lunes, 28 de noviembre de 2022

La Atalaya (capitulo 5)

 


Pedro era originario de Baena y su padre era un comerciante de ultramarinos que con tesón y esfuerzo había prosperado. Había ampliado la antigua tienda y con mucho empeño, aportando más horas de las que humanamente podía, comenzó a distribuir a los pueblos de alrededor. Uno de esos milagros inexplicables de los que no tienen más que su trabajo. Eso le proporcionaba una posición económica desahogada que les permitía vivir con ciertas comodidades y poder mandar a su hijo mayor a completar sus estudios a la capital. El resto de hermanos tendrían que quedarse en el pueblo, o cómo mucho, ir a alguna escuela laboral de la comarca.

Durante esos días, quiso el infortunio que una tía de Pedro enfermara gravemente y ante la posibilidad, más que cierta, de que falleciera, tuvo que salir apresuradamente hacia Baena. Un mes estuvo ausente, durante el cual Rafael releyó varias veces el libro, subrayando pasajes y haciendo anotaciones en los márgenes. Intentó encontrar más de Marx y Engels, y comprobó que lo que le había dicho Pedro era cierto: no se publicaban en España y en la biblioteca del colegio, bastante amplia, no solo no había nada, sino que la encargada nunca había oído hablar de los autores. También lo intentó en la biblioteca de la universidad, con el mismo resultado, aunque allí le dijeron que los títulos de ese autor “no estaban disponibles ni lo estarían nunca”.

Durante ese mes siguió con sus actividades escolares habituales y un buen día, un martes, a última hora de la tarde, Pedro regresó después de haber enterrado a su tía.

—¿Cómo ha ido todo?, —le preguntó.

—Como era de esperar. La enterramos el domingo.

—Lo siento muchísimo, te acompaño en el sentimiento, —dijo con la manera retórica habitual, y no hizo más hincapié porque no le vio muy afectado—. ¿Que tal el viaje?, 

—Demoledor, cien kilómetros en coche de postas. Te puedes imaginar.

—Dicen que quieren llevar el tren a tu pueblo, —dijo sin mucho convencimiento. 

—Ya llega, lo que no hay es estación en el mismo pueblo.

—Entonces a lo mejor es eso lo que he oído.

—En Baena siempre se está hablando de eso. De todas maneras, está en la línea de Linares a Puente Genil, no hay conexión directa y desde aquí tendría que hacer tres trasbordos. Ya sabes, por mi pueblo la modernidad no ha llegado todavía, —y riendo, añadió—. Ni ha llegado, ni se la espera.

—Estarás cansado.

—Estoy molido. Me voy a bañar para quitarme toda la mugre del viaje y a la cama, que me hace falta. Además, a partir de mañana tengo que recuperar todos estos días perdidos.

—Pues venga, a la cama.

—¿Sabes? A pesar del poco tiempo que llevo en Granada, me había olvidado de lo tremendamente retrógrada que es la vida en el pueblo, y que supongo que pasara también en los demás. ¿Te puedes creer que cuándo llegué a casa me encontré a mi tía, en la cama, abrazada a un gran cuadro del Cristo del Perdón? Se ha muerto de cáncer de colon y no la han podido tratar porque se ha negado en enseñarle el culo al médico. ¡Es increíble! El pueblo español está tan impregnado de fetichismo y fanatismo, que para cambiarlo haría falta un terremoto que lo hiciera desaparecer todo para empezar de nuevo.

—Que exagerado. Anda, no te enrolles más y vete a la cama…, y ya hablaremos, que seguro que mañana no lo veras tan negro.

 

Por unas cosas y otras estuvieron varios días sin poder conversar con tranquilidad. No querían hacerlo en la pensión, porque aunque el propietario era de confianza, había más gente y las paredes oían. Pero al final, una tarde se presentó la ocasión.

—Bueno, dime, ¿que te ha parecido?

—Pues no sé qué decirte, —respondió con sinceridad—. Posiblemente sea por mi vida agraria: no conozco otra cosa.

