco a poco se fue impregnando de ella. Las largas tertulias con los compañeros hasta ya entrada la noche y las malas caras que le ponía su madre, impotente ante las ideas políticas de su hijo mayor. Recordó el golpe de estado, que le sorprendió en Madrid, y la vertiginosa y maravillosa locura de esos días. El desastroso y lento discurrir del tiempo durante el resto de la guerra: sus heridas, sus penalidades, los amigos muertos. Los cientos de compañeros muertos a los que conoció por sus nombres y que fueron integrando una larga lista que en esos momentos parecía que no tendría fin. La derrota y su paso por el campo de concentración: tanto sufrimiento para nada.

Rememoró el regreso a Andújar, su padre en la cárcel, la incomprensión de su madre, y el servicio militar en África. El regreso a Andújar y la salida posterior de toda la familia hacia Sevilla. Dirigió la mirada hacia La Atalaya cuyas ruinas se percibían sobre el cerro y se sintió derrotado. Con su renuncia a seguir luchando desde que termino la guerra, comprendió que el régimen le había dominado cómo a tantos cientos de miles de antifascistas españoles que habían sobrevivido a los paseos y a los consejos de guerra. Intentó consolarse pensando que ahora lo más importante eran su mujer y su hijo, pero el mismo sabía que no era del todo cierto. Para él, ellos eran lo más importante, pero también un ideario político que tenía oculto en el fondo de su ser. No lo pudo reprimir y las lágrimas acudieron a sus ojos: primero lentamente, pero terminó llorando desconsolado en un mar de lágrimas.

Acababa de percibir con toda crudeza que definitivamente era un hombre domado.

 


EPILOGO

 

La familia siguió viajando por toda la geografía española incluso cuando en 1.959 nací yo. Mi padre volvió a solicitar el traslado a las oficinas de la compañía en Madrid, en la calle Ramírez del Prado. También solicitó un piso de Instituto Nacional de la Vivienda por mediación de Standard. Finalmente, en 1.962 nos instalamos definitivamente en Vallecas. Durante un tiempo, mi padre siguió viajando hasta que un año después fue destinado a las oficinas de Madrid definitivamente.

Nunca conocí al abuelo Rafael: murió unos años antes de que yo naciera. Cómo me hubiera gustado hablar con él y que me contara sus cosas. En mi familia era un tema que no se tocaba: mi abuela solo se refería a él de pasada y mi padre, en ocasiones, se le escapaba alguna cosa que a mí se me quedaba muy grabado. Lo mismo ocurría con la guerra, de la que nunca se hablaba abiertamente: mi madre no lo permitía por si alguien nos oía.

A mi abuelo José si le conocí. Aunque seguía viviendo en Sevilla, en su casa de siempre de la calle Adriano, en verano siempre venia a Madrid a visitarnos. Falleció el 8 de diciembre de 1.965, sin que yo tuviera la oportunidad de conversar con él: yo era muy pequeño y mis inquietudes políticas todavía no se habían despertado. Seguro que tenía historias interesantes que contar.

Con mi abuela Nicolasa conviví mucho más. Vivía con mi tío Paco en Valencia, pero pasaba largas temporadas con nosotros en Madrid. Cómo ya he dicho, no era muy locuaz con ciertas cosas y las historias había que sacárselas con sacacorchos. Finalmente, entró en una residencia de ancianos en Arjonilla, una localidad vecina de Andújar, dónde estuvo muchos años cumpliendo noventa y dos años, igual que había estado muchos años cumpliendo ochenta y dos. Finalmente, falleció con ciento dos, al menos eso creemos porque no está claro.

Ella es, en el fondo, la precursora de esta historia. Un par de años antes de su fallecimiento, en 1.984, mi mujer y yo pasamos por Arjonilla para visitarla. No la encontramos, y las mojas nos dijeron que estaba pasando unos días en Andújar, en casa de una sobrina, hija de su hermana Juana. Fuimos a su casa y ante la sorpresa de todos, las dos hermanas comenzaron a contar parte de esta historia. Contaron cosas que ni siquiera sus sobrinas conocían, y eso, que ellas vivían en Andújar. Tomé nota de todo, y con el tiempo añadí mis recuerdos de lo poco que mi padre contaba. Unos años más tarde comencé la investigación con las facilidades que da Internet.

