domingo, 5 de febrero de 2023

La Atalaya (capitulo 15)



 

SEGUNDA PARTE: SEVILLA

 

—¡Hay coña que susto!

—¿Qué ha sido eso?

—Yo que sé, parecía una explosión, —las dos hermanas, visiblemente alarmadas se interrogaban mientras su padre se levantaba y se acercaba al balcón. Pepe, el hermano pequeño siguió comiendo cómo si tal cosa, aunque ellas lo habían dejado por el ruido de la explosión.

—Padre, por la ventana de la cocina se ve humo, —dijo Pepita, la tercera hermana, mientras salía cojeando por la puerta de la cocina. Al oírla, José, su padre, rápidamente se dirigió a la cocina. 

—Eso parece por plaza Nueva.

—Y eso que son, ¿petardos? —preguntó Rosario, la mayor, que junto a los demás abarrotaban ya la cocina.

—Que cojones petardos: eso son tiros, —afirmó José. Lo sabía muy bien, lo había oído muchas veces.

—¿Tiros padre? —preguntó Trini mientras Pepe se habría paso hasta la ventana repentinamente interesado por el suceso—. Pero son muchos.

—Niña, dame el sombrero, —le dijo a Pepita que estaba junto a la puerta—, voy a acercarme al Gobierno Militar, a ver de que me entero.

—¿Cómo que va a ir al Gobierno Militar? Usted padre está tonto, se lo digo yo, —saltó Rosario poniéndose delante de la puerta con los brazos en jarra.

—¡Venga niñas! Quitad de en medio que no pasa nada. Solo voy a ver.

—Desde luego que esta usted tonto ¿Qué quiere, que le peguen un tiro? —intervino Trini—. Eso que se oye no son cuatro tiros, eso parece una guerra.

—¡Hala, hala!, no exageréis: mujeres teníais que ser.

—¿Qué no exagere? A ver si no le han pegado un tiro en cuarenta años de servicio, y se lo van a pegar ahora por fisgón, —intervino otra vez Pepita que con sus quince años era la más joven de las tres hermanas. Su cojera era producto de una malformación del pie izquierdo a causa de una polio que la enfermó cuándo tenía nueve—. Padre, esta usted mal de la cabeza. Se lo digo yo.

—¡He dicho que voy al Gobierno Militar y no hay más que hablar! —zanjó José.

—Di que si padre, —dijo Pepe que andaba por los doce años.

—¡Tú a callar! —saltó Rosario—. ¿Será posible el joio por culo este? Cuándo los mayores hablan los mocosos de callan.

—No soy un mocoso.

—Cómo te pegue una guantá vas a ver chiribitas y se te van a quitar las ganas de hablar durante un ratito. Te lo digo yo, —amenazó Trini enseñándole la mano. El niño salió huyendo hacia el salón consciente de que su hermana no amenazaba en vano. Mientras, José abría la puerta de la casa y se escabullía por ella. Después de descender por la escalera de gastados peldaños de mármol blanco, salió a la calle de Adriano y girando a la izquierda se encaminó hacia el postigo del Aceite para salir a la zona de la catedral. Podría haber ido directamente por la calle Arfe hasta el Gobierno Militar, pero quería salir a la catedral para ver el ambiente. Desde allí tendría a la vista, no solo en propio Gobierno Militar, también la plaza Nueva y el Ayuntamiento.


 

En 1.930, José Villa García decidió jubilarse después de cuarenta años de abnegado y ejemplar servicio en la Guardia Civil. Un año antes, había fallecido su esposa Rosario de la que su hija mayor había heredado el nombre. Cómo sargento primero, llegó a ser comandante del puesto de Écija durante cuatro años, y tuvo a sus ordenes a ocho números y dos cabos. A diario, cómo una rutina inexcusable, patrullaba a lomos de su caballo blanco por los alrededores de la localidad. Después recorría las calles principales hasta que finalmente llegaba a la Casa Cuartel y se metía en su despacho para atender el ingente papeleo que generaba un puesto cómo el de Écija. Su matutino paseo a caballo era motivado porque creía que era bueno que los vecinos tuvieran en él una referencia visual, y sabía, porque así se lo había dicho los más allegados, que a los vecinos les gustaba. De hecho, la delincuencia en el pueblo se había reducido desde que él estaba de comandante del puesto, y se limitaba a algún esporádico robo de gallinas y a alguna bronca tabernaria producto del alcohol y los naipes.

