domingo, 9 de octubre de 2022

Tiempo extra (capitulo 19 y epilogo)



—¡Qué raro! No hay nadie, —exclamé cuando entramos y vimos que todo estaba casi a oscuras. Habíamos accedido desde el callejón de San Gines por un pasillo oscuro que no conocía y lleno de trastos de todo tipo. Una luz iluminaba levemente el centro del escenario, rodeado de la más absoluta oscuridad—. ¿Por dónde te has metido nene? Esto es el escenario.

—Ven mi amor, —dijo abrazándome por detrás mientras me rodeaba con los brazos—. Voy a hacer magia.

 —Yo sé muy bien donde tienes la magia, —le dije mientras le acariciaba la entrepierna.

Percibí un leve murmullo que me hizo ponerme alerta. Rápidamente, José Luis, un poco abochornado, atrajo mi atención y señalando a la oscuridad hizo chasquear los dedos. En ese momento, una descarga descomunal de cientos de fogonazos que parecían uno solo me sobresaltó. El fogonazo fue producido por cientos de cámaras fotográficas desechables disparando sus flases. Tras el susto y la sorpresa inicial, comencé a oír el «cumpleaños feliz» y la sala del Joy Eslava se iluminó. Cientos y cientos de amigos me aplaudían sin parar, haciendo palpable el cariño que siempre me demostraron. Entre las primeras filas de mesas, vi a varios lideres mundiales de los importantes, de los que no son jefes de estado, de gobierno o de partido. Muchos más llenaban la sala, amigos de Villaverde, de la clínica, de EE. UU., de Kioto, de casa, hasta más de quinientos. Verlos a todos reunidos me impactó: nunca pensé que tuviera tantos. Quise salir corriendo a abrazarlos a todos, pero me lo impidió sujetándome de la mano. Las luces bajaron de intensidad y los acordes de “The Time of My Life”, que se popularizó por la banda sonora de Dirty Dancing, comenzaron a sonar. Rodeándome la cintura con su brazo, comenzó los primeros pasos de un mambo que hace mucho tiempo bailamos en un club de baile cercano a Columbus Circle. Después de los primeros compases y como en la película, un grupo de mis amigos más íntimos se unieron a la coreografía mientras yo esperaba para saltar a sus brazos. Allí arriba, horizontal, con los brazos extendidos cómo una súper heroína voladora y mientras todos me aplaudían, creí que era el summum de la felicidad. Pero me equivocaba, era solo el comienzo de una noche repleta de emociones, sorpresas y lágrimas de alegría.

Una vez concluido el baile y en medio de atronadores aplausos, José Luis presentó a los cantantes en los que, presa de la excitación del momento, no había reparado: dos súper conocidos cantantes estadounidenses que eran pareja. Hacia varios años que no los veía, pero no dudaron ni un momento acudir a su llamada.

Comencé un verdadero maratón de besos y abrazos, tenía muchos cientos que dar: incluso subí a las balconadas superiores del teatro. Mientras tanto, José Luis desde un rincón de la sala y con un walkie de la mano dirigía el espectáculo. Desde el fondo del escenario una orquesta amenizaba la noche, salvo en las ocasiones en que algunos amigos y amigas cantantes amenizaban la fiesta con mis canciones favoritas, mientras los camareros circulaban entre las mesas atentos a los deseos de los invitados.

Sobre las dos de la madrugada un nuevo grupo musical apareció en el escenario mientras una ligera niebla artificial lo cubría. Después de los primeros compases, un punteo de guitarra me hizo estremecer. Emergiendo del suelo entre la bruma, como una figura mitológica, apareció José Luis. Interpretó tres canciones acompañado por algunos amigos, al término de las cuales me hizo subir al escenario donde habían colocado tres sillas con sus respectivos micrófonos. Acompañados a la guitarra por María, uno de los músicos que participaron en el espectáculo, interpretamos a duras penas y entre las risas del público un tema de Víctor Jara: “Te recuerdo Amanda”.

