lunes, 29 de agosto de 2022

Tiempo extra (capitulo 13)

 


Cuando regresamos de nuestras primeras y muy largas vacaciones todo estaba en orden. El doctor Santiago había llevado la clínica a la perfección y le pedí que siguiera con ese cometido. Mi intención era dedicar más tiempo a la investigación y al desarrollo de nuevos fármacos más asequibles para el tercer mundo.

—Mi niña, —me dijo como buen canario—. Necesitas a alguien más joven y con más empuje que un viejo de 77 años.

—Eso es fácil decirlo…

—Y de hacerlo mi niña, —me interrumpió—. A lo mejor la persona que buscas esta más cerca de lo que tú piensas.

Sus palabras me dejaron con la mosca detrás de la oreja, pero no fui capaz de adivinar a que se refería.


 

Dos días después, a media mañana, llamaron a la puerta de mi despacho y apareció Steeve. No pude ocultar mi sorpresa, no me lo esperaba. Aunque durante los últimos meses nuestra relación había sido muy buena, en estos momentos le creía en Nueva York negociando algún jugoso contrato profesional que le asegurara su futuro de por vida.

—Steeve, que alegría, —le dije sinceramente mientras me levantaba y salía de detrás de la mesa—. ¿Vienes a despedirte? Dame un beso.

—No, vengo a pedirte trabajo.

Me quede desconcertada. Nunca he tenido ese sexto sentido para analizar a la gente, ese don que si tienen José Luis y el doctor Santi. Porque él si lo sabía, sabía que Steeve estaba en Madrid desde hacia varios días con una decisión ya tomada, y sabía cuáles eran sus intenciones.

—Sabes que con nosotras no te vas a hacer millonario,  —le contesté un poco borde, fruto de mi desconcierto.

—¿Ganaré suficiente para comer por lo menos?

—Y si no, mi madre cocina que te cagas.

Al día siguiente comenzó a trabajar en la clínica. Poco a poco yo me fui dedicando a lo que me gustaba y él se fue haciendo cargo de la dirección medica de la clínica.

Con él llego su flamante novia, Lattoya, de la que ya he hablado. Congenie con ella cuando estuvo en la clínica unos meses atrás. Había finalizado sus estudios de relaciones publicas y era justo lo que necesitábamos. Con la cantidad de famosillos que teníamos como clientes necesitábamos a alguien de sus características que los atendiera. Rápidamente se puso manos a la obra y montó una pequeña oficina donde no solo centralizaba a los clientes VIP, sino que también, hacia de amortiguador de sus tonterías. Aun así, la clínica seguía abierta a los vecinos del barrio más que nunca. Todas las tardes, algunas de las abuelas que me conocen desde que empecé a gatear, pasaban para que las «viera la niña».

Con el tiempo disponible comencé a trabajar en “mi” laboratorio y a poner en práctica todas las ideas que había ido acumulando en miles de archivos y cientos de horas de pruebas desde que empecé en Harlem. Allí, y en la India, me di cuenta de que los pobres no tienen derecho a nada, porque los grandes laboratorios no subvencionan nada, solo quieren cobrar y recuperar multiplicado por miles de veces lo que han invertido en investigación. En el tercer mundo la situación es tan simple como que la gente se muere, así de sencillo y así de terrible. Mi intención era desarrollar fármacos baratos y asequibles en forma de genéricos, medicamentos de bajo coste para el tercer mundo, la Juana de Arco de los pobres y los desfavorecidos, como me llamaba el doctor Santi.

El desarrollo de los primeros fármacos fue muy bien, y las pruebas de primera y segunda fase se hicieron en Harlem. Pero comencé a encontrar puertas cerradas cuándo intente comercializarlos. Incluso las autoridades sanitarias norteamericanas, comenzaron a plantear problemas a la hora de las autorizaciones, y tanto la Universidad como yo misma, tuvimos que ir a los tribunales. No había duda, de que los laboratorios estaban presionando para que no se concedieran los derechos de comercialización. Ganamos en los tribunales, pero seguimos con problemas

—¿Y quien los va a fabricar? —me preguntó José Luis.

—Seguro que encontraremos algún laboratorio que este interesado, ¡joder!, puede ser un buen negocio, —le respondí con más vehemencia que certeza.

—Si quieres que fabriquen tendrás que negociar el tema de la patente y los derechos comerciales con las multinacionales. Ten en cuenta que no solo controlan los laboratorios, también las redes de distribución,—me respondió con mucha tranquilidad—. Y sobre ceder parte de las patentes a la OMS, tienes que tener mucho cuidado, porque dependen de ellas para todo.

—¡Joder! No pienso cederles ni una mierda a esos cabrones, —estaba muy cabreada—. Algo se podrá hacer.

