Unos días antes de que el grupo de compañeros hablara sobre su futuro laboral, enviaron a José a solucionar una avería que se había producido en la planta donde trabajaban las operadoras: la terminal de una de ellas no funcionaba. Mientras trabajaba debajo de la consola, de la que había extraído una maraña de cables, le daba conversación a la telefonista que estaba desocupada hasta que solucionara el problema: sus compañeras estaban muy ajetreadas metiendo clavijas. Según avanzaba la conversación, se fue dando cuenta de que la chica, de unos veintiocho o veintinueve años de edad, le resultaba vagamente familiar.
—Fíjate que tu cara me suena, —la dijo.
—Si, claro. ¿No me has visto en las revistas? Salgo a menudo.
—No, mujer. Que lo digo en serio.
—Y yo, ¿qué te crees?
—Cuidado como eres.
—¿Y como crees que soy? ¿A ver?
—¿Además de muy guapa?
—¿Tú crees que soy guapa?
—Pues claro, si no, no lo diría.
—Seguro que no soy la primera a la que se lo dices. Ni la ultima.
—Pero a las otras se lo decía de mentira…
—Claro, y a mí no.
—A ti te digo la verdad.
—Y te has fijado en mi cara bonita.
—Y muy linda.
—Claro. A ver si te crees que me chupo el dedo.
—Que no mujer, que te lo digo de verdad.
—Pues preguntaré a mis compañeras, que seguro que alguna conoce a un buen mozo como tú.
—Seguro que si, pero contigo es distinto.
—¡Ah! Claro, claro. Y yo me acabo de caer de un guindo. Anda, termina con eso que te vas a tirar aquí toda la mañana y la gobernanta ya nos está mirando de reojo.
—Si sigo en tu compañía no me importa. Y a la gobernanta…
—¡Venga!, termina de una vez que a ti te ganan los caracoles y te vas a darle conversación a ella, que seguro que la gusta.
—Hay que ver mujer. Cuidado como eres, —dijo José mientras se levantaba y recogía sus herramientas—, dime al menos como te llamas.
—¿Y para que lo quieres saber?
—Para poder poner nombre a una cara tan linda.
—¡Pues mira! me llamo como mi padre.
—¿Cómo tu padre? —la chica se sentó en la silla y sin decirle nada más comenzó a meter y sacar frenéticamente clavijas en la consola mientras hablaba por el micrófono y una sonrisa se dibujaba en su cara.
Cuando terminó el turno de trabajo de las telefonistas, José estaba como un clavo ante la puerta. Salieron todas en tropel en medio de un guirigay considerable compuesto de risas y palabras atropelladas. La vio salir y rápidamente se metió en medio de su grupo.
—He estado pensando…
—Mira, si tenemos un chico listo, —bromeó una de sus compañeras mientras ella bajaba la mirada al suelo y se sonrojaba.
—Y muy guapo, —añadió otra.
—Cuidado niña que aquí el don Juan tiene mucho peligro, —añadió otra más— te lo digo yo.
—A la que me diga su nombre la invito a un chocolate con calentitos, —propuso José.
—¡Cucha lo que dice! Te lo decimos, pero nos tienes que invitar a todas.
—Y en La Campana.
—¿Qué os pensáis que soy el Rockefeller? Además, en La Campana no hay calentitos.
—Pues unas tortas de aceite.
—Y nos sentamos en una mesa.
—El que quiere algo le cuesta.
—Además. Solo somos seis: no te quejes.
—Podría ser peor.
—Desde luego, podemos llamar a alguna más.
—No, no. Venga vamos a La Campana —se alarmó José—, pero todavía no me habéis dicho su nombre.
—Se llama Pepita, Pepita Villa.
José se paró en seco mientras las mujeres se le quedaban mirando. «No me jodas que es hija de José Villa» pensó mientras la miraba.
—¿Qué pasa, no te gusta mi nombre? —preguntó Pepita.
—¿Eres hija de José Villa? —preguntó.
—Si claro, es mi padre. ¿Le conoces?
—Si, le conocí hace unos años. Ya decía yo que me resultabas familiar, —mintió porque la verdad es que nunca la había visto, pero ahora veía cierta familiaridad en las facciones del rostro.
—¿Y eso?
—Ya te lo contaré en otro momento, Pepi.
—Pepi no, Pepita.
—Vale mujer, Pepita. No te enfades.
—Yo no me enfado. ¿Y por qué no me lo puedes decir ahora?
—Porque así tengo una excusa para quedar contigo mañana.
—Tú eres mú lanzao, ¿no? —coqueteó Pepita.
—¿Yo? Que va, todo lo contrario: inocente cómo un gatito.
—Niña, mucho cuidao que este gatito que va en moto y tiene uñas, —intervino una de sus compañeras—. Te lo digo yo.
—Cuidado que sois mal pensadas, —se defendió José—. Entonces, ¿quedamos mañana y te cuento de que conozco a tu padre?