—Presta atención Ángela, —me reprendió María después de la tercera interrupción—. Esto va a quedar hecho una mierda.

—Creo que ya lo está quedando, —corroboró José Luis riendo.

—¡Joder tíos! —repliqué.

—Pues con lo lista que eres…

—Si me hubierais avisado con tiempo me hubiera sacado un master, no te jode, —repliqué a María sacándola la lengua ante las risas de los asistentes.

—Está claro que cantar, lo que se dice cantar, no canta un pimiento, pero las palabrotas se la dan de miedo, —dijo José Luis riendo y por supuesto se ganó que le sacara la lengua a él también.

Cuando por fin terminamos, después de varias interrupciones más, permanecimos los dos en el centro del escenario y José Luis comenzó a hablar mientras por detrás me rodeaba otra vez con sus brazos.

—En el par de años transcurridos desde que celebramos el último cumpleaños de Ángela nos han pasado muchas cosas. Cosas muy importantes que nos han llenado de satisfacción: su premio Nobel, su segundo premio Carlomagno y su Premio de Derechos Humanos de Naciones Unidas. También momentos de gran emoción, como en la explanada de obelisco en Washington: “todos los seres humanos somos iguales, solo hay una única raza, la raza humana”. Sus discursos en la recogida del Novel y del Carlomagno, —mientras él repetía las palabras que pronuncie hace más de un año, refugiada entre sus brazos, los acontecimientos vividos no solo recientemente, sino desde que le conocí, pasaron velozmente por mi mente—. También hemos tenido momentos terribles, en los que estuve a punto de perder lo que más quiero en la vida. Momentos de temor y desasosiego. Pero cómo todos vosotros sabéis muy bien, a peleona y pesada no la gana nadie, y nadie, ni terroristas, ni políticos, ni corruptos, ni curas, ni altos ejecutivos empresariales, lograran jamás que se esté calladita y deje de luchar por los desfavorecidos y por lo que ella considera justo. Tampoco conseguirán que deje de investigar y de encontrar nuevos remedios a enfermedades olvidadas o no rentables porque son endémicas de países pobres.

»No sé quién fue el que dijo: “no hay mal sin recompensa”. Después de estos duros meses, el prodigioso organismo de Ángela ha sido capaz de hacer algo maravilloso, y cuándo puso de su parte para reparar los destrozos del atentado, lo hizo…, y mucho más, y lo que antes era imposible, ahora lo es, —durante breves segundos guardó silencio mientras yo, con la mirada perdida en el suelo, refugiada entre sus brazos y ruborizada hasta las orejas, esperaba a que lo anunciara—. Queridos amigos, es para nosotros una enorme alegría, anunciaros, que Ángela esta embarazada y que vamos a ser padres.

Un estruendo de aplausos y vítores se elevó entre los asistentes con evidentes muestras de alegría.

—No me extraña que aplaudáis con lo que nos ha costado, —bromeé bajando el micrófono— y os lo aseguro, no ha sido por no intentarlo… y mucho, —se escuchó una carcajada general mientras José Luis me daba un capón cariñoso.

—Cómo veis no ha cambiado, sigue cómo siempre: payasa hasta el final, ­—cómo respuesta me limité a encogerme de hombros.

La fiesta continuó hasta la madrugada. La noticia tuvo una repercusión enorme, tanto en España cómo en el resto de planeta. En EE. UU. dónde me consideraban uno de los suyos, los canales de televisión, abrieron los informativos con la noticia, al igual que los rotativos más influyentes que me llevaron a primera página.


 

Alba nació casi siete meses después en Villaverde, en un parto por inmersión. La gestación se desarrolló sin el más mínimo problema, e incluso Steeve estaba sorprendido. No quise epidurales, ni utilizar mis facultades mentales para pasar mejor el trance. Quería sentir, vivir el momento más esperado y deseado de mi vida.