Mi padre falleció el 28 de junio de 1.976, siete meses después del dictador. Al menos tuvo la fortuna de verle muerto, aunque fuera por televisión. Mi madre, una mujer instruida en la Sevilla de Queipo de Llano quiso ir al palacio de Oriente a ver el cadáver del oligarca fascista que había destrozado España, aunque para ella era un héroe. Mi padre se negó en redondo y al final me convenció a mí. Llegamos a primera hora y después de seis horas de cola desfilamos ante él. Mientras subíamos a la primera planta del palacio, vimos muchas momias con casposos uniformes repletos de medallas y abrazados a no menos casposos estandartes.

Fue el final de un periodo terrible que causó cientos de miles de muertos, cientos de miles de desplazados y muchos miles de desaparecidos, aunque se sabe dónde están: enterrados en fosas comunes en las cunetas de los caminos. A los que dicen que esto es abrir viejas heridas, solo les diré que esas heridas nunca se cerraron, porque los muertos y desaparecidos del bando vencedor ya no lo son porque fueron desenterrados en su momento. Todavía hay miles de familias que quieren recuperar a sus muertos y darles la dignidad que merecen.

Ahora, los herederos del dictador dirigen este gran país plurinacional que es España, disfrazándolo de democracia mientras siguen saqueando sus recursos y riéndose de todos nosotros. Está en nuestras manos poner definitivamente punto final a este periodo. Ahora tenemos la oportunidad: no la desaprovechemos. Solo tenemos que pensar por nosotros mismos y dejar de aceptar como palabra de Dios, la basura que nos entra por el whatsapp.

Esta es una historia que he querido que empiece con la hipotética llegada de mis antepasados a Andújar en la primera mitad del siglo XIX y su establecimiento en La Atalaya. Termina con la muerte del dictador y posteriormente de mi padre.

Con su desaparición comenzó en España la llamada Transición, dónde participé en la medida de mis posibilidades como otros miles de ciudadanos españoles. Pero como siempre se dice, esa es otra historia.


domingo, 16 de abril de 2023

La Atalaya (capitulo 25)



 

Oficialmente, Rafael nació el 1 de octubre de 1.950 aunque en realidad lo había hecho un día antes. Por aquello de las cosas de régimen, la comadrona se empeñó en registrarlo el día de la “Exaltación de Franco a la Jefatura del Estado”, porque “nunca se sabe”. Habían pasado nueve meses y catorce días desde la boda y Pepita ya podía respirar tranquila y ahorrase el dinero de las velas.

Decidieron ponerle Rafael por dos razones. Una, por su abuelo y puedo asegurar que esa decisión no agradó a la otra abuela. Y dos, porque ya eran demasiados Joses: José padre, Josefa la madre y José el otro abuelo.

Desde Cádiz, en cuanto pudo moverse mínimamente, regresó a Sevilla para recuperarse de un parto que fue laborioso cómo madre primeriza que era. Pepe, su hermano, se trasladó para ayudarla en el viaje y acarrear el gran baúl negro con refuerzos de madera que habían comprado en una tienda del barrio de la Macarena y que utilizarían en el futuro para acarrear todos los enseres de una familia trashumante.

José terminó su trabajo en la “tacita de plata”, pero no pudo reunirse con su mujer y su hijo porque fue enviado urgentemente a Valencia dónde estuvo tres semanas. Cuándo por fin la familia se reunió, la tranquilidad duró muy poco: volvieron a llenar el baúl y partieron hacia Santander. Allí estuvieron casi seis meses mientras instalaban la nueva central telefónica de la ciudad.