—Claro.

—¡Cómo qué claro! ¿El qué?, —le dije chillando. Aunque le adoro, en ocasiones me pone de los nervios.

—Fabrica tú, —me dijo con toda la tranquilidad del mundo.

—¿Que fabrique yo? —le conteste mosca y con la certeza de que algo había planeado, si es que no lo había puesto ya en práctica.

—Lo he hablado con mi hermano, de hecho, es idea suya y podemos hacerlo, —me dijo—. Además, es tan buen negocio, que las obras ya están en marcha.

Me dejo con la boca abierta, incapaz de decir nada. Como seria la cara que se me quedó, que no pudo reprimir una carcajada. Con el dedo índice me cerro la boca subiéndome la mandíbula que colgaba sin fuerza.

—Pero como que las obras han comenzado, —solté atropelladamente—. ¿Cuándo…? ¿cómo…? ¿dónde…?

—¿Cuándo?: hace ocho meses…

—¡Ocho meses! —chillé. No me lo podía creer.

—¿Cómo?: pues no sé; pues porque sí, —continuó—. ¿Y donde?: al comienzo de la carretera de Villaverde a Getafe.

—¿Y la distribución? —pregunte con la certeza de que también lo había solucionado.

—Esto no se lo puedes contar a nadie, es importante. Estamos cerca de hacernos con una de las distribuidoras más importantes: estamos comprando acciones en el mercado secundario, y en un par de semanas podremos lanzar una OPA. Si se descubre antes de tiempo, las farmacéuticas pueden reaccionar comprando acciones y toda la operación se puede ir a tomar por el culo.

—Pero nosotras no podemos costear una cosa así, y mucho menos construir fabricas.

—No es necesario: la fabrica y la distribuidora, serán de Hermosa. Firmaremos contratos de fabricación y distribución con vosotras, con unos márgenes razonables con los que estéis de acuerdo. Según los estudios que hemos hecho, incluso bajando nuestros márgenes a una cuarta parte de lo habitual, ganamos dinero y recuperamos inversión.

—¡Joder tío! No puedes estar siempre igual.

—¿Igual como?

—Igual que siempre: ayudándome siempre que tienes oportunidad.

—Primero: me encanta ayudarte, y segundo: ha sido idea de mi hermano, con la que estoy totalmente de acuerdo.

—¡Cuándo me lo eché a la cara se va a cagar!

—Le avisaré para que desaparezca, —bromeó.

—¡Ni se te ocurra!lo que no me dijo en ese momento es, que lo que se estaba construyendo en la carretera de Getafe era algo más que una fabrica química.


 

Según pasaba el tiempo comencé a estar mosca. José Luis no soltaba prenda, y cuando preguntaba a mi cuñado Rafael, salía corriendo como un conejo porque es incapaz de mentirme. Lo cierto es que lo que se estaba construyendo era enorme. Ocasionalmente, después de comer en casa de mis padres, cogíamos las bicis, y me daba un paseíto hasta allí con mi hermana. Dos bloques grandes comunicados entre si por dos pasarelas, un tercero que no estaba tan avanzado y todo ocupando un pequeño espacio, de un terreno que ya estaba delimitado y que era enorme. Y otro mucho más retirado, a la izquierda, como a quinientos metros o más, y al otro lado de la carretera, con claro aspecto de fábrica química. No teníamos la más mínima duda de que las dos construcciones estaban relacionadas, además, las dos constructoras que llevaban a cabo las obras eran de Hermosa. Almudena lo descubrió investigando en Internet. Teníamos la certeza de que Jose y su hermano no nos habían contado toda la verdad, pero no nos atrevíamos a hacer cábalas: en el fondo nos aterraba estar en lo cierto.


 

Seis meses después de todo esto, Steeve, Almudena y yo llegamos a la conclusión de que la clínica nuevamente se había quedado muy pequeña, necesitábamos más camas, más laboratorios, más de todo.

Almudena llamó a José Luis y concertó una entrevista “oficial” con él. Se moría de la risa y con cara de guasa acudió ese mismo día.

—No te rías que esto es muy serio, —le dijo Almudena frunciendo el ceño, lo que provoco que se riera más— y es muy importante para nosotros.

—Me río porque frunces el ceño como tu hermana. Vale, de acuerdo, es importante: ¿y no me lo podía decir tu hermana…?

—¡No Jose! —le interrumpió—. Esto es cosa de todos.

Muy bien: decidme que queréis.

—Queremos que nos vendas el edificio de atrás y nos construyas en el solar una ampliación de la clínica, —José Luis nos miró detenidamente en silencio, como si pensara algo.

—¡No!, —dijo al fin. Algo tan tajante no lo esperábamos ninguno.

—Pero… —acerté a decir.