En estos meses no me he separado para nada de ella, ni de él: mi felicidad es absoluta. En su capacho, me la llevo a la clínica y paso consulta con ella al lado, a pesar de que eso las alarga mucho, porque todos quieren cogerla en brazos cuándo es posible. A veces, mi hermana se la lleva cuándo ve que la cosa se alarga más allá de lo tolerable. En el laboratorio estamos más tranquilas, allí solo trabajo con mis ayudantes que ya se han habituado a ella. Poco a poco fui reincorporándome a mis actividades normales, pero ya no fue como antes, nada de trabajar diez u once horas en la clínica. Siempre que puedo, la tarde la tengo libre para estar con los dos.


Su llegada nos ha cambiado la vida, y aunque, como a todas las mujeres, mi punto de mira ha cambiado y ella es ahora lo más importante, no dejó de lado a mi único y posible amor: él sigue teniendo un lugar fundamental y privilegiado a mi lado.


 

Una organización política surgió de los restos del 15M. Una organización que llenó de esperanza a varios millones de españoles, pero cómo temía, se empezó a desmoronar cuándo gente formada en la gran organización tradicional comunista irrumpieron en ella y terminaron controlándola, convirtiéndose en la versión 2.0 de la organización tradicional e histórica. La esperanza de mucha gente, poco a poco fue desapareciendo y volvieron a la conclusión de que la izquierda española no tiene remedio. Es parecido a lo que ocurre en el resto del mundo: demasiados gurús, demasiados lideres supremos o amados lideres.

Durante ese proceso se pusieron en contacto con nosotros para que formáramos parte de sus candidaturas. Yo por Madrid y José Luis por Málaga. Desde el primer momento José Luis lo rechazó porque no los consideraba gente de fiar, en especial el amado líder cómo se refería a él. Yo lo pensé un poco más porque me gusta dar una oportunidad a la gente. Me reuní un par de veces con ellos, pero al final me di cuenta de que iban camino a ser más de lo mismo.

 

 

 

Epilogo.

 

Con mi hija en brazos, entré en la plaza de Isabel II por las escalinatas seguida a poca distancia por los escoltas. Me dirigí a la derecha para curiosear en el escaparate de Natura, una tienda que me gusta. Inmediatamente, Kevin, un camarero ecuatoriano de la Taberna Real, se me acercó después de hacer una seña a los escoltas.

—Buenos días doctora, ¿desea sentarse en una mesa?, —me preguntó.

—Sí, sí, Kevin, muchas gracias. He quedado aquí con él.

—Muy bien, ahora mismo preparo la mesa de siempre, —rápidamente lo hizo, casi en la esquina, frente a la parte trasera del Teatro Real. Me senté ante la expectación de los demás clientes y dejé la mochila con las cosas de la niña sobre una de las butacas, algo que mi hombro agradeció. Pedí un café y mientras jugaba con la niña le vi llegar a lo lejos, también por la calle de la Escalinata procedente de la plaza de la Villa dónde sabía que había tenido una reunión. Calvo como siempre, con sus tatuajes visibles en parte por una camiseta de tirantes, y la chaqueta doblada en el brazo con la que sostenía una carpeta. Con todos los años que llevábamos juntos, su visión me sigue dejando sin respiración.

—Mira Alba, ya llega papa, —la dije llamando su atención al tiempo que los turistas de las mesas de al lado se volvían para verle llegar. Balbuceando extendió los bracitos en su dirección y la cogió nada más llegar, nos besó y se sentó.

—¿Qué tal la reunión?

—Cómo suponíamos: mal.

—¿Y eso?

—Todavía no se han enterado de que las cosas están cambiando y quieren estar metiendo la mano hasta el último momento.

—¡Joder!, ¿no se dan cuenta de lo que se les viene encima? El 15M es el principio de una ola que les va a barrer a todos, —todavía tenía ilusiones, pero cómo ya he dicho al poco tiempo se empezaron a disipar.

