domingo, 26 de febrero de 2023

La Atalaya (capitulo 18)

 


—¿Cómo estás soldado? —preguntó Líster. José estaba sentado sobre unas cajas de madera con la espalda apoyada en la pared. Tenía el torso desnudo y vendado a la altura de la cintura con una especie de venda manchada de sangre en el lado izquierdo. El brazo izquierdo lo tenía también vendado y en cabestrillo sobre el pecho. Para protegerse del frío tenía sobre los hombros su manta de campaña. Había tenido suerte, dos balas le habían alcanzado: la del antebrazo había entrado limpiamente entre el cubito y el radio, y la del costado, era de entrada y salida y no le había afectado ningún órgano, solo músculo.

—Listo para volver a la lucha, señor, —respondió José con convicción mientras intentaba incorporarse mientras el médico miraba a Líster y negaba con la cabeza.

—Eres un valiente: la República necesita soldados cómo tú, —dijo Líster poniéndole la mano en el hombro para impedir que se levantara— pero vamos a dejar que descanses un tiempo. Tu cara me suena, ¿estuviste conmigo en el Jarama?

—Señor, estoy con usted desde el comienzo, desde antes de que se formara la 1.ª Brigada. Es un honor estar a sus ordenes.

—¿Cuándo estará para combatir otra vez? —preguntó Líster mirando a médico militar.

—No antes de un par de semanas. Le voy a mandar a retaguardia, a Cedrillas.

—Estoy bien, no es necesario…

—Es una orden soldado, —zanjó el médico en un tono seco pero cariñoso.

—Cuándo regreses, preséntate en el estado mayor y habla con mi ayudante de campo. Quiero tenerte cerca.

—A la orden mi comandante.


 

José fue herido en Teruel, al comienzo de la batalla. El 15 de diciembre, la 11.ª División atacó al norte de la ciudad, ocupando La Muela, un promontorio desde dónde se controla la ciudad. Después, la división entró en la ciudad dónde los rebeldes se habían hecho fuertes en los edificios del centro de la capital. Durante los combates callejeros, en muchas ocasiones casa por casa, fue herido al entrar en la calle San Mateo. Sus compañeros, rápidamente le trasladaron al hospital de avanzada, situado en los bajos de un antiguo almacén adosado a la antigua muralla. No le vendría mal el descanso.

Cuándo se dio por concluida la batalla de Teruel, la 11.ª División se retiró a retaguardia para recuperarse de las muchas bajas sufridas. Pero tuvo poco tiempo, los fascistas, tras recuperar Teruel, lanzaron una ofensiva hacia el este que barrio al ejército de la República. La división se tuvo que emplear a fondo contra las fuerzas del Cuerpo de Tropas de Voluntarios Italianos. Finalmente, pudieron parar el avance italiano en el puente metálico de Tortosa. Aun así, no pudieron impedir que las tropas de Aranda llegaran a la costa el 3 de abril, dividiendo en dos a las fuerzas de la República y aislando a la 11.ª División en Cataluña.

Para entonces, José estaba adscrito al grupo más personal y cercano de Líster, el que se ocupaba de asistirle y protegerle. Eso le permitía tener cierto tiempo libre ya que estaba desligado de los deberes militares habituales de su compañía.


 

Una tarde, en compañía de dos compañeros, se trasladaron a Tortosa aprovechando uno de los camiones de avituallamiento. Después de recorrer varias tascas del centro, recalaron en una especie de tugurio de la plazuela de Baños, que les habían recomendado por la calidad de las mujeres que en ella trabajaban. Que duda cabe, que esa calidad iba en función de la cantidad de vino ingerido previamente, que transformaba, por arte de birlibirloque, a mujeres viejas, feas y desdentadas, en apetecibles, acogedoras y cálidas muchachas.

Cuándo entraron en el antro, vieron a tres, dos apoyadas sobre una barra de madera indeterminada, posiblemente de nogal por el tono oscuro, aunque es posible que su color fuera fruto de la mugre que la cubría, y la otra en un rincón, repanchingada en una silla de anea. La barra recorría todo un lateral de un espacio alargado, que desembocaba en un oscuro y lúgubre saloncito, solo iluminado por dos o tres lámparas de aceite, dónde una decena de milicianos, y algún parroquiano, sentados en mesas alargadas ahogaban sus penas en vinazo, humo de tabaco e historias interminables de escasa credibilidad. Una escalera de madera, igual de mugrienta que la barra, y con alguna telaraña de rancio abolengo, ascendía pegada a la pared hacia cotas superiores.

José, se acodó en la barra para pedir de beber, pero cuándo se quiso dar cuenta, sus dos compañeros enfilaban ufanos escaleras arriba con dos de las meretrices a las que acompañaban sujetándolas por el trasero. José, un poco crispado por los nervios, pero a la vez envalentonado por el vino, se acercó a la que quedaba, la de la silla de anea.

Era una mujer de edad indescifrable, ataviada con una falda casera, remendada en la parte baja con parches de tela de otro tono y una blusa de volantes, en tiempos roja, que con el paso del tiempo había devenido en algo entre anaranjado y otra cosa, aunque en la zona de las axilas la decoloración era más acentuada. Posiblemente fuera joven, pero la vida no la había tratado bien y se notaba: aparentaba en todo caso el doble de los que pudiera tener, fueran los que fueran. La mujer le sonrió con una muesca grotesca enseñando sus negros dientes podridos por la caries.

—¿Cuánto vale señora?

—¿Me llamas señora? —preguntó con un cerrado acento gallego después de soltar una clamorosa carcajada que atronó la estancia—. Mira chico, me has caído bien: una peseta y la voluntad.

—Pues voluntad tengo poca.

—Pues es lo que hay.

—Vale señora…

—Cómo me vuelvas a llamar señora te quedas sin meterla.

—Lo siento señ… ¿cómo narices la llamo?

—Eufrasia chico, Eufrasia.

—Vale: Eufrasia. Pero no vuelva a llamarme chico.

—¡Vaya! Si tenemos aquí a un hombrecito.

—No tan hombrecito, tengo 19 años, empecé a combatir el mismo 18 de julio y ya me han herido unas pocas veces.

—¿Y este valeroso soldadito tiene nombre?

—José. Y todos somos señores o señoras: así me lo enseñaron mis padres y así lo creo yo también.

