Sus cuerpos sudorosos esquivan los golpes brillando bajo la
luz cenital. No hay respiro entre las dieciséis cuerdas. Los dos, desde
posición de guardia lanzan sus jab de izquierda intentando abrir la guardia del
contrario. Inés, apoyándose en su velocidad, salta a su alrededor
aguijoneándole con su izquierda. Juan, señor absoluto del centro del
cuadrilátero, esquiva los aguijonazos de Inés y la lanza sus golpes. Suenan
duros, secos, e Inés hace daño con sus brazos de gimnasio. Los de Juan también
a pesar de las protecciones de Inés. Cuando la alcanza con sus derechazos en
los laterales del peto o con sus directos en el casco, la hace daño, y lo sabe.
Es lo que busca. Inés también. Centra sus golpes en los costados de Juan porque
no usa peto. Pega arriba con sus crochet de izquierda para subirle la guardia y
golpea con sus guantes rosas abajo, con hook y ganchos laterales. Tienen
pactados asaltos largos, agotadores. Tres de diez minutos. Al término de los cuales,
exhaustos se abrazan y se huelen como animales en celo mientras se quitan los
guantes y los cascos. Juan la sujeta por las aberturas del peto y la besa en la
boca intercambiando sudor y saliva. Le duele su erección a causa de la
coquilla, e Inés, de rodillas, le baja el calzón y la libera. La besa, la lame,
la mima antes de metérsela en la boca donde la saborea detenidamente. Juan no
aguanta más, se lanza sobre ella y la besa con furia mientras la arranca el
calzón y la protección. La da la vuelta y sujetándola por el peto la penetra
con furia, a fondo, como si siguiera boxeando y la estuviera golpeando. Inés,
chilla, grita, gime de forma desmedida. A pesar de la furia desatada, Juan sabe
lo que hace y lo que Inés quiere. La sigue golpeando hasta que finalmente se
corre mientras ella aúlla con un orgasmo brutal. Los dos caen exhaustos sobre
la lona e Inés se gira para besar a Juan.
— Me parece mentira que hace tres años estuviéramos ha punto
de separarnos, —le susurra mientras le acaricia la cara con sus manos vendadas.
— Fue una suerte que esa última bronca que tuvimos,
terminara a hostias, —la sonrió mientras la colocaba el flequillito—.Y que tú
llevaras años haciendo Muay Thai.
— Y que decidiéramos instalar este ring en el cobertizo.
— Si, la verdad es que después de los combates nos quedamos
como malvas, —y frunciendo el ceño añadió—. Por cierto tramposa, me has dado
dos golpes por debajo de la cintura y uno en la nuca en el segundo asalto.
— ¡Hala, hala! Cuidado que eres quejita, —y con actitud coqueta,
añadió—. Si quieres traemos un árbitro.
— ¡Unos cojones! Yo no te comparto con nadie, mi amor.