—Ya, pero parece que les da igual porque creen que esto es pasajero. Lo que me sorprende es que nos lo propongan a nosotros…

—La verdad es que sí.

—… que nunca hemos participado en nada raro con ellos.

—A ver si la gente reacciona de una puta vez, y les manda a la mierda, que es dónde deben de estar.

—Esperemos que sea cómo tú dices, pero en fin, ¿qué tal hoy, que habéis hecho?

—Steeve ya me ha dado los resultados definitivos de la nena.

—¿Y?

—Todo indica que ha heredado mis… peculiaridades.

—¡No jodas! ¿Dos “listas” en casa? ¡Qué horror! —bromeó— no sé si voy a sobrevivir.

—¡Anda, no seas tonto!

—¿Cómo que no? A vuestro lado seguro que lo soy.

—Cuidado que eres bobo.


 

Cuando miro hacia atrás, veo todo lo que me ha ocurrido a lo largo de estos veinte años. Muchas cosas buenas, cosas malas y cosas horribles, pero sé que ha merecido la pena. No puedo desear más, no quiero nada más, solo retener este instante maravilloso: los tres juntos para siempre.



domingo, 2 de octubre de 2022

Tiempo extra (capitulo 18)

 


Mi llegada a Tossa de Mar despertó mucho interés entre sus habitantes. Desde el día del atentado, tres semanas antes, José Luis no se separó de mí ni un solo instante. Durante los seis días que estuve en coma, dormía en el sofá que había junto a mi cama y se aseaba en el baño de mi habitación. Durante esos seis días me habló constantemente, me leía poemas, la prensa o sencillamente me hablaba de cosas nuestras, de recuerdos. Quería que mi mente comatosa siguiera trabajando, que no se aletargara. Mientras, en la antesala de mi habitación, mi madre, perennemente aferrada a su rosario, permanecía ensimismada en sus oraciones.

Y al sexto día por la mañana desperté de un sueño horrible, pesado y espantoso que recuerdo muy vagamente. Rápidamente llamaron a Steeve que después de hacerme unas pruebas rápidas me sedó.

—Dime algo, —preguntó José Luis con ansiedad—.  ¿Cómo esta?

—Sigue muy mal, y en estado critico, —dijo Steeve, y con lágrimas en los ojos añadió—. Pero ya no la pierdo, te lo aseguro, ahora la situación la controlo yo.

—¿Cuando crees que despertara? —preguntó después de que se abrazaron.

—La despertaré a las doce de la noche para unas pruebas. Tu vete a casa y duerme, te hace falta.

—A las doce estaré aquí, —le dijo José Luis—. No quiero que despierte y no me vea a su lado.

—No te preocupes, esperaré a que llegues, pero te lo repito: vete a casa y descansa, te hace falta.

—De acuerdo, pero me quedo aquí, en Villaverde.

—Muy bien.


 

Se fue a nuestra casa de Villaverde, junto a la de mis padres, se tumbó directamente encima de la cama y se quedó dormido. A las diez y media de la noche le despertó Almudena, que había pasado para ver como estaba. Se duchó, se afeitó y cuando Steeve me despertó su rostro fue lo primero que vi.

—Esos maravillosos ojos verdes, —dijo con una sonrisa. No pude responderle, a causa de los tubos que había tenido introducidos, la garganta me dolía una barbaridad y no podía hablar—. No hables, tranquila.

Por la mañana, a primera hora, Steeve dio una rueda de prensa para informar de la mejoría en mi estado. Una ola de júbilo se desató a nivel mundial y los cientos de vigilias y concentraciones silenciosas comenzaron a disolverse. Tiempo después me enteré que la más multitudinaria, incluso contando España, fue la de Washington, donde más de tres millones de personas rodearon el obelisco.