Se encontraban en el Alameda, conocido entre los granadinos como Gran Café, en la plaza del Campillo, un café con intenciones de ser “literario” pero que solo se quedó en las intenciones, al menos al principio. Más de una década después, llegó a su máximo y fugaz esplendor con la participación de García Lorca en su tertulia. Rafael siempre lamentó el no haber podido coincidir con el poeta.

El máximo exponente de la supuesta fauna literaria de la época, era un tal don José Centellas-Colibrí, un columnista esporádico del “El Defensor de Granada” y que habitualmente dirigía la sección necrológica del diario dónde escribía reseñas rimbombantes, y en algunos casos delirantes. Su entrada en el café era espectacular: pecho fuera, barbilla elevada y mirada superior, en un papel que solo se creía él. Sabía de todo, opinaba de todo, entendía de todo, y en algunos casos, cuándo era necesario, se lo inventaba todo. Además, tenía la mala y fea costumbre de no dejar hablar a nadie más.

El café estaba decorado a la antigua, en todo el sentido de la palabra: estaba todo tan viejo que se podría decir que el mismo Alberto Aguilera, ya tomaba café en él. Las mesas de mármol, de procedencia incierta y patas centrales con una filigrana de fundición, estaban dispuestas en tres filas relativamente paralelas intentando amoldarse a la irregular planta rectangular del recinto. Todo el conjunto estaba iluminado por unas arañas de cristal por donde hacia décadas que no aparecía el plumero, y en las que las verdaderas arañas construían su reino de hilos y trampas. Ese día, ya por la tarde, el café estaba poco concurrido, apenas tres o cuatro mesas, y Pedro y Rafael ocupaban una, en una esquina del local junto a la pared.

—Mira, te dije que abrieras la mente, —dijo Pedro.

—Y lo he intentado…

—¡No, no lo has hecho! Ten en cuenta que esto se escribió hace más cincuenta años, y en Alemania, que se parece a España como un huevo a una castaña.

—Pues entonces, tú me dirás, más a mi favor.

—¡No, no, y mil veces no! —respondió Pedro visceralmente en tono bajo para que no le escucharan—. Tienes que tomar el concepto, el espíritu de lo que Marx expone en el libro, ten en cuenta que esto lo escribió cuando en Alemania los obreros vivían en las fábricas con jornadas de trabajo descomunales, y con sus hijos trabajando como adultos.

—¡Ya!, tú lo has dicho, Alemania…

—¿Tu estas seguro que es distinto? —le interrumpió—. En los campos de Andújar, los jornaleros, ¿cuantas horas trabajan?, ¿y sus hijos?

—En La Atalaya no, pero la verdad es que sí, tienes razón.

—Yo sé que tienes inquietudes y que te das cuenta de que así no podemos seguir, —y después de una breve pausa, añadió—: esto se va a la mierda y los que peor lo van a pasar serán los de siempre.

—No olvides de donde procedemos tú y yo, —dijo Rafael— y tu todavía, pero yo soy un señorito andaluz.

—Venga ya, no me jodas. Tu no ejerces, y yo sé que no te gusta. Por algo quieres ser maestro.

—Mi padre no trata mal a sus jornaleros, —reflexiono—.  Aun así, se nota una servidumbre que detesto, lo admito.

—La tierra tiene que ser para quien la trabaja…

—¿Eso donde lo dice? En el librito este no.

—Unos años después si escribió sobre el tema. La tierra es para el que la trabaja.

—¡No! No nos pasemos o mucha gente se asustara, y no solo los terratenientes, y eso, te aseguro que es muy peligroso, —le interrumpió Rafael—. Mira, La Atalaya es de mi familia desde hace muchas generaciones y para mí eso es incuestionable. Además, mi padre trabaja un montón de horas administrando la finca.

—No te enfades, —dijo Pedro riendo—. Te estaba poniendo a prueba…

—¿A prueba para que? —le interrumpió Rafael con suspicacia.