 

Llevaban ya tres o cuatro meses cuándo recibieron una visita muy especial. José seguía carteándose regularmente con su padre: cada dos meses más o menos. Las cartas las enviaba a una dirección que no correspondía con la real de su padre, y es que todas las precauciones eran pocas. Rafael de Morales había seguido con sus actividades políticas: algo francamente peligroso aunque lo peor había pasado. Efectivamente, 1.950 no era 1.939, pero la represión policial seguía siendo brutal. Las cifras de la derrota eran terribles. Según datos del régimen, más de 270.000 hombres y mujeres estaban en la cárcel al final de la guerra. 500.000 huyeron al exilio, muchos de los cuales fueron devueltos por las autoridades franco-alemanas e internados en los 180 campos de concentración que Franco tenía repartidos por la geografía española. Otros fueron internados por los propios nazis en campos de exterminio: solo en el de Mauthausen murieron entre seis y siete mil españoles. A todo esto hay que añadir que España es el segundo país del mundo en número de desaparecidos cuyos restos no han sido identificados o recuperados: solo nos gana Camboya.

Económicamente el país iba saliendo del hambre y la precariedad impuestas por las cartillas de racionamiento. La derrota de Alemania y el aislamiento internacional de esa década, obligó al régimen a imponer la autarquía: el autoabastecimiento. De esta situación se salió cuándo España empezó a adquirir una gran importancia estratégica en el marco de la Guerra Fría. Los tres acuerdos firmados con EE. UU. en 1.953, conocidos cómo los “Pactos de Madrid” y la firma del Concordato con la Iglesia Católica unos meses antes, supusieron para el dictador y su régimen, el espaldarazo definitivo. El 4 de noviembre de 1.950, con el apoyo norteamericano y la abstención de Francia y Reino Unido, Naciones Unidas revocó la resolución de condena del régimen franquista de 1.946. El acercamiento hispano norteamericano había comenzado a ser evidente y a dar sus frutos.


 

En el año de la firma de los acuerdos, José había prosperado en el seno de la compañía y ya era jefe de equipo en la división de instalaciones de Standard Eléctrica. Al frente de una cuadrilla de cuatro operarios, recorría la geografía nacional de destino en destino, y donde iba el iba también toda la familia: su esposa, su hijo y el baúl. Eso significaba que cuándo se dirigían a un nuevo destino, no solo lo hacían cinco operarios, también cuatro esposas (uno estaba soltero) y seis niños.

La ironía quiso que al comienzo de 1.955, destinaran al equipo de José al palacio de El Pardo para instalar una central telefónica más moderna y acorde con los nuevos tiempos. En Madrid se alojaron en la casa dónde residía desde hacia un par de años Nicolasa. Estaba en la zona de Ciudad Lineal, y consistía en una casita de construcción precaria, con patio trasero, situada detrás de las casas señoriales de Arturo Soria, dónde sobrevivía fregando escaleras y a un pequeño complemento que le daba su hermana Carmela.

Todos los días, de madrugada, José iba en autobús hasta la estación de Ventas del metropolitano, y viajaba en él hasta la de Tetuán. Allí, Mariano, uno de sus operarios, le recogía con una DKW, ya un poco destartalada a pesar de que hacia poco más de un año que se habían empezado a fabricar. Trabajaban toda la mañana y parte de la tarde, sacando los viejos equipos, cableando hasta la salida exterior del palacio e instalando los equipos nuevos, todos fabricados por Standard pero con patente ITT: ahora el dictador podía comunicar sin problemas con cualquier lugar del mundo.

Una tarde, cuándo estaban próximos a irse a casa, José se encontraba comprobando unas conexiones en compañía de otro operario al que apodaban “Rubio”, por error pincharon una clavija que no debían y por los auriculares escucharon la inconfundible y chillona voz del dictador que en tono airado gritaba a alguien que estaba al otro lado de la línea. El caso es que mientras permanecían paralizados por la sorpresa, al tal “Rubio” se le cayó una herramienta y el ruido alertó a Franco. Rápidamente, José le dijo por señas al compañero que dijera que no tenían los auriculares puestos y después de separarse de la consola siguieron trabajando cómo si tal cosa mientras, eso si, hacían más ruido de lo habitual. A los pocos segundos, la seguridad del dictador abarrotó la centralita y a empujones, gritos y con las armas de la mano les arrinconaros en una esquina. Un par de minutos después trajeron con empujones y malos modos al resto del equipo que con palabras entrecortadas preguntaban que qué pasaba. Durante varias horas les interrogaron: primero en grupo y luego por separado. José y el “Rubio” mantuvieron su versión de que no tenían los auriculares puestos y los demás no tenían ni idea de lo que había pasado, por lo tanto, no podían contradecir su versión. Finalmente, por fortuna sin investigar su pasado republicano, les dejaron en libertad a las tres de la madrugada.