—He dicho que no, —repitió tajante.

—¡Pero como que no! —me puse a chillar como una loca.

—Es mal negocio, —nos dijo—. Dentro de un tiempo estaréis con el mismo problema. Es tirar el dinero. Además, queréis derribar un edificio que ya usáis para construir el que: ¿un par de plantas más?

—A ver, ¿qué estás tramando? —le pregunte más calmada. Todos sospechábamos por donde iban los tiros.

Necesitáis un hospital en condiciones. Moderno, grande y espacioso.

—Jose, lo necesitamos ya, —le dijo Steeve—. No podemos esperar dos o tres años.

—Las obras finalizaran en dos meses, tres como máximo, —nos dijo mirándonos fijamente a los tres alternativamente—. Si movéis el culo podéis estar funcionando en el nuevo hospital en seis o siete.

—Pero José: una construcción así, no podemos pagarla, —dijo al fin Almudena—. Y mucho menos equiparla.

—¡Qué manía habéis cogido las dos con el puto dinero!

—¡Joder, es que es importante!

—A ver, tranquilicémonos, —apuntó Steeve que empezaba a sospechar lo mismo que nosotras—. Eso que estás construyendo en el polígono, ¿cuantas camas entran ahí?

—Doscientas cincuenta, ampliables fácilmente al doble con otro modulo, o al triple con otro más, —y después de una pausa en la que ninguno sabíamos que decir añadió—: el módulo de investigación lo podemos tener en menos de un año. El pago se puede hacer con los beneficios del laboratorio.

—¿Cuándo pensabas decirnos todo esto? —le preguntó Almudena.

—Cuándo lo necesitarais, como ahora, —la dijo riendo.

—Eres un pedazo de maricón, ¿lo sabes? —bromeó Almudena.

—¡Eh, eh! de maricón nada, hermanita, —afirmé con retintín. Todos la miraron fijamente y soltaron una carcajada colectiva—. ¿Qué pasa?

Y así fue. Los edificios principales estuvieron en el tiempo establecido, y el nuevo edificio de investigación, el X, cinco meses después. Descubrimos que se comenzó a construir al mismo tiempo que los otros dos, pero tenía seis niveles subterráneos, donde estarían los laboratorios más sensibles y delicados, además de dos niveles de parking. Tal y como dijo, en seis meses estábamos comenzando una aventura colosal que durante un tiempo nos tuvo aterrados. Aun así, movimos el culo. Con la ayuda de José Luis y su hermano, que utilizaron todas sus influencias para conseguir los equipos necesarios para dotar una infraestructura de esa magnitud, y por cierto, a muy buen precio, en cinco meses empezamos a funcionar en la primera planta del módulo A que estaba destinado para consultas y administración. Un par de meses después, el B, el hospitalario, comenzó a funcionar a bajo rendimiento y a recibir pacientes. En menos de un año, los dos módulos estaban a pleno rendimiento con todo el personal. Steeve y Almudena, demostraron una profesionalidad absoluta para dos novatos como ellos. No permitieron que me involucrara en exceso en ese proceso, según decía Steeve: mi trabajo de investigación era demasiado importante como para perder el tiempo montando hospitales. Se quedó impresionado cuando vio todas mis notas y proyectos de investigación, desarrollados, y algunos puestos en práctica en Harlem.

—Me parece increíble que las cosas te resulten tan sencillas, —me dijo Steeve cargado de sinceridad, y vaticinó—: cuándo empecemos a comercializar todos esto, las farmacéuticas te van a machacar, —y lo intentaron, ya lo creo que lo intentaron, y durante mucho tiempo, pero no pudieron.

—¡Qué las den!

—Pues qué las den. Por cierto, cuando el X este en marcha, quiero empezar a hacerte pruebas…

— ¿A mí?

—Es importante descubrir por qué tienes esos… “dones”, y hasta donde llegan. Lo he hablado con Santi y está de acuerdo.

—¿Me quieres usar de conejillo de indias?

—En todo caso: conejilla.

 

Dos meses después, inauguramos el módulo X de investigación. Firmamos un primer acuerdo con la Universidad Carlos III de Getafe, por el cual sus equipos de investigación universitaria utilizarían nuestras instalaciones. Con el tiempo, nuestra clínica se convertiría en Universitaria.

Todo empezó a ser “con el tiempo”, pero a una velocidad endiablada se había hecho realidad. Como me dijo, Steeve empezó a hacerme pruebas y al poco tiempo descubrió mis problemas vaginales y mi infertilidad. Le extraño que mi poderoso sistema inmunológico y auto regenerativo permitiera una lesión de esa magnitud. Lo habló con el Dr. Santi y su hija, mi ginecóloga desde que nos establecimos definitivamente en Madrid, pero no quisieron contarle nada y le remitieron a mí. Me preguntó, pero le di evasivas, hasta que finalmente cedí y se lo conté en presencia de José Luis, que intentó impedírmelo.