—Estoy afiliado a un partido obrero que quiere aplicar el marxismo de forma moderada, —le reveló bajando aun más la voz, casi susurrando.

—Eso te puede traer problemas, —contestó Rafael mientras miraba a ambos lados para asegurarse que nadie les escuchaba. Finalmente, le preguntó—: ¿lo sabe tu padre?

—No, no, el no tiene ni idea y debe seguir así.

—Bueno. Pues cuéntame, ¿qué partido es ese?

—El Partido Socialista Obrero Español.

—Me suena de haber visto algún cartel pegado por ahí.

—Mira Rafael. Su fundador, Pablo Iglesias y la mayoría del partido somos conscientes de que el fin último del marxismo es una utopía. Eso nos llaman algunos: utópicos, pero no lo somos, somos realistas.

—¿Realistas en que?

—Somos conscientes de que es una ilusión pensar que los países van a desaparecer, que las fábricas pasaran a manos de los obreros que las dirigirán, que todo se va a colectivizar, que el dinero se abolirá y que todos seremos felices y comeremos perdices. 

—Me estoy perdiendo, yo creía…

—¡No! Todos se fijan en eso porque es lo más llamativo. El marxismo es mucho más, nos da una nueva manera de comprender y enfocar las relaciones laborales de manera mucho más justa. Nos da herramientas para profundizar en una democracia mucho más real y no en la pantomima que tenemos ahora. Queremos acabar definitivamente con la injusticia social, con la discriminación por razón de sexo o raza, que las mujeres y los gitanos puedan votar, y queremos pararles los pies a los curas…

—¿A los curas? Tú sueñas.

—No podemos estar siempre con: “cuidado con los terratenientes, o cuidado con los curas”, porque al final siempre terminan saliéndose con la suya.

—Sí, y estoy de acuerdo, solo te digo que desde los pulpitos esas cucarachas tienen mucho poder, y de acuerdo con los terratenientes saben utilizarlo. Solo eso.

—Sí, sí, lo sé…

—Solo digo eso, que cuidado.

—Mira Rafael, no pretendo adoctrinarte…

—¿No?, pues menudo discurso me estabas soltado.

—Es cierto, tienes razón, —respondió Pedro sonriendo—. Ya sabes que la pasión me ciega.

—Lo sé, no te preocupes.

—Solo quiero que me entiendas, que comprendas lo que estoy haciendo, —y añadió—: lo demás es cosa tuya, tú decides.

—Ya, por cierto, ¿puedes conseguirme algún libro más de Marx?

—Lo intentaré, pero es difícil.

—Yo he preguntado en las librerías…

—No me jodas que has estado preguntando por ahí. Te dije que era ilegal.

—Ya, pero pensé que estabas exagerando.

—¡Joder Rafael!

—También he preguntado en la biblioteca de la universidad.

—Y supongo que nada.

—Supones bien. De todas maneras, de todo esto vamos a seguir hablando en los próximos días, ¿verdad? —y mirando a Pedro, le dijo—: no me presiones, déjame tomar mis propias decisiones.

—Por supuesto, —y soltando una carcajada añadió—. Y si me paso, dame un capón.

—No te preocupes, lo haré… y procuraré que te duela. 

—¡Coño! Tampoco te pases.

—Bueno, ya veremos. Según cómo me pilles.

lunes, 21 de noviembre de 2022

La Atalaya (capitulo 4)

 