—Lo fui, —respondió ensombreciendo el semblante con tristeza— pero ya no, no lo soy… ni quiero volver a serlo.

—Lo siento, no quería… —comenzó a decir vislumbrando una terrible historia en el fondo de su alma.

—No te preocupes. Muy bien José, ¿subimos?

—Vamos, Eufrasia, —contestó José haciendo hincapié en el nombre.

Se levantó y se encaminó a la escalera por la que ascendió seguida por José. La habitación no era más que un cuartucho de paredes oscurecidas por el paso del tiempo. Un jergón sobre el suelo, un pequeño armario, una cómoda junto a la puerta y una estufa de leña, era todo lo que había.

—Págame, —dijo, y después de cobrar, rápidamente Eufrasia se tumbó en el jergón, se subió las faldas y separando las piernas mostró su esplendida y abundante mata de pelos.

—¿A qué esperas José? —le preguntó viendo que, claramente cohibido ante su rapidez, se había quedado boquiabierto mirándola la entrepierna. Efectivamente, era la primera vez que José veía una vagina femenina, y eso que solo se vislumbraba entre la maraña de pelo—. ¡Vamos! Quítate el mono.

Se quitó el cinturón y se desabrochó el mono de miliciano sacándose los brazos. Se inclinó para quitarse las botas, pero Eufrasia le apremió.

—¡Vamos, vamos! Ponte en cima de mí, —José la obedeció, pero con los nervios, su instrumento no estaba en condiciones. Ella se la cogió con la mano, y con maestría comenzó a masajearla—. ¿Lleváis mucho por aquí?

—No, no, venimos de Teruel.

—¿Eres aragonés?

—No, no, nos trasladamos a Aragón desde Vallecas, es un…

—¿Vallecas? —preguntó Eufrasia con interés. Acto seguido gritó voz potente—: ¡Jacinta, aquí hay uno de Vallecas!

—¿A si, del puente o del pueblo? —se escuchó desde el otro lado del corredor.

—¡Que no, que no soy de Vallecas! —respondió José con los ojos cómo platos. Bastantes dificultades estaba teniendo en demostrar su hombría, cómo para estar de conversación— soy de Andújar. Mi brigada estaba destinada en Vallecas, en el pueblo.

—Yo soy del puente, —oyó nuevamente—, del lado de la iglesia de san Ramón Nonato.

—Eso da al arroyo.

—Sí, sí, yo ya vivía por allí antes de que construyeran la iglesia. La mandaron construir unos ricachones que perdieron un hijo que se llamaba Ramón.

—¡Muy bien, muy interesante! —gritó José intentando ser cortes, pero que claramente empezaba a estar agobiado por la conversación.

—¡Déjale tranquilo, que no se me concentra! —gritó la Eufrasia.

—¡Vale, vale!

Finalmente, Eufrasia consiguió enderezarlo y se introdujo el miembro. José culeó frenético y a los pocos segundos eyaculó mientras sus riñones, y todo él se descompasaba.

—Muy bien José, muy bien, —dijo Eufrasia dándole unos golpecitos en el trasero mientras José seguía sobre ella—. ¡Hala! Vamos.

Se levantaron y mientras se limpiaba la vagina con un trapo que había en el suelo, José se colocó el mono y el cinturón. Al ir a salir de la habitación, reparó en un orinal de porcelana descascarillado que había encima de la cómoda con algunas monedas de poco valor en su interior.

—Deja ahí una propina para la que limpia.

—¿Pero limpia alguien? —preguntó José mientras se sacaba unos céntimos del bolsillo.

—¡Anda mira! Pero si eres gracioso y todo.

—Venga mujer, no te enfades…

—Yo solo me enfado cuándo no me pagan… o no dejan la propina.

Llegaron abajo dónde ya esperaban sus compañeros sentados en una de las mesas. Pidieron más vino y siguieron celebrándolo hasta bien entrada la noche. En aquellos días los soldados disponían de dinero para sus esporádicas fiestas. Cuándo les pagaban la soldada, lo poco que cobraban, no se lo podían gastar en las trincheras o en el campamento, por eso, o se lo jugaban a las cartas, o cuándo iban a un pueblo la juerga era sonada.


 

La división estuvo varios meses en la zona. Durante ese tiempo, José visitó varias veces a Eufrasia y poco a poco fue conociendo su historia. Originaria de Lugo, de una familia acomodada de comerciantes, con veinte años se enamoró de un hombre que la doblaba la edad, un viajante de comercio que recorría todo el norte del país para una empresa de hilos. Se fugó con él, y cuándo se quedó preñada la abandonó. La historia normal de muchas mujeres que se fiaban de las buenas palabras de hombres sin escrúpulos. Perdió al niño, escribió a su familia pidiendo ayuda, pero nunca la contestaron. Llevaba más de diez años deambulando por la costa valenciana y catalana, de prostíbulo en prostíbulo. Hacía mucho tiempo que Eufrasia había perdido el gusto por la vida, solo intentaba sobrevivir hasta que la muerte la fuera a visitar.


 

A mediados de julio, la división fue movilizada. Algo gordo se estaba preparando: a Líster le pusieron al frente del V Cuerpo de Ejército y la división la mandaba ahora el mayor Rodríguez López. Rápidamente José hizo una última visita a Eufrasia pero no para follar. La dijo que les movilizaban, la dio el dinero que tenía y que no se había gastado jugando a las cartas en el campamento, y la aconsejó que subiera hacia Barcelona, y que siguiera hasta Francia. Cómo tantos otros, José ya no tenía confianza en la victoria y sospechaba que los que no huyeran lo iban a pasar mal. Ya no la volvió a ver nunca más.

El 25 de julio, la 11.ª División, atacó entre Ginestar y Benissanet, haciendo de cabeza de lanza del V.º Cuerpo de Ejército, pero José no participó en el ataque: acompañó al recién ascendido teniente coronel Líster a su nuevo destino, el mando del Vº. Al comienzo de la batalla, la 46.ª División pasó también el río. Todos menos su comandante: el Campesino, que alegó que estaba enfermo. Acompaño a Líster a visitarle cómo guardaespaldas y fue testigo del duro encuentro entre los dos militares. Unos meses antes, El campesino fue acusado de cobardía al abandonar el frente de Teruel. Líster, ahora al mando, de acusó nuevamente de lo que era cierto y evidente: de ser un cobarde. Le destituyó y nombró en su lugar a Domiciano Leal, que dos meses después murió mientras reconocía el terreno.