—¡Ángela! No quiero que revivas esos días.

—Mi amor, si no se lo cuento, estará dando palos de ciego, y no es justo para él.

—No quiero causar ningún problema… —intervino Steeve desconcertado por la reacción de José Luis.

—No es eso Steeve, no es eso. No le puedo dar hijos a mi amor, porque mi infertilidad es provocada… —y se me saltaron las lágrimas y no pude seguir. José Luis me abrazó inmediatamente y cuándo me tranquilice se lo conté todo, eso sí, sin entrar en detalles, por encima. Aún así, el impacto fue terrible, no se podía creer lo que oía, le parecía mentira tanto horror.


 

En el módulo X monté el «Laboratorio A». A de Ángela, solo para mí. Como ya se habrán dado cuenta soy muy caprichosa y mi laboratorio está dotado de los equipos informáticos más modernos y avanzados que existen de la firma norteamericana Proteus, que suministra los sistemas informáticos al Departamento de Defensa estadounidense. No me pregunten como los consiguió porque no lo sé, pero ya se habrán percatado de que sus amistades están por todas partes y llegan a sitios insospechados. Rápidamente comencé a usarlo y a llevar a la practica mis ideas y a patentarlas. Con el hospital ya en funcionamiento reanude los ensayos clínicos que comencé en Harlem y cuando terminaron las obras de la fábrica, se comenzó a producir el primer compuesto: una pomada cicatrizante a base de células madre obtenidas a partir de cultivos sintéticos, y que sustituía a la alemana, que además de ser una mierda, era muy cara. Se cabrearon mucho, me llevaron a los tribunales acusándome de plagio, algo absurdo teniendo en cuenta que el principio activo era totalmente distinto: está claro que lo que pretendían era amedrentarme. Ese fue el comienzo de un largo “idilio” que culmino años mas tarde en los terribles sucesos de Villaverde.

Después de ese comienzo, empezamos el desarrollo de antibióticos sintéticos de nueva generación que comenzamos a ensayar clínicamente en Villaverde, en Harlem, y con la colaboración de Médicos sin Fronteras, en África. Las patentes y los derechos de producción, siempre los cedemos a la OMS gratuitamente para África y el sur y sudeste asiático, con la condición de que nunca se cedan a las multinacionales. Nosotros nos quedamos con los derechos para Europa, EE.UU., Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Japón, con un trato preferencial para el resto de América y Asia. En un principio no me imagine el volumen económico que eso suponía, tanto, que la amortización de las obras y los equipos iba rápido. A la vista de las enormes ganancias comenzamos a aplicar tarifas mucho más populares en el hospital. Decidimos reconvertir la antigua sociedad limitada y crear una sociedad anónima: «Clínica Villaverde, S. A.». La nueva empresa tenía seis accionistas: Almudena y yo con un 40% cada una y Steeve, Haans y mis padres, con un 5%. José Luis se negó rotundamente a estar presente en el accionariado, a pesar de que se lo ofrecimos. Mi hermana y yo renunciamos a nuestros beneficios que revierten directamente en la clínica. Yo, en nómina, estoy como investigadora jefe y médico de plantilla, con un sueldo simbólico, el que especifica el convenio. Mi hermana es directora general y Steeve director medico. Al poco tiempo comenzamos la construcción de dos nuevos módulos, C y D, que nos permitiría llegar a las 1200 camas, consultas externas, especialidades, quirófanos y poner en marcha una idea de mi hermana: un seguro medico. El seguro fue un éxito total y unos años después tuvimos que abrir cuatro centros de especialidades en otros tantos puntos de Madrid, fuera de Villaverde. También firmamos un acuerdo por el cual la clínica actuaría como hospital asociado a la Universidad de Columbia y el hospital de Harlem. Yo tendría una cátedra online de patología genética y bioquímica. Las clases se impartirían vía satélite y yo viajaría a Nueva York dos veces al año para realizar los controles pertinentes. Con esto, me obligaba a viajar a esa ciudad que tanto amo dos veces al año como mínimo, y vivir con él en mi querido apartamento de Central Park. Cuándo me nominaron al novel, las titulaciones firmadas por mí, se convirtieron en los diplomas más prestigiosos y codiciados de la profesión, por eso, los cursos que imparto son durísimos y mis alumnos me llaman: “doctora muerte”.

Después de la construcción de los dos nuevos módulos decidimos parar, el avance había sido tan fulgurante y en tan poco tiempo, que nos dio miedo y queríamos serenarnos, empezar a tomar las cosas con calma y hacer que este gigante que habíamos creado no tuviera los pies de barro.