—¡Joder! Cómo se han puesto por una gilipollez, —protestó Mariano mientras conducía la DKW.

—De una gilipollez nada ¡joder! Que era el Generalísimo ¡coño!

—¿Y que? Te lo repito: ha sido un accidente.

—Ya, ya. Lo raro es que no tuvierais los auriculares puestos.

—Si quieres volvemos allí y les decimos que tienes dudas, —propuso José interviniendo en la conversación. Era el él que más se daba cuenta del peligro que había corrido y eso le desasosegaba. A pesar de los 16 años transcurridos, no quería ni imaginar lo que hubiera pasado si la seguridad de Franco hubiera descubierto su pasado. Por fortuna, los integrantes de la Guardia Mora no eran muy avispados y los que estaban al mando, menos.

—No, no, si solo estamos hablando.

—Pues para decir gilipolleces, mejor que te quedes calladito, —dijo el “Rubio” que todavía estaba asustado— o es que no te has dado cuenta de que los que te traían cogido por el pescuezo eran putos moros.

—Ya, ya, pero…

—¿Pero qué?

—¡Coño! Pues eso. Que hacen lo que tienen que hacer, ¿no?

—Mira chaval yo era un crío, pero me acuerdo de las cosas que decían mi padre y mi abuelo y de las barbaridades que hacían…

—Pero hace muchos años de eso.

—…y en una ocasión pillaron a uno con la cabeza de una tía metida en los bombachos, no te digo más.

—Eso son exageraciones…

—Te aseguro que de exageraciones nada, lo sé muy bien, —dijo José que efectivamente lo sabía muy bien. Durante la guerra se había tenido que enfrentar con ellos en varias ocasiones y tenían fama de no coger prisioneros— Pero dejemos eso que ya no trae cuenta. Chicos, dentro de unas horas tenemos que regresar aquí y os lo digo muy en serio: no podemos volver a meter la pata.

—Así es, porque si lo hacemos otra vez nos van a llover las hostias, y de ahí parriba. 

—Yo creo que exageráis, pero no os preocupéis que tendré cuidado.

—Procúralo, porque te juro por Dios que a las hostias que te den ellos vas a tener que añadir las que te voy a dar yo que van a ser otras tantas.

—¡Joder! Vale. No hace falta ponerse así.

—Estás avisado.

En la camioneta de la empresa, Mariano hizo el recorrido para ir dejando a todos los compañeros en sus casas con el compromiso de que en tres horas pasaría nuevamente a recogerlos para volver al trabajo. Entre todos acordaron no comentar con la empresa lo que había pasado, y tampoco el gasto de gasolina extra de la camioneta. Y rezaron para que El Pardo no notificara el incidente a Standard.

Al día siguiente, a la hora habitual, todo el equipo estaba en su puesto ante la atenta mirada de la guardia de Franco que, con una sonrisilla, no les quitaban ojo. Así estuvieron hasta que terminaron los trabajos y la nueva centralita entró en funcionamiento.

Después de Madrid, en los siguientes seis meses el equipo fue destinado a Lugo, y de allí a Tarragona, Ciudad Real, Logroño, Lugo otra vez y Cáceres. No era habitual que los equipos de instalaciones estuvieran tan poco tiempo en los destinos. Normalmente, las grandes centrales los hacían los equipos itinerantes y los locales hacían las reparaciones. Todos sospecharon de la mano de El Pardo, pero no dijeron nada. Solo José, cómo jefe de equipo que era, preguntó con mucho tacto que era lo que pasaba, pero por respuesta solo recibió evasivas: era el trabajo que había. Esa itinerancia especial terminó en Cáceres dónde estuvieron casi cuatro meses.

—¿Crees que ya nos dejaran estar más tiempo en los destinos? —preguntó Pepita a José. Estaban tumbados en la cama de matrimonio con Rafita durmiendo placidamente entre ellos.

—No sé niña, espero que si, pero no lo sé.

—¿Has pensado en pedir el traslado a Madrid cómo habíamos hablado?

—¿Cómo están las cosas? Por ahora es mejor no plantearlo.

