sábado, 30 de noviembre de 2019

Calvito playero




Hace algunos años fuimos de vacaciones a Torredelmar: una bonita localidad costera de Málaga. Un sitio genial. Playas, sol, chicas con poca ropa (también chicos), en fin, un sitio cojonudo.
Al lado de la playa donde íbamos todos los días con puntualidad casi británica, y solo separado por un diminuto cartel algo deteriorado por la acción del tiempo y del mar, estaba la zona nudista: en uno de esos escasos metros de playa que quedan por urbanizar en nuestras costas. Su existencia se debía seguramente al descuido de los políticos de la zona, que como todos sabemos, no desaprovechan la más mínima oportunidad de llenarse el bolsillo con alguna comisión o prebenda oscura. Desde que me percate de su existencia, y me refiero a la playa nudista porque lo otro es notoriamente publico, mi intención era meterme allí, pero había un problema muy grave: me daba vergüenza.
Un día que revoloteaba cerca del lugar con mi imaginación desatada, lo que me obligaba a meterme al agua de vez en cuando, vi a un grupo de jubilados de edad avanzada y gorra deportiva en la cabeza, que con paso firme y decidido se adentraban en la playa en cuestión. «¡Esta es la mía!», pensé y de inmediato, acelerando el paso, me puse a cola de pelotón; y así, en fila india y a toda pastilla, atravesamos el lugar. Mientras avanzábamos mirando al frente con el cuello un poco estirado, por lo menos yo, que los abuelos no se perdían nada, por el rabillo del ojo vi unos cuantos pibones despelotados con sus chochitos depilados. También vi a unos cuantos tíos perfectamente depilados y algunos por cierto bien “armados”, y todos, tíos y tías, con una clara expresión en la cara al ver a la pintoresca y veloz comitiva jubilada de: «mirones».
Cuando llegamos al otro extremo de la playa, los jubilados siguieron y yo, mientras recuperaba el resuello, me quede esperando a otro grupo que me llevara de regreso al punto de partida. Pasó bastante tiempo, y como nadie venia, decidí hacer la travesía yo solo, ¡con dos huevos! que para eso soy un machote español. Con el paso más firme todavía, actitud digna y con el cuello estirado como una jirafa, recorrí el camino de regreso. Cuando casi llegué al otro lado y próximo al límite, tuve que pararme sudoroso a recobrar el resuello. Estaba agotado: esto de ser mirón es muy duro, y encima, no había visto mucho.
Estaba inmerso en mis meditaciones cuando percibí un revuelo cerca: una pequeña algarabía. Desvié la mirada, y vi a un grupo de niños gritando y saltando alrededor de un tipo, en una especie de danza india, que desnudo y borracho casi no se tenía en pie. Me aproxime y espanté a los pequeños monstruos cuellicortos.
—Tío, estás desnudo, —le dije cuándo comprobé que quería seguir en dirección al pueblo. Fue un error. Me dijo que le pusiera el bañador que llevaba en la mano— «¡no me jodas!» —pensé, pero eso no fue lo peor, lo peor es que me dijo que le lavara que estaba lleno de arena. La verdad es que tengo que reconocer que tenía el culo y los huevos llenos de tierra: el muy cabrón parecía una croqueta. Le agarre por el brazo, le acerqué a la orilla y hay estaba yo, con toda mi calva al sol, echando agua en las pelotas a un tío en bolas.
Mientras tanto, los niños, a cierta distancia, se reían y se descojonaban de mí. ¡Qué cabrones! Le puse el pantalón en una operación un tanto complicada por el estado del tipo y en las que en varias ocasiones casi me paso las pelotas por la cara. Me despedí y salí disparado a paso legionario. No me atrevía a mirar hacia atrás, pero a los pocos segundos, escuché nuevamente el griterío y miré. ¡Dios! El muy cabrón se había caído y los monstruos cuellicortos nuevamente saltaban a su alrededor como si estuvieran en un ritual apache. ¡Joder! Me aproximé nuevamente y espanté a los niños. El tío se había vuelto a ensuciar y ahora el muy cabrón, parecía una croqueta con pantalón corto. Otra vez a la orilla, y otra vez a echarle agua. Por lo menos esta vez, no se las veía.
Me despedí y otra vez salí disparado, casi corriendo, en busca de mi señora, que flipó cuando me vio llegar y esconderme detrás de una piedra grande que había donde ella siempre estaba tomando el sol.
—¿Qué haces? —preguntó perpleja, pero rápidamente afirmó contundente demostrando la enorme confianza que tiene en mí—: ¡ya has liado alguna!
—No nena, de verdad que no, —me defendí sin mucho éxito y le conté mi aventura nudista mientras, desde mi escondite, vi pasar a mi pesadilla en dirección al pueblo.
—¡Te está bien empleado! ¡Un tío con toda la calva y de mirón! ¡Qué vergüenza! ¡Siempre tienes que montar algún numerito!
—¡Joder nena! Que no ha sido culpa mía.
—¿A no, y qué hacías ahí dentro? ¿A ver dime, qué se te ha perdido a ti ahí?
—Mujer, pues… —respondí recordando el par de chochitos pelones que había visto que aunque no era mucho era suficiente.
—No me lo digas: no quiero saberlo, —me interrumpió— ¡Qué vergüenza! A tus años: ya solo te faltaba eso.
—¡Jo nena!
—¡Mañana vuelves a entrar! Anda corre.
—¡No, no, no, seguro que no! —respondí sin mucha convicción, porque no sé, ya veremos. Mañana será otro día y si aparece otro grupo de jubilados…

Esta historia esta basada en su totalidad en hechos reales.

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