Después de casi cuatro meses de batalla, el Ejército Popular del Ebro, se vio obligado a retirarse y el 16 de noviembre se dio por concluida la batalla. Casi 17.000 muertos y 65.000 heridos quedaron sobre el terreno en total; una barbaridad teniendo en cuenta que solo 200.000 soldados tomaron parte en la batalla por ambos bandos.

Un mes después, el 23 de diciembre, Franco atacó a todo lo largo del frente del Segre, y Líster corrió a taponar la brecha que amenaza con hacer caer todas las defensas. A costa de serias bajas, logró aguantar durante doce días, pero finalmente ordenó la retirada hacia la frontera. Al final fue una desbandada, se abandonaron las capitales y más de 400.000 personas pasaron la frontera con Francia, siendo recluidos en campos de concentración.

Líster, junto a otros mandos militares, logró pasar hacia Valencia, pero José no le acompañó, se reintegró en su unidad y cubrió la retirada después de la caída de Barcelona, hasta que fue hecho prisionero junto a su pelotón en las inmediaciones de Manresa. Para no caer en las manos de las tropas marroquíes, que tenían fama de no hacer prisioneros, recorrieron varios kilómetros hasta que encontraron una unidad de españoles, de la Legión, y su comandante, un teniente, les trató con el respeto suficiente dadas las circunstancias.

domingo, 19 de febrero de 2023

La Atalaya (capitulo 17)

 


En Andújar la sublevación fracasó estrepitosamente, pero la línea de frente quedó establecida muy cerca, en Montoro, a unos treinta y cinco kilómetros. El gobernador civil de Jaén, ordenó, por indicación de Madrid, armar ordenadamente al pueblo. Para evitar roces con los milicianos, la Guardia Civil inició un repliegue paulatino y ordenado hacia Lugar Nuevo y el santuario de la Virgen de la Cabeza, dejando una pequeña guarnición en Andújar, más testimonial que otra cosa. A finales de mes, los fascistas bombardearon el pueblo en un intento de destruir el aeródromo de la localidad. En respuesta, los milicianos empezaron a sacar de sus casas a terratenientes, religiosos y derechistas, fueran o no sospechosos de colaborar con el enemigo.

Ese mismo día, Rafael había estado en la Casa del Pueblo intentando tranquilizar los ánimos que estaban francamente disparados. De regreso al colegio y mientras trabajaba en su despacho, llamaron vigorosamente a la puerta de la calle. Rápidamente, Rafael bajo las escaleras, abrió la puerta y se encontró a don Fidel, el cura párroco de Santa María. Estaba sudoroso y lleno de polvo, evidencia de que había tenido que arrastrarse por el suelo. Pero lo que más sorprendió a Rafael fue que estaba vestido de paisano: nunca le había visto sin el hábito.

—Rafael, ayúdame por favor, han venido a por mí…

—¡Joder! Don Fidel. Pase, pase, que no le vean, —le apremió cuándo se repuso de la sorpresa inicial. A continuación, dio un vistazo rápido a la calle para comprobar que nadie le había visto entrar en su casa.

—Tienes que ayudarme, te lo pido por favor. Me quieren matar…

—¿Y que cojones esperaba? —le espetó bajando la voz—. Estos últimos días ha estado atacando desde el pulpito a los milicianos y apoyando descaradamente a los rebeldes.

—Estoy en mi derecho de decir lo que quiera.

—¿Sí? Vale, pues salga a la puta calle y dígaselo a ellos.

—¡No, no! Por favor te lo pido…, mira Rafael, lo siento…

—Pero ¿por qué no se ha ido con la Guardia Civil cuándo se lo dije?

—No pensé que atreverían, pero sé han llevado a don Jacinto… y a don Anselmo.

—¡No pensé, no pensé! Pues a estás horas estarán muertos. ¿sabe lo que me está pidiendo? Si descubren que le he ayudado, terminaré en la tapia del cementerio con usted. Y posiblemente Nicolasa también. Seria el colmo, con lo bien que se llevan ustedes dos.

—Dios te lo pagara…

—¡No me joda don Fidel! Déjese de dioses: me compromete a mí y a mí familia. Ya ha habido alguna suspicacia porque la familia de un primo lejano, que es cabo de la Guardia Civil en Marmolejo, se ha refugiado en Lugar Nuevo después de que mi primo, no se le haya ocurrido nada mejor que pasarse a los sublevados cerca de Montoro, —en ese momento Rafael no lo sabía, pero finalmente tuvo que desistir y dirigirse también a Lugar Nuevo, dónde llegó unos días después que su familia.

—Pero hijo, no puedes entregarme a…

­—¿Quién le va a entregar? ¡no me joda! Por su mala cabeza, nos puede meter en un lío a todos.

—¿Y que hacemos? Los caminos al santuario están llenos de milicianos.

—Por el momento se quedara aquí. Tengo un cuartucho en el sobrado: es muy caluroso, pero es lo que hay. Ahí no le encontraran. Luego, cuándo se tranquilice el ambiente, ya veré cómo le saco de aquí.

—Gracias hijo, gracias.

—¡Y no se le ocurra asomarse a la ventana! Solo faltaba que le vieran.

—No te preocupes hijo mío.

—Voy a decírselo a Nicolasa, a ver cómo la toreo. Luego le traigo algo de comer. Por fortuna no hay alumnos, la escuela esta vacía.

Don Fidel estuvo oculto en la escuela casi un año. Los acontecimientos posteriores al golpe de estado, no ayudaron a su liberación. Mientras Andújar estuvo del lado de la República, 96 derechistas, propietarios y religiosos fueron fusilados en la tapia del cementerio, y sus propiedades incautadas y colectivizadas. Otros muchos, que tuvieron más suerte (entre ellos muchos gitanos) fueron obligados a trabajar en los campos colectivizados hasta el término de la guerra.