—Pero es que Rafita…

—Ya lo sé, pero hasta que no veamos que las cosas vuelven a la normalidad, es mejor no hacer nada.

—El niño tiene que empezar a ir a la escuela.

—Ya lo sé. Habrá que apañarse cómo podamos.

La situación era complicada para la gran cantidad de trabajadores itinerantes que recorrían el país con sus familias a cuestas. Viajes de muchas horas en trenes diurnos o nocturnos. Vivian en habitaciones alquiladas con o sin derecho a cocina. Los hijos iban al colegio sin poder completar los cursos en un mismo colegio o en dos.

—Dios ha querido que perdiéramos el segundo niño, —las palabras de Pepita incomodaron a José que dejó la novela sobre la mesilla—, pero si hubiera nacido, resultaría muy difícil seguir así.

—¿Y que quieres que hagamos, irnos a Alemania o Francia cómo tanta gente? —preguntó José con paciencia.

—He oído que algunos se han ido a Argentina: allí por lo menos hablan español.

—Y yo he oído que esto va a peor. Los de los pueblos se van a las ciudades y los de las ciudades se van fuera.

—Seguro que el Generalísimo lo soluciona.

—Seguro que si, —respondió José con ironía.

—Cuándo se va tanta gente no debe ser tan malo.

—¿Es que quieres que nos vayamos?

—No, no, yo no quiero irme de España, pero es que así no podemos seguir.

—Pues es lo que hay, y entérate de una vez: la gente no se va porque sí, se va porque aquí no hay trabajo para todos. Seguro que tu Generalísimo lo soluciona. Cómo todo.

—¡Cállate! ¿Es que quieres que te oigan?

—Cómo que van a estar los de al lado con la oreja pegada a la pared por si yo digo algo de ese.

—Eso no lo sabes.

—Bueno vale, vamos a dejarlo que al final vamos a despertar al crío. ¿Apago la luz?

—Si, apaga.

Según datos oficiales del Instituto Español de Emigración, más de un millón de españoles salieron fuera de España en el periodo 1.959 - 1.973, pero hay que tener en cuenta que el propio Instituto se creó en 1.950: faltan muchos años de estadísticas. Además, hay que añadir los cientos de miles que se fueron sin contrato previo. Algunos historiadores elevan la cifra real a tres millones y medio.

José y Pepita tardarían muchos años en dejar esa vida de nómadas laborales, y por el camino perdieron otro niño. Por fortuna para ellos, la situación de su equipo se normalizó, pero no llegaron a estar más de cuatro meses en los destinos. Se apañaron cómo pudieron: no tenían más remedio.


 


domingo, 9 de abril de 2023

La Atalaya (capitulo 24)


 

Unos días antes de que el grupo de compañeros hablara sobre su futuro laboral, enviaron a José a solucionar una avería que se había producido en la planta donde trabajaban las operadoras: la terminal de una de ellas no funcionaba. Mientras trabajaba debajo de la consola, de la que había extraído una maraña de cables, le daba conversación a la telefonista que estaba desocupada hasta que solucionara el problema: sus compañeras estaban muy ajetreadas metiendo clavijas. Según avanzaba la conversación, se fue dando cuenta de que la chica, de unos veintiocho o veintinueve años de edad, le resultaba vagamente familiar.

—Fíjate que tu cara me suena, —la dijo.

—Si, claro. ¿No me has visto en las revistas? Salgo a menudo.

—No, mujer. Que lo digo en serio.

—Y yo, ¿qué te crees?

—Cuidado como eres.

—¿Y como crees que soy? ¿A ver?

—¿Además de muy guapa?

—¿Tú crees que soy guapa?

—Pues claro, si no, no lo diría.

—Seguro que no soy la primera a la que se lo dices. Ni la ultima.

—Pero a las otras se lo decía de mentira…

—Claro, y a mí no.

—A ti te digo la verdad.

—Y te has fijado en mi cara bonita.

—Y muy linda.

—Claro. A ver si te crees que me chupo el dedo.

—Que no mujer, que te lo digo de verdad.

—Pues preguntaré a mis compañeras, que seguro que alguna conoce a un buen mozo como tú.

—Seguro que si, pero contigo es distinto.