—Mañana te lo digo. Seguro que nos vemos en el trabajo.
José fue a la cita con Standard en compañía de alguno de sus compañeros. Cómo les había dicho el lepero, efectivamente pagaban más, pero poco más, aunque para él fue suficiente. Era una empresa joven y en expansión cómo Telefónica, el trabajo iba a ser básicamente el mismo, pero dónde no había nadie que le cortara el paso a la hora de promocionarse. La pega era, que al estar en el departamento de Instalaciones, tendría que trabajar por toda la geografía nacional después de pasar unos meses en periodo de “prueba”.
Comenzó a frecuentar a Pepita a la que esperaba siempre que podía a la salida del trabajo. Al principio siempre les acompañaba una carabina, alguna de sus amigas y en ocasiones, alguna de sus hermanas. La noticia de que Pepita se había echado un novio cayó cómo una bomba en la familia Villa. La verdad, es que no tenían muchas esperanzas de que una mujer bonita cómo ella, pero lisiada por polio, pudiera casarse y formar una familia. Todos los hermanos estaban esperanzados, salvo el padre, que conocía la verdad del pasado político de José Morales. Sabía que desde el fin de la guerra, nunca había vuelto a tener relación con los que ellos llamaban “rojos proscritos”, pero, aun así, tenía reparos: en esos momentos ponía en la balanza el pasado de José, y el futuro de su hija. En el ambiente patriarcal imperante en España, cómo cabeza de familia le tocaba tomar una decisión que no deseaba tomar. Consultó por carta con Roberto, aunque era una excusa: savia perfectamente lo que le iba a contestar. Le sorprendió la rapidez de la respuesta, a vuelta de correo, y no tuvo más remedio que hacer frente a la realidad: su hija, profundamente enamorada, estaba dispuesta a arriesgarse y coger el que posiblemente seria su última oportunidad. Con 28 años y coja, las oportunidades no se presentaban a cada momento.
Esa fue una cuestión que quedó zanjada desde el primer momento, y lo fue por parte de los dos: José le dijo que para él no era un problema y ella le creyó porque era verdad.
En un principio fijaron la boda para la primavera siguiente, para mayo de 1.950, pero a José comenzaron a mandarlo fuera de Sevilla a montar centrales telefónicas y ante la certeza de que iba a ser continuo, decidieron adelantarla.
La ceremonia se celebró en la iglesia de san Esteban el 16 de diciembre de 1.949 y los padrinos fueron Nicolasa Gil y José Villa. Asistieron las dos familias con la excepción de Miguel, el hermano pequeño de José, que hacia tiempo que se había trasladado a Madrid y no pudo arreglarlo con su trabajo, o al menos eso dijo. También asistió Roberto y su mujer, que aunque ya estaba delicada de salud, no quiso perderse la boda de José Morales.
Después de la ceremonia, todos se trasladaron a una taberna de El Arenal en varios vehículos proporcionados por Roberto, dónde comieron todos juntos. Previamente, Pepita entregó su ramo de novia a la virgen de la Caridad de la hermandad del Baratillo, de la que su padre era hermano mayor.
La rapidez de la boda no pasó desapercibida a la horda de víboras chismosas de la calle Adriano que comenzaron a preguntarse por la “verdadera” razón de ese adelanto. Eso ponía de los nervios a Pepita que recibía noticias de esas habladurías a través de sus hermanas. En cambio, José mantuvo la calma en todo momento y eso exasperaba más a Pepita.
—No sé cómo puedes quedarte ahí sin hacer nada.
—¿Y que quieres que haga? —le respondía con tranquilidad—. ¿Qué vaya a Sevilla y le parta la cara a alguno o alguna?
—Pues claro que no…
—¿Entonces?
—¡No sé! Pero es que es mentira.
—Tú y yo lo sabemos, y lo que piensen los demás me da igual.
—Es que las sacaría los ojos a esas zorras.
—A ver mujer, según tú cuentas, ¿cuándo va a nacer el crío?
—Pues para septiembre.
—Pues ya esta: nueve meses. Solucionado.
—¡Pero están mintiendo!
—Pues que sigan: ya callaran.
—¿Y si nace antes?
—Pues tu que tienen conexión con Dios, habla con él, —bromeo José, pero Pepita no estaba para bromas—, o ponle una vela.
—No bromees con esas cosas que son muy serias.
—No mujer, no bromeo.
Pepita se gastó una fortuna en velas durante todo el embarazo. Cuándo llegaban a un destino nuevo, lo primero que hacia nada más instalarse, era visitar la iglesia más cercana, encender una vela y rezar durante un rato con su rosario de la mano y su velo sobre la cabeza cómo era preceptivo. Y todos los días repetía la misma operación.
A mediados de septiembre, llegaron a Cádiz dónde, si todo iba bien, estarían mes y medio mientras José trabajaba en la nueva centralita del Gobierno Civil. Y allí, Pepita salió de cuentas.
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