 

Ante el deterioro continuo de la situación, la Guardia civil se replegó definitivamente desde Lugar Nuevo hacia el santuario de la Virgen de la Cabeza que ofrecía mejores posibilidades de defensa. 165 guardias civiles, 50 falangistas y derechistas armados y 1.000 civiles entre los que había muchas mujeres y niños, al mando del capitán Santiago Cortes, se refugiaron tras sus muros el 14 de septiembre. Al principio se intentó negociar con los sitiados, pero fue en vano, lo que provocó un primer bombardeo aéreo, con el resultado de un guardia civil muerto. El día 20, las fuerzas milicianas que convergían sobre el santuario, se enfrentaron con un grupo de guardias que intentaban apresar unas vacas que sorprendentemente habían aparecido por las inmediaciones. En el enfrentamiento resultaron muertos tres guardias, un miliciano y alguna de las vacas.

Durante varios meses las operaciones se sucedieron de manera infructuosa. Los intentos de Queipo de Llano para socorrer a los defensores del santuario desde el frente de Córdoba fracasaron. La República mandó refuerzos a la zona, llegando a operar hasta cuatro brigadas mixtas (16.ª, 82.ª, 91.ª y 115.ª). El 1 de mayo de 1.937, los carros de combate lograron entrar en la zona de las cofradías, seguidos por los efectivos de 16.ª Brigada. Con el capitán Cortes gravemente herido (murió al día siguiente), los defensores se rindieron. Los guardias fueron trasladados a Valencia y encarcelados hasta el final de la guerra. A los civiles se les trasladó al Viso del Marques (Ciudad Real) dónde fueron alojados en el palacio del Marques de Santa Cruz que había sido incautado.

Durante el asedio se produjo el “milagro familiar”. La hija pequeña del cabo, cómo ya he dicho primo lejano de los Morales, sufría de graves ataques de epilepsia. Durante uno de los muchos bombardeos que sufrieron, y mientras estaban refugiadas en la cripta, debajo de un pequeño altar, la niña comenzó a mostrar síntomas de un inminente ataque. La madre y las hermanas de la niña, refugiadas también debajo de la capilla, se pudieron a rezar con fervor pidiendo a la Virgen que parara el ataque epiléptico. No solo no la dio, sino que además nunca más lo padeció. Este es el milagro familiar, que aun hoy se comenta entre los más beatones de la familia.

Durante las operaciones militares, La Atalaya fue arrasada. Su posición elevada la convirtió en ideal para el emplazamiento de la artillería republicana. Mejor suerte corrió Villa Juanita, dónde estaba enterrada Servanda y situada más cerca del santuario. Fue utilizada cómo cuartel general de las fuerzas de la República y eso la salvó, aunque sufrió muchos desperfectos. Por fortuna, Roberto, que también había sido advertido por Rafael y le había hecho caso, pudo salir de Andújar cuándo empezaron los paseos al comienzo de la guerra, y reunirse con su familia en Sevilla para lo que tuvo que correr muchos peligros. Aunque se había disfrazado de jornalero para pasar desapercibido, no hubiera podido explicar a las patrullas milicianas su presencia por los montes en dirección a Cardeña.


 

En Andújar, después de la toma del santuario, la situación estaba tranquila. Rafael tuvo que poner en funcionamiento todas sus influencias para que su primo, el cabo de la guardia civil, no fuera fusilado cuándo le reconocieron. Lo consiguió, y después de curar sus heridas, fue conducido con el resto de prisioneros a la prisión de Valencia. En cuanto a su familia, también consiguió que no se la trasladara con el resto de civiles a Ciudad Real, sino a Jaén dónde su prima tenía familia.

Las gestiones de Rafael a favor de sus familiares, acarreó algunas consecuencias. Algunos compañeros comenzaron a mirarle de reojo, aunque eran más los que lo comprendían. Aun así, tardó tiempo hasta que desapareciera esa espada de Damocles que pendía sobre él y que le ponía en riesgo de que un grupo descontrolado de milicianos le paseara. Eso le ocurrió al marido de Carmela, la hermana mayor de Nicolasa. Había sido vicepresidente de Telefónica en los primeros años de la República, pero cuándo comenzó la guerra ya estaba jubilado. Residía desde hacia muchos años en Madrid, dónde se trasladó por motivos del cargo, y una noche, un grupo de milicianos de la CNT, fue a su casa, lo llevó al cementerio del este, y en una de sus tapias lo fusiló sin importar que fuera afiliado al PSOE y a la UGT desde los tiempos de Pablo Iglesias.

A finales de agosto, un antiguo sirviente de La Atalaya, sacó a don Fidel de la escuela, y por la sierra, tras varios días de agotadora caminata, lograron llegar a las líneas rebeldes en el frente de Córdoba. Rafael y Nicolasa respiraron aliviados. No hubieran podido explicar la presencia del cura oculto en el sobrado de la escuela. Además, Nicolasa no se fiaba de él: sabía que era despreciable y traicionero. A Rafael le pasaba lo mismo, pero no podía entregarlo a los milicianos porque lo matarían en el acto. Los dos estaban seguros de que si les sorprendían, no dudaría en denunciarles para salvar su propio pellejo.  

Las relaciones en el seno de la pareja estaban deterioradas por motivo de la presencia de José en Madrid. Nicolasa, sabía que de haber estado en Andújar, su hijo se habría alistado igualmente y participado en los combates del santuario, pero lo hubiera tenido cerca. Para ella eso era importante. La presencia de don Fidel en la escuela deterioró aun más la relación con su marido. Reconocía la animadversión que profesaba al cura; no le habría entregado a las milicias populares pero tampoco le habría permitido permanecer en la escuela ni un solo segundo. Para ella, la seguridad de los dos hijos que quedaban a su lado era una cuestión sagrada, y Rafael los estaba poniendo en peligro.

Según pasaba el tiempo, estaba más convencida de que la guerra iba a terminar mal, y que ellos, pagarían las consecuencias.

domingo, 12 de febrero de 2023

La Atalaya (capitulo16)


 

Durante toda la contienda, la vida en Sevilla fue bastante tranquila para la población civil, dentro de lo que era un país en guerra. Los rumores sobre que los mineros regresaban con sus camiones repletos de dinamita se sucedían sin ningún fundamento, posiblemente difundido por el mismo Queipo de Llano para mantener la tensión de la población. Todas las tardes, desde los estudios de Radio Sevilla en la calle González Abreu, el general lanzaba sus famosos alegatos de sangre, terror y odio, y leía el parte de guerra. Lo hizo desde el mismo día 18 de julio, hasta el 1 de septiembre de 1.938. Eran soflamas bravuconas, toscas y enloquecidas, inundadas de un falso, exacerbado e irracional patriotismo.