Lo que si llevamos a cavo fue una idea que tenía hacia tiempo. Quería tener un centro de acogida de mujeres maltratadas anexo al propio hospital y protegido por muestro servicio de seguridad. De la construcción se encargó, como siempre, José Luis y su hermano y es un edificio de cuatro planta que dispone de guardería, cocina y todo lo necesario para funcionar de forma autónoma.

Steeve se ha convertido en uno de mis mejores y más queridos amigos y sé que sus sentimientos son recíprocos. Quien nos lo iba a decir. Nos reímos mucho cuando recordamos lo «bien» que nos llevábamos al principio.

—Al final lo vas a conseguir, —le decía—. A este paso serás millonario.

Y era cierto, tanto Steeve como Haans, ganaban mucho dinero entre sueldos y beneficios. Yo los veía felices, felizmente casados y viviendo en el barrio. Cuando comenzaron las obras del hospital, Hermosa comenzó la construcción de doce chales adosados a escasos doscientos metros. Allí viven mis padres, mi hermana, Steeve y Latoya, y Haans y su esposa Pili. Otro de los chales esta a mi nombre y se supone que es mi residencia oficial. La usamos cuando hay algún imprevisto en la clínica y salgo muy tarde. En otro vive la que desde casi el principio es mi enfermera-secretaria para todo, Elena y su pareja de siempre y gran amor, Edelmira, que también es enfermera y trabaja en la clínica.

Sin proponérmelo hemos creado una gran familia de la que me siento orgullosa.

domingo, 21 de agosto de 2022

Tiempo extra (capitulo 12)


Gracias a la repercusión mundial del caso Jefferson, la clínica se empezó a quedar pequeña y decidimos ampliarla dotándola de un laboratorio, dos quirófanos y veinte camas. Le pedí a José Luis que se enterara quien era el propietario del edificio de al lado.

—No hace falta, —me contestó—. Sé quién es el propietario.

—¿Y crees que nos lo vendería?, ¿y barato?

Bueno, no sé, depende de cómo se lo pidas, —me dijo sonriendo.

No entiendo, —le contesté desconcertada sin saber a que se refería—. ¿Cómo se lo tendría que pedir?

—A besos, —contestó soltando una carcajada mientras me metía mano—. Somos nosotros los propietarios.

—¿Vuestro?

—Si, ese y el edificio de tres plantas de atrás.

—¿Pero como…?

—Mira nena, como sabíamos que ibais a tener éxito con la clínica, mi hermano y yo lo compramos para poder ampliar cuando fuera necesario, —me interrumpió mientras seguía metiéndome mano. Le miraba con la boca abierta.

—¿Y me lo dices ahora? Llevamos unos días comiéndonos el coco y hablando con el banco… —no me dejó seguir, pegó sus labios a los míos—. ¡No me chuperretees!

—¿No te gusta que te chuperretee? —me preguntó con cara de guasa.

—Sí, pero ahora no: estamos hablando de cosas serias.

—Muy bien, dime.

—Os compramos el local…

—¡No!, no esta a la venta.

—¿No? ¿cómo que no?

—Porque no os interesa comprar: tendríais que pedir un crédito e hipotecaros. Es mejor que los ahorros que tenéis los empleéis en reformar los locales y dotarlos.

—Pero son vuestros.

—¡Claro! Y os los dejamos en alquiler.

—¿En alquiler?

—Sí, en alquiler. Y ahora: ¿puedo seguir metiéndote mano?

—Mi hermana…

—¡A tu hermana no pienso meterla mano! —bromeó.

—¡No seas tonto! Digo que mañana tenemos que hablarlo con ella.

—¡Ah bueno! Ya me habías asustado.

—¡Pero que… capullo eres!


 

Las obras comenzaron rápidamente, y gracias a la gente de José Luis, antes de que nos diéramos cuenta estaban finalizadas. Al mismo tiempo, se preparó el edificio de atrás para otra posible ampliación. Contratamos cuatro médicos sin contar al doctor Santiago que desde el primer momento colaboraba con nosotras con una consulta para emigrantes sin recursos. También contratamos más enfermeras y auxiliares y un par de administrativos. La verdad es que empezábamos a estar un poco abrumadas. 