 

Dos semanas más estuve ingresada en Villaverde, el estado de mi pulmón derecho era muy malo y Steeve, que en contra de otras opiniones se negó a extirparlo, aconsejo a José Luis mi traslado a la costa. Desde el primer momento pensó en Tossa de Mar, sabía que es un pueblo que me encanta y que un par de veces al año pasamos por ahí. Habló con Montse, la propietaria del hostal Gloria donde siempre nos alojamos. Reservó toda la última planta, en total ocho habitaciones, para nosotros, el equipo sanitario y los escoltas. Habló con el conseller de interior y con el alcalde para montar un dispositivo de seguridad exterior con los Mossos de Escuadra y la policía municipal, que se pusieron a nuestra disposición inmediatamente.

El viaje lo hicimos en un helicóptero medicalizado, que aterrizó en el aparcamiento de la estación de autobuses. Allí me subieron a una ambulancia y emprendimos camino a la zona peatonal dónde medio pueblo me estaba esperando. Entramos gracias al cordón que montaron los municipales y los mossos, y paramos en la puerta del hostal. Cuando me sacaron en la camilla, se oyeron exclamaciones de sorpresa entre el público más próximo. A pesar de ir tapada con una manta, mi rostro lo reflejaba todo a pesar de estar parcialmente oculto por la mascarilla de oxígeno. Mi palidez y delgadez era tal, que las órbitas de mis ojos parecían los de una muerta. Con mucho cuidado y entre los aplausos de los presentes, que ya se habían repuesto de la sorpresa inicial, me subieron por la escalera a la habitación que seria mi hogar durante los siguientes siete meses.


 

Las primeras tres semanas fueron durísimas, casi no me podía mover y a los fuertes dolores había que unir la dependencia casi absoluta que tenía de la botella de oxígeno. Como siempre, él estaba a mí lado atendiéndome, cuidándome, y amándome. Se ocupaba de todo, me aseaba, me vestía, me obligaba a cambiar de posición en la cama para que no me salieran escaras. Provisionalmente abandonó los negocios para dedicarse a mí. Nuevamente intento vender su parte a su hermano, que como siempre le mando a la mierda. Poco a poco, con su ayuda, fui levantándome de la cama y empecé a recorrer la habitación agarrada a su brazo. Me sentaba en un sillón al lado de la ventana y miraba el mar. Steeve estaba en contacto permanente con el equipo médico, y al menos una vez a la semana venia en helicóptero a visitarme. De paso también se traía a alguien: siempre a mi madre, en ocasiones a mi hermana o algún amigo.

Dos meses después del atentado, cuando estuve algo mejor, José Luis comenzó a trabajar, gracias al móvil y a Internet, en los pocos ratos libres que le quedaba. Su actividad aumentó según yo iba mejorando, incluso le dio tiempo a comprar un hotel en Tossa y otra en Lloret de Mar, que esta cerca.

—No lo puedes remediar: cuándo me doy la vuelta compras algo, —bromeaba con él.

—Mi amor, es una adicción. De todas maneras Rafa ya lo tenía visto y solo tengo que cerrar la operación.


 

Mi recuperación fue lenta y hasta los tres meses no comencé a salir de la habitación. Primero al comedor, y luego a dar paseos cortos por el pueblo. Me recuperé físicamente, pero psíquicamente estaba destrozada y no quería volver a Madrid. Quería escapar de la responsabilidad que había adquirido con los millones de personas que habían participado en las concentraciones y que creían en mí. Estaba aterrada, me hubiera gustado salir corriendo, pero sin apartarme mucho de Tossa. Nunca me presionó, me dejó que ordenara mi mente con la ayuda de un psicólogo del hospital enviado por Steeve.

—Ya sabía yo que estas más pallá que pacá, —me decía riendo.

—¿Qué pasa, es que no puedo tener un psicólogo?

—Pero me resulta gracioso que, posiblemente, tú tengas más títulos en psicología que él.

—Bueno vale, pero no se lo digas. La verdad es que es muy bueno.