Pero ya estaba harto, las exigencias por parte de la comandancia, en manos de lo que él calificaba cómo chusma, eran cada vez mayores. La gota que colmó el vaso fue la llegada de un tenientucho chusquero y arrogante, casi recién salido de la academia, que solo llevaba un año de servicio, y que cómo merito principal tenía el saber maniobrar por la comandancia adulando a los superiores. Se hizo cargo del puesto y cómo José Villa consideró inaceptable estar a las ordenes de semejante botarate, decidió pedir la jubilación. Toda la familia se trasladó de Écija a Sevilla dónde alquiló un piso en el Arenal, en la calle Adriano, frente a la capilla de la Piedad, sede de la hermandad del Baratillo, a espaldas de la Maestranza.

 

Tenía buenas relaciones con los compañeros del Gobierno Militar, por dónde se pasaba de vez en cuando, y con los de la Maestranza de Artillería, que también estaba próxima y a tiro de piedra de su casa. Frecuentaba los cafés de los alrededores y charlaba con ellos, por eso, sabía que algo se estaba preparando aunque nadie soltaba prenda, y sospechaba que, lo que fuera, se había puesto en marcha. El tiroteo lo ponía de manifiesto.

Vio mucha actividad de afiliados a organizaciones de izquierda que a la carrera se encaminaban hacia la plaza Nueva con algunas armas. Se acercó con cierta precaución, y desde el Archivo de Indias vio que el Gobierno Militar estaba cerrado a cal y canto, y no había guardias en el exterior: algo totalmente inusual. El edificio estaba rodeado por un gran gentío que gritaban cosas incomprensibles desde la distancia. Prefirió no arriesgarse y cambiando de intención, se encaminó también a la plaza Nueva. Mientras se dirigía allí, y ya próximo, una columna militar procedente de la cercana Maestranza de Artillería le sobrepasó y comenzó a desplegarse en torno al ayuntamiento. Desde el otro lado de la plaza, desde el hotel Inglaterra y la Telefónica, guardias de asalto leales a la República, que disponían de cuatro ametralladoras, comenzaron a disparar contra los sublevados dando comienzo a la batalla. José se metió por las calles laterales intentando asomarse a la plaza por la calle de Barcelona, pero se encontró por un nuevo contingente de tropas sublevadas que llegaban. Reconoció a uno de los suboficiales que le aconsejó que se retirara de allí y regresara hacia la zona de la catedral. Los refuerzos, después de romper la resistencia exterior, irrumpieron en el ayuntamiento con cierta facilidad y apresaron al alcalde al tiempo que asaltaban la sede del PCE que se encontraba próxima. Un par de horas después, los cañones de los sublevados aplastaron la poca resistencia que quedaba en la plaza y acto seguido se encaminaron al Gobierno Civil, situado detrás del hotel, que se rindió rápidamente. Eran las 17,45 de la tarde y los militares fascistas controlaban toda la zona. Queipo de Llano era dueño del centro de Sevilla y sus órganos de gobierno. Había tardado cuatro horas.


 

Cuándo Roberto Iribarren llegó a Sevilla procedente de Andújar, su familia hacia unos meses que estaba en la casa del número 16 del paseo de Colon. Tuvo que salir apresuradamente de Villa Juanita cuándo Rafael le avisó de la intención de los milicianos del PCE de ir a pasearle. Aun así, le dio tiempo en terminar de enterrar en la dehesa un par de baúles con objetos de valor, más sentimentales que económicos aunque estos no faltaban, que no había tenido tiempo de enviar a Sevilla. No quería que cayeran en manos de los milicianos cuándo arrasaran la hacienda.