Un día, mi hermana recibió una llamada telefónica del secretario de una importante familia noble española, preguntando si la «joven doctora» podría a atender a un miembro de la familia, con total discreción eso sí. Ese mismo día por la tarde, estaba en su palacio en Madrid en presencia de un duque famoso, de los que salen en la prensa especializada cada dos por tres. Unas semanas antes, en Baqueira, tuvo un ligero percance de esquí al que sus médicos habituales no le dieron importancia. El caso es que la rodilla se le inflamó y no encontraban la explicación: las pruebas radiologías y los escáneres no arrojaban luz sobre el problema. Uno de los médicos, catedrático de la Complutense y amigo del duque, había oído hablar de mí en publicaciones especializadas y en foros internacionales. Propuso que me llamaran para tener una segunda opinión, pese a la resistencia del resto del equipo medico, formado por especialistas muy entrados en años y que no veían bien que una jovencita les pudiera mojar la oreja. Parece que es el sino de mi vida, pelearme con los «cabeza cuadrada». Con una simple exploración, manipulando la rodilla, intuí una pequeña fisura en la zona interna del menisco que entorpecía el movimiento normal de la articulación provocando la inflamación. Menudo salto que dieron los doctores cuando lo dije, ordenaron una serie de pruebas adicionales que confirmaron mi diagnóstico. La extirpación total del menisco no era factible para mí, porque inmovilizaría al duque durante varias semanas: era una técnica demasiado agresiva con la que no estaba de acuerdo. Al final sus hijos se pusieron de mi lado y con una simple artroscopia y células madre, solucione el problema. Desde el primer momento la repercusión fue enorme. Muchos famosillos empezaron a venir a Villaverde para que les atendiéramos, encantados de pagar suculentas facturas y por supuesto nosotras mucho más encantadas. Por consiguiente, volvimos a quedarnos sin espacio y volvimos a ampliar definitivamente hacia el edificio de atrás, como ya he dicho propiedad de Hermosa y que ya estaba preparado, solo había que equiparlo.



Un poco antes de esas fechas, llegó, procedente de Columbia, enviado por el doctor Jacob, un estudiante aventajado llamado Steven Burton. Antes del MIR, fue número uno de su promoción y tenía todas las papeletas para convertirse en una megaestrella de la profesión, es decir, un megagilipollas de bata blanca sin escrúpulos. Uno de esos que solo ve en los pacientes un medio para enriquecerse y que desprecia del sufrimiento de los demás. Desde que terminó la residencia había mantenido un litigio judicial con Jacob por la negativa de este de firmarle el título. Jacob consideraba que un individuo tan arrogante y falto de escrúpulos no merecía ser médico, además, su periodo de residente le daba la razón: había sido mediocre. Finalmente, llegaron a un acuerdo judicial: Burton completaría un año más en Villaverde, bajo mi supervisión como médico imparcial en el litigio. Si al término de ese año, yo firmaba su título, Jacob lo haría también.

Cuando llegó a Villaverde alucinó: no se podía creer que tuviera que pasar un año en una clínica de 20 camas y que su futuro dependiera de una enana con los pelos de colores. Intentó anular el acuerdo, pero era firme, estaba respaldado por el juez y no pudo: se resignó. Su comienzo fue horrible, su desinterés era total, no daba ni una y yo me pasaba todo el tiempo corrigiéndole. Según pasaban los días mi cabreo iba en aumento. ¿Cómo era posible que el nivel fuera tan bajo en Columbia? No hacia tanto tiempo que yo había salido de allí, e indudablemente las cosas no eran así.

—¿Que me has mandado aquí, Andy? —le pregunté muy cabreada cuando llamé por teléfono al doctor Jacob—. No tiene ni puta idea de nada, y además no le interesa.

—Ten paciencia con él, —me respondió—. Puede ser un gran médico si se le quita la tontería, y lo sabes.   

—Eso puede ser tan difícil como que me crezcan pelos en el chocho, —respondí muy borde, consciente del marrón que me había colocado.

—Sé lo que estás pensando, que es un marrón…

—Es más que eso, ¡es una mierda! —estaba fuera de mí— la arrogancia de este tío le nubla el cerebro.

—Perdóname Ángela, pero fue una decisión a la desesperada. Me duele que alguien con su potencial se convierta en… no sé ni como llamarlo.

—¿En un gilipollas?, ¡joder!, si ya lo es.

—Paciencia, por favor te lo pido.

Durante tres meses fue un infierno. No podía dejarle solo y le tenía permanentemente vigilado para que no tratara a patadas a los pacientes. Incluso en una ocasión se puso violento conmigo, y no lo volvió a intentar: Haans le cogió por el pescuezo y le dejó claro que no debía intentarlo otra vez. Con la ayuda de mi hermana, me costó mucho conseguir que le soltara y no le ahogara, pero no antes de que le hiciera una advertencia muy clara: «como la vuelvas a poner la mano encima, te mato».