Dentro de este ambiente crispado, Roberto y su familia sobrevivían con ciertas penurias, pero nada que ver con la situación del resto de la población. A pesar del racionamiento, gracias a su dinero accedían al mercado negro sin dificultad. Además, poco a poco supo crear un círculo de amistades valiosas, gracias a su relación con el brigada que le ayudo a su llegada, que le abrió muchas puertas, y sobre todo a su asistencia diaria a la misa en la capilla de la Piedad. No es que fuera muy creyente, se consideraba una persona normal en ese aspecto, pero se daba cuenta de que en ese ambiente ultracatólico que se respiraba en Sevilla, era lo mejor. A la capilla de la Piedad iban muchos mandos militares del Gobierno Militar y de la Maestranza de Artillería. Allí conoció a José Villa, en aquel año secretario 2.º de la hermandad, y su hija mayor, Rosario, era temporalmente camarera de la virgen, desde que los sublevados se llevaron a la que era titular: su marido estaba afiliado a la CNT. Los dos terminaron en las tapias del cementerio de San Fernando.


 

Cuándo a los pocos días del triunfo del Frente Popular, Roberto mandó a su familia a Sevilla, no fueron solos. Una vez instalados en la casa de la calle Colon, gracias a uno de sus hombres de confianza, fue trasladando una parte importante de sus fondos en pesetas y libras esterlinas, así cómo muchos objetos de valor de oro y plata (el resto se enterró en Villa Juanita). La mayor parte se ocultó en el sótano, en un hoyo grande excavado debajo de la escalera de acceso, que luego se cubrió con muebles y cachivaches.

Para evitar que le estuvieran sableándole a cada momento, difundió el bulo de que casi había salido de Andújar con una mano delante y otra detrás. Aun así, siempre se mostraba dispuesto a colaborar con la hermandad, y eso le labró una aureola de hombre devoto, que lo era, pero no tanto: digamos que no se le iba la vida dentro de una iglesia. Se inscribió en la Hermandad del Baratillo, titular de la capilla y en ella no solo tomó contacto con personas importantes del Gobierno Militar cómo ya he dicho, también de la Falange a los que aborrecía especialmente; pero hizo de tripas corazón, era gente muy influyente en los círculos de poder y en la alta sociedad sevillana, por dónde muchos guapitos de peinado “joseantoniano”, paseaban sus impecables camisas azules. Pero un hecho le granjeó definitivamente el favor y la confianza de todos: la llegada de don Fidel a Sevilla.


 

Desde que llegó a la ciudad creó los cauces para mantener cierto contacto con Rafael en Andújar. Por eso, estaba al tanto de la situación del cura párroco, oculto en la escuela. Cuándo llegó el momento, después de que las cosas se tranquilizaron tras la toma del santuario, personas de confianza enviadas por él, le recogieron en la serranía de Córdoba y le condujeron a Sevilla. Allí fue recibido cómo a un héroe y le abrieron las puertas de par en par. Roberto ya las tenía prácticamente abiertas, pero este hecho eliminó definitivamente cualquier suspicacia que pudiera haber. Lo primero que hicieron nada más encontrarse, fue acordar que nadie podía saber dónde había estado oculto, ni cómo había salido de Andújar. Si se llegara a saber, no solo la vida de Rafael, la de más personas correrían peligro

Don Fidel no perdió el tiempo. Rápidamente comenzó a ascender en las esferas religiosas y beatonas de la sociedad. Le invitaban a las reuniones semanales de esposas de generales, coroneles, jefes de la Falange y terratenientes huidos, a las que se unían también algunas marquesas o condesas, todas refugiadas en la capital fascista del sur. A los pocos meses se convirtió en el confesor de la esposa del general al mando y por lo tanto, su influencia en el gallinero femenino aumentó sustancialmente. 


 

José Villa le caía bien a Roberto. Hombre de carácter y costumbres sobrias, iba siempre al grano sin perderse en florituras dialécticas tan comunes en esos días. Él le presentó a personas claves del Círculo de la Unión Mercantil, una asociación de recreo en dónde se cocinaba la mayor parte de los negocios de Sevilla y de la Andalucía fascista. Cuándo el santuario cayó en Andújar, él ya estaba funcionando comercialmente, eso si, con precauciones para no desvelar el verdadero potencial económico de la familia Iribarren. Pasado cierto tiempo, comenzó a darse cuenta de que, a su pesar, la República no tenía muchas posibilidades de salir victorioso de la terrible prueba a la que le estaba poniendo los rebeldes fascistas. Las potencias europeas, asustadas ante la posibilidad de una próxima guerra mundial por el empuje de Alemania e Italia, rehuían cualquier apoyo practico a la República.

Cómo ya he dicho, con mucha precaución, comenzó a comprar terrenos en los alrededores de Sevilla, cerca del cementerio de San Fernando, tristemente famoso por ser el lugar dónde el general Queipo de Llano, mandaba fusilar a los republicanos, en ocasiones familias enteras incluidos los niños. Algunos historiadores elevan la cifra a 15.000.

Eran terrenos de extrarradio, de poco valor, dónde brotaban pequeñas huertas familiares de subsistencia, generalmente ilegales, que eran toleradas por dos motivos: uno, por el desbarajuste administrativo que corroía la ciudad y que propiciaba la corrupción, y el otro, porque los pequeños excedentes terminaban en el mercado negro dónde las clases más pudientes las adquirían. Con estos hortelanos ilegales, Roberto llegó rápidamente a un fácil acuerdo: les dejaba seguir con su actividad con la condición de que le proveyeran de productos. La producción aumentó ligeramente, y un empleado se pasaba con un carro todas las semanas y hacia la recolección. Una pequeña parte terminaba en la despensa de José Villa, otra parte en la de su casa y el resto se destinaban a pagar la amistad de ciertas personas relevantes de la ciudad.

Cuándo termino la guerra, su familia estaba demasiado asentada en la vida de la capital andaluza cómo para plantearse el regreso inmediato a Andújar. Con el tiempo lo hicieron, pero no antes de reconstruir Villa Juanita, aunque siguió manteniendo la casa de la calle Colón dónde pasaban largas temporadas. No en vano, había que atender las múltiples propiedades que poco a poco, había ido adquiriendo en la capital hispalense gracias al desastre de la guerra.