Sin lugar a dudas, fue el peor viaje de su vida. Tardó ocho días en llegar a Córdoba. Lo hizo por el monte y por los campos de olivos. De ahí, otros cuatro a Sevilla en la desvencijada camioneta de un buhonero que se ofreció a llevarle a cambio de una suculenta recompensa. Durante esos días, todo eran rumores y habladurías: no se sabía a ciencia cierta lo que ocurría. Y lo peor, no se sabía cuál era la situación real en Sevilla, porque aunque desde el primer momento había la certeza, de que Queipo de Llano controlaba la ciudad, también se sabía que había habido combates y que durante algunas horas las milicias de izquierdas habían hecho de las suyas es ese lado del río, dónde estaba su casa.

Cuándo llegó a la capital hispalense, después de pasar los puestos de control golpistas fue conducido al Gobierno Militar, dónde tuvo que dar muchas explicaciones. Por fortuna para él, allí se encontró con un brigada al que conocía del pueblo, su padre había sido jornalero del suyo en Villa Juanita. Le ayudó a aclarar su situación, e incluso, en un vehículo militar le acompañó a su casa. Sucio y agotado, entró en ella. El encuentro con su familia fue, cómo no podía ser de otra manera, muy especial y emotivo: muchas lágrimas, muchos besos, muchos abrazos. Su esposa, sus tres hijos, su madre y sus suegros, hicieron piña con él durante un buen rato a pesar de que apestaba. Incluso los sirvientes que se habían trasladado con la familia desde Andújar también le abrazaron.

Cuándo se bañó y comió un poco para reponer fuerzas, les contó su alocada aventura por los campos de Jaén y Córdoba a lomos de una vieja mula, comprada por un precio desorbitado, y luego a Sevilla con el buhonero parlanchín que solo dejó de hablar cuándo le abandonó en las afueras, al comienzo de los controles militares, mucho más intensos en los alrededores de la capital. También ellos le relataron su aventura: cómo cuándo se empezaron a oír los tiros y los cañonazos al comienzo de la tarde del día 18 cerraron las contraventanas de la casa y se refugiaron en el desván ante la evidente presencia de izquierdistas armados que pasaban por el puente desde Triana. Desde allí, vieron cómo un grupo de ellos, entraba en la casa de al lado, que estaba vacía, después de patear la puerta y la saqueaban al no encontrar a nadie. Un par de horas después, grupos de soldados rebeldes, procedentes de la Maestranza de Artillería, tomaban posiciones a lo largo del río y controlaban definitivamente los accesos a los puentes de San Telmo y Triana, que comunicaban el centro de Sevilla con el barrio de Triana y el incipiente de los Remedios, dónde los adeptos a la República se habían hecho fuertes.

Dos días después, el 21, la 5.ª Bandera de la Legión, apoyada por una batería de artillería y guardias civiles y de asalto rebeldes, atacaron y tomaron definitivamente Triana. Hasta entonces no pudieron salir de casa, porque desde la otra orilla se producían disparos esporádicos, alguno de los cuales impactaron en la fachada de la casa. La familia y los sirvientes se acostumbraron a vivir en la zona interior de la casa, en especial los niños, que tenían rigurosamente prohibido acercarse a las estancias que daban a la calle Colon. El 23, se acabó toda la resistencia en la ciudad con la eliminación de los últimos focos leales a la República en el barrio de San Bernardo, al otro lado de la vía del ferrocarril. 

Anteriormente, el día 19, un grupo de las milicias de las cuencas mineras de Huelva, que llegaban con varios camiones de dinamita para apoyar la resistencia de los republicanos, fue emboscado en la zona de La Pañoleta, a las afueras de Sevilla, por guardias civiles rebeldes. La dinamita de uno de los camiones estalló y 25 mineros murieron en la explosión. Otros 71 fueron detenidos y posteriormente fusilados. El resto logro huir.

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