De repente todo cambio, comenzó a estar más receptivo, mas «humano». La aparición en su vida de Latoya, una compatriota afroamericana que paso por la clínica para un problema de columna, tuvo mucho que ver. Su cambio fue tan grande, que no tuve necesidad de tenerle vigilado. Se convirtió en un tío competente y eficaz, incluso dispuesto a estar más horas de las necesarias en la clínica, no como antes, que salía corriendo como una liebre cuándo llegaba la hora; incluso ayudó activamente en la ampliación de la clínica.

Justo cuando se cumplió el año, le llamé a mi despacho, y le entregué su diploma firmado por detrás por mí.

—Ya puedes ponerte a ganar dinero, —le dije riendo—. Y convertirte en un capullo con bata blanca. 

—Quiero darte las gracias Ángela y, pedirte disculpas por haber sido un gilipollas.

—No te hagas ilusiones que todavía lo eres. Anda lárgate, —y cuando salía del despacho añadí—: si algún día te da por volver a ser un buen médico, nuestra puerta la tienes abierta.


 

No fue inmediatamente a ver a Jacob. Cuando llegó a Nueva York se dedicó a visitar a la familia y a los amigos. Fue a New Jersey, un pequeño estado fundador encajonado entre Nueva York y Pensilvania, en busca de Latoya, que unos meses antes había regresado a casa totalmente restablecida. Necesitaba clarificar ideas, tranquilizarse y tomar decisiones importantes para su futuro y para su vida. Tres semanas después de su regreso a Nueva York, fue a Columbia a ver a Jacob para la firma del título. Los dos se miraron sin rencor, se lo firmó y se estrecharon la mano.

Lo siento, —dijo Steven cuando se disponía a salir del despacho.

—¿Que siente usted Burton? —le espetó Jacob—. ¿No haber aprendido nada de la extraordinaria maestra que ha tenido?

Steven le miró con lágrimas en los ojos y rojo de vergüenza salió del despacho.


 

Los dos primeros años de la clínica fueron muy ajetreados, muchos pacientes, mucho trabajo y la ampliación. Necesitaba urgentemente un descanso. Desde que abrimos no había cogido vacaciones. Quería irme con José Luis lejos, muy lejos, estar sola con él. Recordar los felices días de Nueva York en nuestro pequeño apartamento que aun conservamos, y donde lo tenía solo para mí. Ahora es distinto, ahora lo tengo que compartir con familiares, amigos, sus negocios.

Mi querido Dr. Santiago colaboró con nosotras desde el principio de manera desinteresada. Por las tardes atendía a inmigrantes enfermos que no tenían recursos. Con la ampliación abrimos una consulta de ginecología que ocupó su hija y cuando decidí irme de vacaciones le pedí al Dr. Santi, como yo le llamaba, que se hiciera cargo de la clínica y aceptó encantado.

José Luis quería regresar a Argentina. No visitaba ese país desde que el Warrior atracó en la zona portuaria de Buenos Aires, cerca de la antigua Ciudad Deportiva de Boca Juniors. Lo hicieron para una parada técnica a causa de una avería, cuando se dirigían a su fatal destino en Auckland. Durante una semana, junto a varios tripulantes y siempre acompañados por el delegado para América Latina de Greenpeace, recorrió los tugurios bonaerenses más famosos y sórdidos. Alcohol, tangos, tabaco, y mate por litros. La primera en regresar al barco fue Katty McCafey, una irlandesita a la que le daban miedo las foquitas. Llego a ser varias veces ministra en los gobiernos laboristas de su país. Actualmente como Comisaría Europea de Ecología y Medio Ambiente se pone de los nervios cuando José Luis se mete con ella por su temor a los animales. Pero se enorgullece, aunque lo disimila, cuando recuerda que los dos fueron los primeros que se subieron con una zodiac encima de una ballena.

—No me imagino como te pudiste subir a una ballena, —la decía — con el pánico que te dan los animales.

—Las ballenas no me dan miedo, —decía sin mucha convicción—. Son simpáticas.

—Son muy grandes, —la insistía.

—Además, este me engaño, —dijo señalándole— no me dijo lo que iba a hacer.

Y la verdad es que era cierto. No la engañó, pero no la dijo lo que iba a hacer. Ese día, dos de las zodiac del Warrior intentaban interponerse en la línea de tiro de un ballenero noruego sin mucho éxito. El artillero era muy bueno y arriesgando mucho tiraba por encima de las zodiac acertando a las ballenas. Y entonces ocurrió.

—Katty, se me ha ocurrido algo, —la dijo—. ¿Lo intentamos?

—¿Qué quieres hacer? —le preguntó.

Una chorrada, —se lo dijo en español—. Te va a gustar, te lo prometo.

—¡Vale hazlo!esperó unos instantes a que la ballena emergiera y acelerando el motor de la zodiac se subió encima de su lomo.

—¡Vigila la cola! —la gritó. Pero Katty no estaba para vigilar colas. No paraba de chillar como una loca.