Rafael hijo salió triunfante como no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que contaba con la complicidad de su madre. La verdadera perjudicada fue Servanda, una niña que en lugar de estar jugando con muñecas estaba presa de la cabezonería de su padre. Debido a su espíritu apocado, sus hirientes palabras la hundieron aun más. Notaba su desprecio, como sí quisiera echar sobre ella la decadencia de la familia, de la que él era él único culpable. A la muerte de su padre no supo mantener las relaciones políticas y comerciales necesarias para salvar los contratos con los estamentos públicos o conseguir otros nuevos. Sabía que su madre tenía predilección por su hermano, pero a ella nunca le había racaneado la más mínima muestra de cariño. Al contrario, si de algo estaba segura, era del amor de su madre y de su hermano, sobre todo del último. Con él hablaba mucho, se lo contaban todo y por eso sabía, con mucha antelación, lo que iba a ocurrir aquella tarde del final de la primavera. A pesar del desprecio que sabía que su padre sentía por ella, lo que no esperaba es que fuera el chivo expiatorio y que su padre vertiera en ella su ira, su impotencia y su frustración.

Dentro de lo que cabe, la marcha de Rafael no constituyó para ella una tragedia insoportable. Durante todo el tiempo que estuvo en Granada se carteó semanalmente con él. En cambio, la relación con su padre fue a peor y él siguió volcando sobre ella un resentimiento irracional e injustificado. Era como si su frustración por la falta de influencia y perdida de poder de la familia la canalizara hacia su pusilánime hija. El golpe recibido por la falta de interés de su primogénito en los asuntos de la finca, fue mucho más duro de lo que el mismo quería admitir. Por primera vez, la tradición familiar se rompía y eso le sumió paulatinamente en la amargura, y cómo ya hemos visto, en el rencor y en el alcoholismo.

Su difícil relación se fue deteriorando lentamente hasta 1.913, el día que cumplió los 21 años. Ese día, su padre, que había estado festejando la jornada desde muy temprano, se presentó a la hora del almuerzo con una borrachera descomunal. Ni quiso, ni pudieron hacer que se fuera a la cama. Se refugió en su despacho, agarrado a otra botella de aguardiente y desde allí, atronando toda la casa con sus voces, insultó, abochornó y vejó inmerecidamente a su hija. Desde ese día, no se volvieron a dirigir la palabra.

Poco a poco, la relación con su madre también se fue enfriando. Servanda empezó a reprocharla la falta de apoyo frente a su padre, al contrario de lo que hacia con su hermano.

Su hermano supo evadirse de ese ambiente opresivo: se fue a Granada a estudiar y a vivir su vida. Tuvo el valor suficiente para hacerlo, un valor que ella no tenía, encerrada por decisión propia, en su propia soledad. Con su padre desentendiéndose de la finca cada vez más, (su alcoholismo era ya evidente), podían perfectamente haber contratado a un administrador, y aunque su madre tendría que permanecer junto a su marido, ella podría haberse ido a la capital con su hermano o a la casa del pueblo. Pero no lo hizo, ni siquiera se lo propuso a su madre: no tuvo valor. Eso lo lamentaría el resto de su vida.


 

Este año, 1.907, fue duro para el campo andaluz, en especial para la principal riqueza de Jaén y Granada. A principio del año anterior, una plaga de pulgón arrasó los campos de olivos jienenses. En Andújar la situación era catastrófica, pero por una vez el infortunio solo rozó a La Atalaya. Solo diez hectáreas de la zona baja más cercana al pueblo, se vieron afectadas. Eso permitió que la familia tuviera unos ingresos extras a causa de la descomunal subida del precio de la aceituna. Las consecuencias de la plaga se notaron en toda la comarca, donde la pobreza era patente en amplias zonas con el consiguiente aumento de la delincuencia. Esto agravó la situación existente, el año anterior, se produjo en Cádiz un grave incidente cuando un grupo de pobres, de ciudadanos desesperados, intentó embarcar por la fuerza rumbo a las Américas enfrentándose con la policía: arriesgaron la vida para poder huir de España en busca de un futuro mejor. En este ambiente, la inestabilidad social que comenzaba a recorrer España, tenía poco reflejo en una capital carente prácticamente de industria, con la excepción de la aceitera, que como ya he dicho no andaba muy boyante.


 

 

Desde el mismo momento en que llegó, Granada le gustó. A pesar de su evidente ambiente provinciano, había mucha diferencia con el clima social asfixiante y extremadamente cerrado de Andújar. Una diferencia, mucho más acentuada por el ambiente universitario de la ciudad.