 

En Madrid, después del asalto al Cuartel de la Montaña, el MAOC ocupó las instalaciones del convento de los Salesianos, dónde creó un centro de instrucción intensiva para preparar a los miles de ciudadanos que rápidamente empezaron a alistarse. Gracias a eso, en los primeros días de agosto ya había 40.000 milicianos que, encuadrados en columnas de 300 combatientes, adoptaban nombres tan elocuentes cómo Lenin, Marx, Maurín, Acero o Comuna de París.

Independientemente, con los efectivos del MAOC se crearon cinco grupos, uno de los cuales fue el 5.º Regimiento, dónde quedó encuadrado José. Casi sin descanso el regimiento se trasladó urgentemente a la zona del Alto de los Leones, para hacer frente a la ofensiva de las fuerzas rebeldes del general Mola. Después de una semana de duros combates, hasta primeros de agosto, el avance rebelde se detuvo y el frente en la zona quedó estabilizado.

Esos primeros meses fueron frenéticos. Desde la sierra, el regimiento fue enviado sucesivamente a Talavera y Toledo, incluso participó en la evacuación del Museo del Prado a Valencia. Después, se le ordenó dirigirse a Alcalá de Henares, dónde a primeros de octubre se integró en la primera gran unidad del nuevo Ejército Popular de la República: la 1.ª Brigada Mixta. El descanso, aunque escaso, le vino bien a José que pudo visitar la cuna de Cervantes y sus monumentos históricos, y principalmente centrarse un poco, después de la vorágine vivida en tan pocos días.

El descanso duró poco, una vez organizada la nueva brigada, a finales de ese mismo mes se trasladó a la zona de Seseña (Toledo) para apoyar el ataque con los nuevos tanques soviéticos T-26. Aunque estos entraron en la población, se vieron aislados: la 1.ª Brigada, no disponía de medios de transporte y no podía avanzar a su ritmo. Finalmente, se decretó la retirada.

Después de este fiasco, la brigada fue enviada a la zona de Vallecas, entonces una población separada de Madrid, para detener el avance fascista en esa zona. Según se iban formando nuevas brigadas, se encuadraban en unidades más potentes, y así, la 1.ª Brigada a primeros de 1.937 pasó a formar parte de la 11.ª División siguiendo a las ordenes de Enrique Líster.

 

 

Constituida la 11.ª División, el 2 de febrero los fascistas iniciaron una ofensiva en la zona del Jarama, en las inmediaciones de Morata de Tajuña, para cortar las comunicaciones republicanas con el este. Las líneas republicanas se vieron forzadas a replegarse desde Ciempozuelos hasta el río dónde plantearon la defensa. En la llamada “Colina del Suicidio”, el batallón británico de las Brigadas Internacionales, fue masacrado totalmente y Líster fue llamado para que acudiera a taponar el hueco. El día 13 sus fuerzas se enfrentaron a las del general fascista Asensio entre la Colina de Suicidio y El Pingarrón deteniendo su avance. Las operaciones finalizaron a finales de febrero sin que los fascistas pudieran alcanzar sus objetivos. Los republicanos, aunque cedieron terreno, se fortificaron y durante el resto de la guerra este sector del frente permaneció activo sin variaciones significativas.


Finalizadas las operaciones en el Jarama, regresaron a Vallecas dónde se reorganizaron, y al poco tiempo, el 6 de julio, entraron en combate en las operaciones en torno a Brunete, a la que sitiaron. Su compañía se atrincheró en el cementerio de la localidad. Después de cavar trincheras y sacar huesos a punta de pala, cualquier temor que José pudiera tener de los muertos, desapareció instantáneamente. Además, cuándo la artillería fascista tiraba, no era raro que restos de cadáveres despedazados y esqueletos desarmados cayeran en el interior de las trincheras. Incluso cuándo abandonaron la posición y se replegaron hacia Quijorna, una noche le toco hacer guardia en el depósito de cadáveres, un granero dónde se amontonaban de cualquier manera, cientos y cientos de cuerpos muchos de ellos despedazados. Después de unos primeros momentos de aprensión en los que no dejó de apunta con el fusil a los cadáveres, terminó quedándose dormido tumbado sobre una mesa manchada de sangre seca: el agotamiento le pudo.


 

De regreso a Vallecas su unidad se tomó un descanso. Pudo hablar por teléfono con su familia que estaba muy preocupada. José nunca les contó la verdad, al menos al principio. Les dijo que estaba en Madrid defendiendo la ciudad, que por otra parte casi era cierto, pero nada de que estaba con Líster.

Durante esos pocos días, en varias ocasiones se acercó en tranvía hasta Madrid, ciudad que cada vez le gustaba más. La defensa a ultranza de sus habitantes: ¡No pasaran!, su espíritu combativo, su alegría de vivir a pesar de las circunstancias, le tenía fascinado. Notaba que podría vivir definitivamente en esta ciudad, pero no se engañaba: primero hay que ganar la guerra, y eso, cada vez estaba más claro que no iba a ser fácil. Con un ejército fascista movilizado, y uno republicano en construcción, la guerra se veía larga y dramática, pero la ilusión y la confianza en la victoria eran muy altas y nadie pensaba en la derrota. Además, a pesar del desapego que normalmente demuestran los jóvenes de su edad, se dio cuenta de que le resultaba muy duro estar separado de sus padres, y sobre todo, de sus hermanos con los que tenía una relación muy especial. Cómo el hablar por teléfono cada vez era más difícil, casi imposible, comenzó a escribir cartas. Nunca antes lo había hecho, y terminó convirtiéndose en una rutina indispensable e imprescindible para él. Más o menos semanalmente escribía dos, una para sus padres y otra para sus hermanos, que enviaba en el mismo sobre. Eran largas y redactadas a trompicones durante varios días. Lo hacía en los periodos de retaguardia o en las trincheras de vanguardia, y eran recibidas con alegría por su familia: eran las únicas noticias que tenían de él.