—¡Ah! Claro, claro. Y yo me acabo de caer de un guindo. Anda, termina con eso que te vas a tirar aquí toda la mañana y la gobernanta ya nos está mirando de reojo.

—Si sigo en tu compañía no me importa. Y a la gobernanta…

—¡Venga!, termina de una vez que a ti te ganan los caracoles y te vas a darle conversación a ella, que seguro que la gusta.

—Hay que ver mujer. Cuidado como eres, —dijo José mientras se levantaba y recogía sus herramientas­—, dime al menos como te llamas.

—¿Y para que lo quieres saber?

—Para poder poner nombre a una cara tan linda.

—¡Pues mira! me llamo como mi padre.

—¿Cómo tu padre? —la chica se sentó en la silla y sin decirle nada más comenzó a meter y sacar frenéticamente clavijas en la consola mientras hablaba por el micrófono y una sonrisa se dibujaba en su cara.


 

Cuando terminó el turno de trabajo de las telefonistas, José estaba como un clavo ante la puerta. Salieron todas en tropel en medio de un guirigay considerable compuesto de risas y palabras atropelladas. La vio salir y rápidamente se metió en medio de su grupo.

—He estado pensando…

—Mira, si tenemos un chico listo, —bromeó una de sus compañeras mientras ella bajaba la mirada al suelo y se sonrojaba.

—Y muy guapo, —añadió otra.

—Cuidado niña que aquí el don Juan tiene mucho peligro, —añadió otra más— te lo digo yo.

—A la que me diga su nombre la invito a un chocolate con calentitos, —propuso José.

—¡Cucha lo que dice! Te lo decimos, pero nos tienes que invitar a todas.

—Y en La Campana.

—¿Qué os pensáis que soy el Rockefeller? Además, en La Campana no hay calentitos.

—Pues unas tortas de aceite.

—Y nos sentamos en una mesa.

—El que quiere algo le cuesta.

—Además. Solo somos seis: no te quejes.

—Podría ser peor.

—Desde luego, podemos llamar a alguna más.

—No, no. Venga vamos a La Campana —se alarmó José—, pero todavía no me habéis dicho su nombre.

—Se llama Pepita, Pepita Villa.

José se paró en seco mientras las mujeres se le quedaban mirando. «No me jodas que es hija de José Villa» pensó mientras la miraba.

—¿Qué pasa, no te gusta mi nombre? —preguntó Pepita.

—¿Eres hija de José Villa? —preguntó.

—Si claro, es mi padre. ¿Le conoces?

—Si, le conocí hace unos años. Ya decía yo que me resultabas familiar, —mintió porque la verdad es que nunca la había visto, pero ahora veía cierta familiaridad en las facciones del rostro.

—¿Y eso?

—Ya te lo contaré en otro momento, Pepi.

—Pepi no, Pepita.

—Vale mujer, Pepita. No te enfades.

—Yo no me enfado. ¿Y por qué no me lo puedes decir ahora?

—Porque así tengo una excusa para quedar contigo mañana.

—Tú eres mú lanzao, ¿no? —coqueteó Pepita.

—¿Yo? Que va, todo lo contrario: inocente cómo un gatito.

—Niña, mucho cuidao que este gatito que va en moto y tiene uñas, —intervino una de sus compañeras—. Te lo digo yo.

—Cuidado que sois mal pensadas, —se defendió José—. Entonces, ¿quedamos mañana y te cuento de que conozco a tu padre?

—Mañana te lo digo. Seguro que nos vemos en el trabajo.


 

José fue a la cita con Standard en compañía de alguno de sus compañeros. Cómo les había dicho el lepero, efectivamente pagaban más, pero poco más, aunque para él fue suficiente. Era una empresa joven y en expansión cómo Telefónica, el trabajo iba a ser básicamente el mismo, pero dónde no había nadie que le cortara el paso a la hora de promocionarse. La pega era, que al estar en el departamento de Instalaciones, tendría que trabajar por toda la geografía nacional después de pasar unos meses en periodo de “prueba”.