Se hospedó en una pensión propiedad de un conocido de la familia que lo acogió como si fuera uno de sus hijos. Estaba situada en la antigua plaza de Bibarrambla próxima a la escuela donde completaría sus estudios. Posteriormente, si aprobaba, podría ingresar en la universidad para cursar la carrera de magisterio, que en aquellos años requería una doble titulación: maestro elemental y maestro superior que es lo que él quería cursar.

Todas las mañanas Rafael recorría los escasos doscientos metros que separaba la pensión del colegio donde completaría sus estudios de preparación universitaria. Entre las amistades que cosechó en la escuela, una le marcaría el resto de su vida. Pedro era uno más del grupito de amigos con los que se relacionaba. Desde el principio le conoció luciendo una barba fina y estilada que con ciertos trompicones le recorría el borde del mentón. El proyecto de bigote, necesariamente fino, tenía algunos problemas de espesor que Pedro solucionaba, al igual que la barba, con un lápiz graso, en una labor en la que demostraba mucha pericia y entrega. Se le notaba interesado en la política nacional y jamás rehuía la controversia, fuera con quien fuera, defendiendo opiniones que no se ajustaban a los cánones políticos tradicionales, por decirlo de alguna manera. Cómo decía Rafael, era capaz de polemizar hasta con una silla. Al poco tiempo, con el beneplácito del dueño de la pensión y gracias a sus gestiones, terminó trasladándose y ocupó un cuarto contiguo al suyo.

Una noche, después de cenar, Pedro entró en su cuarto con un librito metido en el bolsillo de la chaqueta.

—Te traigo algo, —dijo tocándose el bolsillo.

—Fantástico, un libro, —respondió tomándole el pelo después de echar un vistazo rápido—. Por lo menos parece pequeño.

—Si te vas a reír de mí me voy.

—Venga, no seas suspicaz, —contestó entre risas—. Enséñamelo, ¿qué es?

—Algo que te cambiara la vida.

—¡Joder! Pues entonces regálame mejor un décimo de lotería, ¿no crees?

—Deja el cachondeíto ya, por favor.

—¡Venga vale!, no te enfades. Enséñamelo.

Dando importancia a sus gestos, con mucha ceremonia extrajo el librito del bolsillo y antes de entregárselo lo miró con devoción casi mística mientras pasaba la yema de los dedos por la portada. 

—No te imaginas el trabajo que me ha costado conseguirlo. Esto está prohibido en España.

—¿No nos meteremos en un lío?

—¡Joder tío!

Alargó la mano y cogió lo que Pedro le tendía. En la portada, carente de decoración, leyó: "Manifiesto de los comunistas". Nunca había oído hablar de los autores: Karl Marx y Friedrich Engel no le sonaban de nada.

—¿De qué va? —preguntó.

—No pienso decirte nada. Abre la mente, léelo y luego hablamos. Solo te diré que lo escribieron para la Liga de los Comunistas Alemanes, ya sabes, lo que antes era la Liga de los Justos, en 1.848.

—¿Liga de los Comunistas?, ¿Liga de los Justos? No tengo ni idea. Menos mal que no es gordo, —y ante el ceño fruncido de Pedro, añadió rápidamente—: ¡Vale, vale! Cuándo tenga un momento lo leeré. Te lo prometo.

—Pero léelo con atención.

—Que si pesado, lo leeré con suma atención.

—Y si tienes…

—Que te he dicho que sí.

Esa misma noche y espoleado por la curiosidad, lo abrió por la primera página y comenzó a leer: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes». Le enganchó de tal modo que lo leyó de un tirón. Intentaba asimilar lo que leía y compararlo con lo que conocía: con el asfixiante ambiente agrario de Andújar. Sin resultado. Marx habla de obreros industriales y poco de campesinos a los que considera súbditos de la burguesía. Aun así, su doctrina le interesó y esperaba con impaciencia el momento de debatir con su amigo. Pero ese momento tardó en llegar.

martes, 15 de noviembre de 2022

La Atalaya (capitulo 3)


 


—Subes tarde, —dijo Segunda mirando el reloj que había encima de la chimenea mientras mecánicamente seguía con su labor de ganchillo.