Nuevamente el descanso en Vallecas duró poco. La división fue movilizada de urgencia para apoyar las operaciones republicanas en la zona de Guadalajara, después de que el Cuerpo de Voluntarios Italianos intentara romper las defensas republicanas para llegar a capital alcarreña y a Madrid. El día 13, la 11.ª División con apoyo de una agrupación de carros de combate, y una brigada internacional, entró en combate en la zona de Brihuega. Lograron parar el avance italiano, que al día siguiente se retiraron para no verse copados. Después de un breve descanso, el Ejército Popular, lanzó una ofensiva general que hizo retroceder a las tropas italianas hasta sus puntos de partida anteriores al comienzo de la batalla. El frente se estabilizó y la división se replegó a Vallecas dónde gozó de relativa calma: las operaciones fascistas, después de los últimos fracasos, se paralizaron en torno a Madrid. Los sublevados trasladaron el grueso de las operaciones a la mitad norte del país.

domingo, 5 de febrero de 2023

La Atalaya (capitulo 15)



 

SEGUNDA PARTE: SEVILLA

 

—¡Hay coña que susto!

—¿Qué ha sido eso?

—Yo que sé, parecía una explosión, —las dos hermanas, visiblemente alarmadas se interrogaban mientras su padre se levantaba y se acercaba al balcón. Pepe, el hermano pequeño siguió comiendo cómo si tal cosa, aunque ellas lo habían dejado por el ruido de la explosión.

—Padre, por la ventana de la cocina se ve humo, —dijo Pepita, la tercera hermana, mientras salía cojeando por la puerta de la cocina. Al oírla, José, su padre, rápidamente se dirigió a la cocina. 

—Eso parece por plaza Nueva.

—Y eso que son, ¿petardos? —preguntó Rosario, la mayor, que junto a los demás abarrotaban ya la cocina.

—Que cojones petardos: eso son tiros, —afirmó José. Lo sabía muy bien, lo había oído muchas veces.

—¿Tiros padre? —preguntó Trini mientras Pepe se habría paso hasta la ventana repentinamente interesado por el suceso—. Pero son muchos.

—Niña, dame el sombrero, —le dijo a Pepita que estaba junto a la puerta—, voy a acercarme al Gobierno Militar, a ver de que me entero.

—¿Cómo que va a ir al Gobierno Militar? Usted padre está tonto, se lo digo yo, —saltó Rosario poniéndose delante de la puerta con los brazos en jarra.

—¡Venga niñas! Quitad de en medio que no pasa nada. Solo voy a ver.

—Desde luego que esta usted tonto ¿Qué quiere, que le peguen un tiro? —intervino Trini—. Eso que se oye no son cuatro tiros, eso parece una guerra.

—¡Hala, hala!, no exageréis: mujeres teníais que ser.

—¿Qué no exagere? A ver si no le han pegado un tiro en cuarenta años de servicio, y se lo van a pegar ahora por fisgón, —intervino otra vez Pepita que con sus quince años era la más joven de las tres hermanas. Su cojera era producto de una malformación del pie izquierdo a causa de una polio que la enfermó cuándo tenía nueve—. Padre, esta usted mal de la cabeza. Se lo digo yo.

—¡He dicho que voy al Gobierno Militar y no hay más que hablar! —zanjó José.

—Di que si padre, —dijo Pepe que andaba por los doce años.

—¡Tú a callar! —saltó Rosario—. ¿Será posible el joio por culo este? Cuándo los mayores hablan los mocosos de callan.

—No soy un mocoso.

—Cómo te pegue una guantá vas a ver chiribitas y se te van a quitar las ganas de hablar durante un ratito. Te lo digo yo, —amenazó Trini enseñándole la mano. El niño salió huyendo hacia el salón consciente de que su hermana no amenazaba en vano. Mientras, José abría la puerta de la casa y se escabullía por ella. Después de descender por la escalera de gastados peldaños de mármol blanco, salió a la calle de Adriano y girando a la izquierda se encaminó hacia el postigo del Aceite para salir a la zona de la catedral. Podría haber ido directamente por la calle Arfe hasta el Gobierno Militar, pero quería salir a la catedral para ver el ambiente. Desde allí tendría a la vista, no solo en propio Gobierno Militar, también la plaza Nueva y el Ayuntamiento.


 

En 1.930, José Villa García decidió jubilarse después de cuarenta años de abnegado y ejemplar servicio en la Guardia Civil. Un año antes, había fallecido su esposa Rosario de la que su hija mayor había heredado el nombre. Cómo sargento primero, llegó a ser comandante del puesto de Écija durante cuatro años, y tuvo a sus ordenes a ocho números y dos cabos. A diario, cómo una rutina inexcusable, patrullaba a lomos de su caballo blanco por los alrededores de la localidad. Después recorría las calles principales hasta que finalmente llegaba a la Casa Cuartel y se metía en su despacho para atender el ingente papeleo que generaba un puesto cómo el de Écija. Su matutino paseo a caballo era motivado porque creía que era bueno que los vecinos tuvieran en él una referencia visual, y sabía, porque así se lo había dicho los más allegados, que a los vecinos les gustaba. De hecho, la delincuencia en el pueblo se había reducido desde que él estaba de comandante del puesto, y se limitaba a algún esporádico robo de gallinas y a alguna bronca tabernaria producto del alcohol y los naipes.

Pero ya estaba harto, las exigencias por parte de la comandancia, en manos de lo que él calificaba cómo chusma, eran cada vez mayores. La gota que colmó el vaso fue la llegada de un tenientucho chusquero y arrogante, casi recién salido de la academia, que solo llevaba un año de servicio, y que cómo merito principal tenía el saber maniobrar por la comandancia adulando a los superiores. Se hizo cargo del puesto y cómo José Villa consideró inaceptable estar a las ordenes de semejante botarate, decidió pedir la jubilación. Toda la familia se trasladó de Écija a Sevilla dónde alquiló un piso en el Arenal, en la calle Adriano, frente a la capilla de la Piedad, sede de la hermandad del Baratillo, a espaldas de la Maestranza.

 

Tenía buenas relaciones con los compañeros del Gobierno Militar, por dónde se pasaba de vez en cuando, y con los de la Maestranza de Artillería, que también estaba próxima y a tiro de piedra de su casa. Frecuentaba los cafés de los alrededores y charlaba con ellos, por eso, sabía que algo se estaba preparando aunque nadie soltaba prenda, y sospechaba que, lo que fuera, se había puesto en marcha. El tiroteo lo ponía de manifiesto.

