Hace algunos años fuimos de vacaciones a
Torredelmar: una bonita localidad costera de Málaga. Un sitio genial. Playas,
sol, chicas con poca ropa (también chicos), en fin, un sitio cojonudo.
Al lado de la playa donde íbamos todos los días con
puntualidad casi británica, y solo separado por un diminuto cartel algo
deteriorado por la acción del tiempo y del mar, estaba la zona nudista: en uno
de esos escasos metros de playa que quedan por urbanizar en nuestras costas. Su
existencia se debía seguramente al descuido de los políticos de la zona, que
como todos sabemos, no desaprovechan la más mínima oportunidad de llenarse el
bolsillo con alguna comisión o prebenda oscura. Desde que me percate de su
existencia, y me refiero a la playa nudista porque lo otro es notoriamente
publico, mi intención era meterme allí, pero había un problema muy grave: me
daba vergüenza.
Un día que revoloteaba cerca del lugar con mi
imaginación desatada, lo que me obligaba a meterme al agua de vez en cuando, vi
a un grupo de jubilados de edad avanzada y gorra deportiva en la cabeza, que
con paso firme y decidido se adentraban en la playa en cuestión. «¡Esta es la
mía!», pensé y de inmediato, acelerando el paso, me puse a cola de pelotón; y
así, en
fila india y a toda pastilla, atravesamos el lugar. Mientras avanzábamos
mirando al frente con el cuello un poco estirado, por lo menos yo, que los
abuelos no se perdían nada, por el rabillo del ojo vi unos cuantos pibones
despelotados con sus chochitos depilados. También vi a unos cuantos tíos
perfectamente depilados y algunos por cierto bien “armados”, y todos, tíos y
tías, con una clara expresión en la cara al ver a la pintoresca y veloz
comitiva jubilada de: «mirones».
Cuando llegamos al otro extremo de la playa, los
jubilados siguieron y yo, mientras recuperaba el resuello, me quede esperando a
otro grupo que me llevara de regreso al punto de partida. Pasó bastante tiempo,
y como nadie venia, decidí hacer la travesía yo solo, ¡con dos huevos! que para
eso soy un machote español. Con el paso más firme todavía, actitud digna y con
el cuello estirado como una jirafa, recorrí el camino de regreso. Cuando casi llegué
al otro lado y próximo al límite, tuve que pararme sudoroso a recobrar el
resuello. Estaba agotado: esto de ser mirón es muy duro, y encima, no había
visto mucho.
Estaba inmerso en mis meditaciones cuando percibí
un revuelo cerca: una pequeña algarabía. Desvié la mirada, y vi a un
grupo de niños gritando y saltando alrededor de un tipo, en una especie de
danza india, que desnudo y borracho casi no se tenía en pie. Me aproxime y espanté
a los pequeños monstruos cuellicortos.
—Tío, estás desnudo, —le dije cuándo comprobé que
quería seguir en dirección al pueblo. Fue un error. Me dijo que le pusiera el
bañador que llevaba en la mano— «¡no me jodas!» —pensé, pero eso no fue lo
peor, lo peor es que me dijo que le lavara que estaba lleno de arena. La verdad
es que tengo que reconocer que tenía el culo y los huevos llenos de tierra: el
muy cabrón parecía una croqueta. Le agarre por el brazo, le acerqué a la orilla
y hay estaba yo, con toda mi calva al sol, echando agua en las pelotas a un tío
en bolas.
Mientras tanto, los niños, a cierta distancia, se
reían y se descojonaban de mí. ¡Qué cabrones! Le puse el pantalón en una operación
un tanto complicada por el estado del tipo y en las que en varias ocasiones
casi me paso las pelotas por la cara. Me despedí y salí disparado a paso
legionario. No me atrevía a mirar hacia atrás, pero a los
pocos segundos, escuché nuevamente el griterío y miré. ¡Dios! El muy cabrón se había
caído y los monstruos cuellicortos nuevamente saltaban a su alrededor como si
estuvieran en un ritual apache. ¡Joder! Me aproximé nuevamente y espanté a los niños. El
tío se había vuelto a ensuciar y ahora el muy cabrón, parecía una croqueta con
pantalón corto. Otra vez a la orilla, y otra vez a echarle agua. Por lo menos
esta vez, no se las veía.
Me despedí y otra vez salí disparado, casi
corriendo, en busca de mi señora, que flipó cuando me vio llegar y esconderme detrás
de una piedra grande que había donde ella siempre estaba tomando el sol.
—¿Qué haces? —preguntó perpleja, pero rápidamente
afirmó contundente demostrando la enorme confianza que tiene en mí—: ¡ya has
liado alguna!
—No nena, de verdad que no, —me defendí sin mucho
éxito y le conté mi aventura nudista mientras, desde mi escondite, vi pasar a
mi pesadilla en dirección al pueblo.
—¡Te está bien empleado! ¡Un tío con toda la
calva y de mirón! ¡Qué vergüenza! ¡Siempre tienes que montar algún numerito!
—¡Joder nena! Que no ha sido culpa mía.
—¿A no, y qué hacías ahí dentro? ¿A ver dime, qué
se te ha perdido a ti ahí?
—Mujer, pues… —respondí recordando el par de
chochitos pelones que había visto que aunque no era mucho era suficiente.
—No me lo digas: no quiero saberlo, —me
interrumpió— ¡Qué vergüenza! A tus años: ya solo te faltaba eso.
—¡Jo nena!
—¡Mañana vuelves a entrar! Anda corre.
—¡No, no, no, seguro que no! —respondí sin mucha
convicción, porque no sé, ya veremos. Mañana será otro día y si aparece otro
grupo de jubilados…
Esta
historia esta basada en su totalidad en hechos reales.
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