—Tiene que serlo, para atreverse a entrar en tu coco y ordenártelo. ¡Sabe Dios lo que habrá ahí dentro!

—¡Jajaja! Me parto de la risa.

—Sí, sí, tú ríete, pero es la verdad y lo sabes.

—Vamos a dejar el tema, —le dije besuqueándolo. Algo de lo que no me canso.                      

Poco a poco fui reaccionando. Después de los paseos, comencé a correr con él, al principio despacito, pero pronto lo cambie por la bici, que me gusta más. Él corría y yo pedaleaba, mientras varios escoltas y mossos nos seguían también en bici. Me di cuenta de que en Tossa hay muchas cuestas.

Una mañana nos acercamos a una papelería artesana y compre varios cuadernos de papel reciclado con las tapas de cuero, lápices, borradores y un sacapuntas. Hacia tiempo que una idea rondaba la cabeza. Quería hacer un homenaje al hombre al que le debo todo, incluso mi vida, aunque a él no le guste admitirlo. Quería contarlo todo en una autobiografía escrita con mis entrañas y exponer toda la verdad. Liberarme de la pesada losa que desde hace años me oprime y colocar todo en su sitio. Sin el saberlo, el psicólogo fue el artífice de todo.

Comencé el trabajo de una manera febril, sin descanso. En ocasiones las lágrimas acudían a mis ojos cuando recordaba los momentos tan terribles que viví. Pero también lo hacían cuando recordaba los momentos de felicidad que viví a su lado, como en mi amado apartamento de Central Park.

Cuando lo terminé, y después de repasarlo y corregirlo muchas veces, se lo di a leer e inmediatamente me animó a publicarlo, a pesar de que algunos pasajes le podían comprometer. Aun así, pedí una segunda opinión a un buen amigo, periodista estrella de un grupo audiovisual muy importante. Cuando le llamé, llegó rápidamente esa misma noche e inmediatamente puse el manuscrito en sus manos. Comenzó a leerlo y como luego me confeso, fue incapaz de dormir. La historia, mi historia, le enganchó desde el primer momento. Se quedó estupefacto con el descubrimiento de los sucesos del club «La Alondra», y muy preocupado por el final de los rusos. En el manuscrito que le entregue, solo decía que murieron en un ajuste de cuentas. Cualquiera que conociera a José Luis pensaría qué tenía algo que ver.

—De eso no te preocupes, —le dijo José Luis— es problema mío.

—¿Cómo que problema tuyo? Sabes que atarán cabos y…

—Te repito que no te preocupes, —le interrumpió intentando zanjar el asunto—. Ahí no dice nada que me comprometa.

—Tienes… tenéis muchos enemigos, los dos, y van a ir a por vosotros, no lo dudes.

—No podrán demostrar nada, te lo aseguro.


 

El libro fue un bombazo. Cuando se publicó, el impacto en los lectores fue tremendo. Alicia, jefe de seguridad de la clínica y amiga personal de José Luis y mía, se presentó sin perder tiempo, ese mismo día en Tossa.

—Jose, te conozco como si te hubiera parido, —le espetó decidida—. ¿Dónde tienes escondido el Kalashnikov?

—No se dé que me hablas Alicia, —la contestó intentando hacerse el sueco—. ¿Cómo puedes pensar que tengo algo que ver…?

—Venga Jose, que nos conocemos, —le interrumpió—. Guardas todas las mierdas que pasan por tus manos. Mucho más eso.

—Venga nene, díselo, —la apoyé.

Durante unos segundos guardó silencio. Al final, bajó los ojos meneando la cabeza.

—Alicia, no quiero que te involucres…

—Que me digas dónde cojones está, ¡joder!, —le interrumpió gritando.

—Mira Alicia, es imposible que alguien lo pueda encontrar.

—Puedes decir todas las chorradas que quieras, pero de aquí no me voy sin que me lo digas.