Vio mucha actividad de afiliados a organizaciones de izquierda que a la carrera se encaminaban hacia la plaza Nueva con algunas armas. Se acercó con cierta precaución, y desde el Archivo de Indias vio que el Gobierno Militar estaba cerrado a cal y canto, y no había guardias en el exterior: algo totalmente inusual. El edificio estaba rodeado por un gran gentío que gritaban cosas incomprensibles desde la distancia. Prefirió no arriesgarse y cambiando de intención, se encaminó también a la plaza Nueva. Mientras se dirigía allí, y ya próximo, una columna militar procedente de la cercana Maestranza de Artillería le sobrepasó y comenzó a desplegarse en torno al ayuntamiento. Desde el otro lado de la plaza, desde el hotel Inglaterra y la Telefónica, guardias de asalto leales a la República, que disponían de cuatro ametralladoras, comenzaron a disparar contra los sublevados dando comienzo a la batalla. José se metió por las calles laterales intentando asomarse a la plaza por la calle de Barcelona, pero se encontró por un nuevo contingente de tropas sublevadas que llegaban. Reconoció a uno de los suboficiales que le aconsejó que se retirara de allí y regresara hacia la zona de la catedral. Los refuerzos, después de romper la resistencia exterior, irrumpieron en el ayuntamiento con cierta facilidad y apresaron al alcalde al tiempo que asaltaban la sede del PCE que se encontraba próxima. Un par de horas después, los cañones de los sublevados aplastaron la poca resistencia que quedaba en la plaza y acto seguido se encaminaron al Gobierno Civil, situado detrás del hotel, que se rindió rápidamente. Eran las 17,45 de la tarde y los militares fascistas controlaban toda la zona. Queipo de Llano era dueño del centro de Sevilla y sus órganos de gobierno. Había tardado cuatro horas.


 

Cuándo Roberto Iribarren llegó a Sevilla procedente de Andújar, su familia hacia unos meses que estaba en la casa del número 16 del paseo de Colon. Tuvo que salir apresuradamente de Villa Juanita cuándo Rafael le avisó de la intención de los milicianos del PCE de ir a pasearle. Aun así, le dio tiempo en terminar de enterrar en la dehesa un par de baúles con objetos de valor, más sentimentales que económicos aunque estos no faltaban, que no había tenido tiempo de enviar a Sevilla. No quería que cayeran en manos de los milicianos cuándo arrasaran la hacienda.

Sin lugar a dudas, fue el peor viaje de su vida. Tardó ocho días en llegar a Córdoba. Lo hizo por el monte y por los campos de olivos. De ahí, otros cuatro a Sevilla en la desvencijada camioneta de un buhonero que se ofreció a llevarle a cambio de una suculenta recompensa. Durante esos días, todo eran rumores y habladurías: no se sabía a ciencia cierta lo que ocurría. Y lo peor, no se sabía cuál era la situación real en Sevilla, porque aunque desde el primer momento había la certeza, de que Queipo de Llano controlaba la ciudad, también se sabía que había habido combates y que durante algunas horas las milicias de izquierdas habían hecho de las suyas es ese lado del río, dónde estaba su casa.

Cuándo llegó a la capital hispalense, después de pasar los puestos de control golpistas fue conducido al Gobierno Militar, dónde tuvo que dar muchas explicaciones. Por fortuna para él, allí se encontró con un brigada al que conocía del pueblo, su padre había sido jornalero del suyo en Villa Juanita. Le ayudó a aclarar su situación, e incluso, en un vehículo militar le acompañó a su casa. Sucio y agotado, entró en ella. El encuentro con su familia fue, cómo no podía ser de otra manera, muy especial y emotivo: muchas lágrimas, muchos besos, muchos abrazos. Su esposa, sus tres hijos, su madre y sus suegros, hicieron piña con él durante un buen rato a pesar de que apestaba. Incluso los sirvientes que se habían trasladado con la familia desde Andújar también le abrazaron.

Cuándo se bañó y comió un poco para reponer fuerzas, les contó su alocada aventura por los campos de Jaén y Córdoba a lomos de una vieja mula, comprada por un precio desorbitado, y luego a Sevilla con el buhonero parlanchín que solo dejó de hablar cuándo le abandonó en las afueras, al comienzo de los controles militares, mucho más intensos en los alrededores de la capital. También ellos le relataron su aventura: cómo cuándo se empezaron a oír los tiros y los cañonazos al comienzo de la tarde del día 18 cerraron las contraventanas de la casa y se refugiaron en el desván ante la evidente presencia de izquierdistas armados que pasaban por el puente desde Triana. Desde allí, vieron cómo un grupo de ellos, entraba en la casa de al lado, que estaba vacía, después de patear la puerta y la saqueaban al no encontrar a nadie. Un par de horas después, grupos de soldados rebeldes, procedentes de la Maestranza de Artillería, tomaban posiciones a lo largo del río y controlaban definitivamente los accesos a los puentes de San Telmo y Triana, que comunicaban el centro de Sevilla con el barrio de Triana y el incipiente de los Remedios, dónde los adeptos a la República se habían hecho fuertes.

Dos días después, el 21, la 5.ª Bandera de la Legión, apoyada por una batería de artillería y guardias civiles y de asalto rebeldes, atacaron y tomaron definitivamente Triana. Hasta entonces no pudieron salir de casa, porque desde la otra orilla se producían disparos esporádicos, alguno de los cuales impactaron en la fachada de la casa. La familia y los sirvientes se acostumbraron a vivir en la zona interior de la casa, en especial los niños, que tenían rigurosamente prohibido acercarse a las estancias que daban a la calle Colon. El 23, se acabó toda la resistencia en la ciudad con la eliminación de los últimos focos leales a la República en el barrio de San Bernardo, al otro lado de la vía del ferrocarril. 

Anteriormente, el día 19, un grupo de las milicias de las cuencas mineras de Huelva, que llegaban con varios camiones de dinamita para apoyar la resistencia de los republicanos, fue emboscado en la zona de La Pañoleta, a las afueras de Sevilla, por guardias civiles rebeldes. La dinamita de uno de los camiones estalló y 25 mineros murieron en la explosión. Otros 71 fueron detenidos y posteriormente fusilados. El resto logro huir.