Comenzó a frecuentar a Pepita a la que esperaba siempre que podía a la salida del trabajo. Al principio siempre les acompañaba una carabina, alguna de sus amigas y en ocasiones, alguna de sus hermanas. La noticia de que Pepita se había echado un novio cayó cómo una bomba en la familia Villa. La verdad, es que no tenían muchas esperanzas de que una mujer bonita cómo ella, pero lisiada por polio, pudiera casarse y formar una familia. Todos los hermanos estaban esperanzados, salvo el padre, que conocía la verdad del pasado político de José Morales. Sabía que desde el fin de la guerra, nunca había vuelto a tener relación con los que ellos llamaban “rojos proscritos”, pero, aun así, tenía reparos: en esos momentos ponía en la balanza el pasado de José, y el futuro de su hija. En el ambiente patriarcal imperante en España, cómo cabeza de familia le tocaba tomar una decisión que no deseaba tomar. Consultó por carta con Roberto, aunque era una excusa: savia perfectamente lo que le iba a contestar. Le sorprendió la rapidez de la respuesta, a vuelta de correo, y no tuvo más remedio que hacer frente a la realidad: su hija, profundamente enamorada, estaba dispuesta a arriesgarse y coger el que posiblemente seria su última oportunidad. Con 28 años y coja, las oportunidades no se presentaban a cada momento.

Esa fue una cuestión que quedó zanjada desde el primer momento, y lo fue por parte de los dos: José le dijo que para él no era un problema y ella le creyó porque era verdad.

      

       En un principio fijaron la boda para la primavera siguiente, para mayo de 1.950, pero a José comenzaron a mandarlo fuera de Sevilla a montar centrales telefónicas y ante la certeza de que iba a ser continuo, decidieron adelantarla.

La ceremonia se celebró en la iglesia de san Esteban el 16 de diciembre de 1.949 y los padrinos fueron Nicolasa Gil y José Villa. Asistieron las dos familias con la excepción de Miguel, el hermano pequeño de José, que hacia tiempo que se había trasladado a Madrid y no pudo arreglarlo con su trabajo, o al menos eso dijo. También asistió Roberto y su mujer, que aunque ya estaba delicada de salud, no quiso perderse la boda de José Morales.

Después de la ceremonia, todos se trasladaron a una taberna de El Arenal en varios vehículos proporcionados por Roberto, dónde comieron todos juntos. Previamente, Pepita entregó su ramo de novia a la virgen de la Caridad de la hermandad del Baratillo, de la que su padre era hermano mayor.

La rapidez de la boda no pasó desapercibida a la horda de víboras chismosas de la calle Adriano que comenzaron a preguntarse por la “verdadera” razón de ese adelanto. Eso ponía de los nervios a Pepita que recibía noticias de esas habladurías a través de sus hermanas. En cambio, José mantuvo la calma en todo momento y eso exasperaba más a Pepita.

—No sé cómo puedes quedarte ahí sin hacer nada.

—¿Y que quieres que haga? —le respondía con tranquilidad—. ¿Qué vaya a Sevilla y le parta la cara a alguno o alguna?

—Pues claro que no…

—¿Entonces?

—¡No sé! Pero es que es mentira.

—Tú y yo lo sabemos, y lo que piensen los demás me da igual.

—Es que las sacaría los ojos a esas zorras.

—A ver mujer, según tú cuentas, ¿cuándo va a nacer el crío?

—Pues para septiembre.

—Pues ya esta: nueve meses. Solucionado.

—¡Pero están mintiendo!

—Pues que sigan: ya callaran.

—¿Y si nace antes?

—Pues tu que tienen conexión con Dios, habla con él, —bromeo José, pero Pepita no estaba para bromas—, o ponle una vela.

—No bromees con esas cosas que son muy serias.

—No mujer, no bromeo.

Pepita se gastó una fortuna en velas durante todo el embarazo. Cuándo llegaban a un destino nuevo, lo primero que hacia nada más instalarse, era visitar la iglesia más cercana, encender una vela y rezar durante un rato con su rosario de la mano y su velo sobre la cabeza cómo era preceptivo. Y todos los días repetía la misma operación.

A mediados de septiembre, llegaron a Cádiz dónde, si todo iba bien, estarían mes y medio mientras José trabajaba en la nueva centralita del Gobierno Civil. Y allí, Pepita salió de cuentas.