—¡Gilipollas, cabrón, hijo de puta! —le chilló con su voz estridente cuando termino la «cabalgad». Después de una pausa, añadió—: me he meado.

Volviendo a la fiesta, los demás fueron cayendo de uno en uno, los últimos en regresar fueron el y Toni Tyler, un norteamericano que llego a ser administrador de la Agencia de Protección del Medio Ambiente, en las administraciones demócratas de Kane, un presidente que tuvo un bochornoso incidente con un puro habano y una becaria.


 

Bueno Aires, que ciudad tal inmensa y tan cosmopolita con calles de ambiente parisino. Visitamos los tugurios tangueros y me harté de bailar con mi único amor. Me excitaba el bailar con nuestros cuerpos pegados en un ambiente tan «tanguero», inmersos en una humareda interminable y consistente. Cuándo regresábamos al hotel, le asaltaba en el ascensor y él, a duras penas, conseguía llegar a la habitación donde follábamos como locos.

Desde allí volamos mil y pico kilómetros hasta la zona sur de la Patagonia, a El Calafate, la capital de los glaciares donde estuvimos varios días. Allí visitamos la mayor atracción turística de la zona, el gran glaciar Perito Moreno, que con su impresionante frente de cinco kilómetros sirve de frontera entre Chile y Argentina. También, en la zona fronteriza, visitamos el Fitz Roy, una extraña y picuda montaña de 3.375 metros a caballo entre el Parque nacional Bernardino O’higgins en Chile y el Parque Nacional de los Glaciares. Se encuentra junto a otra montaña mítica, el Cerro Torre de 3.128 metros, formando un conjunto formidable que se alza sobre el glaciar Torre. Nos hospedamos en El Charten, donde José Luis había quedado con unos conocidos con los que pretendía escalar el Fitz Roy. Les acompañe hasta el campamento base, y desde ahí, con unos prismáticos de gran potencia y con el alma en un puño, seguí toda la ascensión. La coronación se produjo al medio día del 13 de Noviembre del 2.005. Esta fue la única ocasión que le he acompañado a una expedición de escalada fuera de España. Los nervios no me lo permiten, solo pensar que le pueda pasar algo me pone enferma, y sé con toda certeza que él lo comprende. A continuación, nos fuimos a Ushuaia, capital de Tierra de Fuego, la ciudad más austral del mundo, a orillas del canal del Beagle y rodeada por las montañas del Martial. Realizamos varias excursiones a lo largo del canal: islas Lobo, islas Bridges, la Pingüinera, donde cientos de miles de animales, si no millones, se amontonan en sus pedregosas playas. Allí, embarcamos seis días después en el yate de un amigo chileno llamado Arnulfo y del que yo no tenía noticias. Algo que me maravilla es la facilidad que tiene para encontrar amigos incondicionales en todas partes. El tal Arnulfo es un empresario chileno de izquierdas que jugo un papel importante, pero en la sombra, en la imputación del dictador Pinochet en sus procesos en España y Chile. Algunos, incluso, creen que era el «representante» de José Luis en ese asunto, algo que nadie ha podido probar. Solo diré que él, personalmente, y desde una ventana de Heathrow, vio con lágrimas en los ojos como el criminal se escapaba, con la complicidad del supuesto político de izquierdas y primer ministro británico Tony Blair en el año 2.000. El gran «patriota» murió acosado por la justicia chilena en el 2.006.

En su gran yate, el de Arnulfo, recorrimos el canal hacia territorio chileno y por el estrecho de Magallanes llegamos a Punta Arenas. Teniendo la ciudad como cuartel general, recorrimos toda la accidentada costa, llegando incluso a doblar el cabo de Hornos. Que frío tan intenso, tan brutal. Metida en mi ropa tecnológica, solo se me veía la nariz y el flequillo de colores. Definitivamente, sin ninguna duda lo mío es el calor. En nuestras largas salidas al mar vimos ballenas constantemente. Con ellas tengo una sensación rara, extraña. Noto como si quisieran comunicarse conmigo y como que puedo hacerlo, pero no sé cómo, y esa sensación me deja un tanto frustrada. Cuando se lo cuento, José Luis no pone cara de sorpresa y me anima a intentarlo. Como puede confiar tanto en mí con todo lo que ha pasado y todas las tonterías que he hecho.

—Porque no ha pasado nada y además te quiero, —me contesta siempre—. ¿No dicen que el amor es ciego?

Intente muchas veces concentrarme al máximo pero sin resultado, mi mente no estaba todavía lo suficientemente madura y entrenada para eso. Ocho años después, ocurrió algo maravilloso durante una visita al Loro Parque del Puerto de la Cruz, en Tenerife, pero eso es adelantarme a la historia.