—¡Joder tía! Está enterrado en el pantano de Valmayor, cerca del muro de la presa de los Arroyos.

—Conozco la zona de cuando iba a pescar con mi padre y mi hermano. Hazme un plano y yo me ocupo, —y después de guardar silencio unos segundos añadió—. No se te ocurra aparecer por ahí, ¿entendido?

—No te preocupes.

—Y otra cosa más: hiciste lo que debías, estoy orgullosa de ti… cada vez estoy más orgullosa de ti. Yo hubiera hecho lo mismo.

—Venga, venga Alicia, déjalo ya.

Cómo ya he dicho, el revuelo que levantó el libro fue enorme, y recibí gigantescas muestras de solidaridad y cariño a causa de mi tragedia. Aun así, nuestros enemigos se emplearon con saña, y eso que no contaba la verdad sobre la muerte de los rusos. La Audiencia Nacional inició una investigación por una denuncia de un extraño sindicato franquista, Manos Libres, y otra del PPP. Nos llamaron a declarar varias veces, y finalmente, el juez decidió archivar el sumario ante la falta total de pruebas. Alicia se encargó del Kalashnikov y de las dos pistolas. Tenía un amigo que tenía un pequeño taller artesano de fundición y forja, y las armas terminaron en el crisol.

La publicación de mis memorias supuso para mí una liberación, abrir la puerta de mi alma para que se ventilara con aire fresco. Tenía la necesidad imperiosa de contar la verdad sobre alguien de quien muchos creían que medraba a mi sombra, y que es al contrario: todo lo que yo soy se lo debo a él. Si no le hubiera conocido aquel lejano día en Pozuelo de Alarcón, seguramente ahora solo seria un médico más en un hospital público, o tal vez, con mucha suerte, estaría en algún hospital europeo.


 

Por fin, siete meses después del atentado, regresamos a Madrid y poco a poco retomé mi actividad en el hospital y volví a la rutina diaria.

En mayo del año siguiente, recibí mi segundo premio Carlomagno, esta vez por mi faceta humanitaria y social. Algo inusitado: una persona acumula dos premios, aunque sea por motivos distintos. Durante mi discurso de agradecimiento, en la Sala de la Coronación del ayuntamiento de Aquisgrán, volví a la carga cómo si nada hubiera pasado. Arremetí despiadadamente contra las multinacionales que financian guerras civiles en África, contra las farmacéuticas que imponen precios abusivos de sus fármacos, contra los partidos políticos españoles que mienten a sus electores, incumplen sus programas electorales, y aplican políticas antisociales mientras saquean el país a dos manos. Mi discurso me puso nuevamente en el ojo del huracán y la prensa de derechas volvió a hacerme objetivo de sus ataques difamadores e injuriosos, cómo si nada hubiera pasado. Pero se equivocaban, en el mismo mes que recogía mi segundo Carlomagno, un grupo de indignados por la situación del país, acampó en la Puerta del Sol de Madrid. Poco a poco, ese pequeño grupo fue creciendo hasta ocupar gran parte de la plaza, y su acción empezó a ser imitada en las demás capitales de provincia. Aunque quise, no me permitieron acampar con ellos por motivos de seguridad, pero era asidua, y cómo mi ONG instaló un punto de atención, yo me metía dentro. Fue el embrión de un movimiento nuevo, liberador, que cogió por sorpresa a los partidos tradicionales demasiado oxidados para verlo venir.

Fueron y son incapaces de comprender que nuevos tiempos llegan inexorables. Se limitaron a quitarse las chaquetas y remangarse las mangas para dar una imagen más moderna y joven. Pero todo es mentira, por dentro siguen siendo igual de casposos. Lo que es una incógnita, es si se adaptaran y seguirán engañando a los ciudadanos; yo mientras este viva, seguiré denunciándolos con todas mis fuerzas.

Me vienen a la mente las palabras de Lampedusa en El Gatopardo: “hay que cambiarlo todo, para que todo siga igual”.