—¿Te acuerdas de Rufino? —contestó Rafael ignorando la indirecta—. Rufino Estébanez, uno de Sabiote.

—¿No era un secretario del marques de Riosequillo? —contestó pensativa y su marido asintió—. ¿Que le pasa?

—Me lo he encontrado en la sala de lectura, —contestó con cierto toque de misterio.

—¿Aquí? No me digas.

—Pues sí, aquí.

—¿Y? —preguntó con impaciencia— ¿Qué?

—Que ahora es director general de Vías Pecuarias.

Se le quedó mirando, intentando asimilar una noticia tan sorprendente como inexplicable.

—¡Válgame Dios! —y después de una breve pausa añadió—. ¿Ese no fue el que dejó preñadas a varias sirvientas de marques?

—El mismo.

—Y que se desentendió de…

—Sí, sí, ese. 

—Tenias buena relación con él.

—Si, le ayude…, bueno a él no, a ellas, a dejar los críos en la inclusa de aquí. Fue por mediación de la gobernanta del palacio. Otra igual. Pero sí, me llevo bien con él.

—Madre mía, cómo un día las monjas hablen…

—Sabes muy bien que eso no va a pasar nunca: ya sabes que esos niños no llegan con una mano delante y otra detrás.

—¿Y cómo ha llegado a un puesto así?

—Cómo comprenderás no se lo he preguntado, pero me lo imagino: recuerda que el marquesito le comía de la mano, aunque algunos decían que también se lo calzaba.

—No seas soez Rafael. Menudo idiota está hecho el marquesito. Recuerdo ahora que alguien me comentó que el tal Rufino montaba también a la marquesa.

—¡Uy, seguro sí!, tiene pinta de disparar a todo lo que se mueve sea lo que sea… ya sabes.

—A si que, director general de Vías Pecuarias. ¿Nos puede beneficiar en algo?

—En nada, en La Atalaya no hay vías pecuarias, solo hay una que recorre parte de la linde occidental, pero por fuera.

—Hay que ver como espabila la gente, —dijo Segunda pensativa—. Y tendrá despacho, secretaria, ayudantes…

—Y un buen sueldo, —añadió Rafael interrumpiéndola mientras hacia un gesto muy característico con los dedos—. Y alguna que otra cosilla, ya me entiendes. Sabes muy bien que a ese experiencia no le falta.

—Sí, sí, seguro. De todas maneras, que cargo tan raro: ¿vías pecuarias?

—Hace poco leí en el periódico, que a uno que tenían que darle un cargo como fuera, le habían nombrado director general de Señales Marítimas.

—¡Qué barbaridad!, —exclamó Segunda soltando una carcajada— ¿A donde vamos a llegar?

—A donde ellos quieran. Este es un país de corruptos, mangantes y correveidiles: siempre lo ha sido y siempre lo será.

—¡Qué vergüenza! Así va el país, —dijo Segunda cómo si eso no fuera con ellos—. Ahora cualquier pintamonas puede subir: ya no hay respeto a las clases sociales.

—Tienes razón querida, tienes razón.

—Un día de estos, tendrás que pedir permiso a tus peones para hacer cualquier cosa en casa.

—¡Qué exagerada!

—Ya lo veras. Al tiempo. Ese partido nuevo que se ha creado me da mala espina: esos la van a liar. Creo que se llaman socialistas.

—Pero mujer, si son cuatro gatos.

—El otro día, en el comedor, una señora catalana me dijo que habían creado algo llamado sindicato, y que su marido estaba muy preocupado. Creo que tienen una fábrica textil en Barcelona.

—Yo también lo he leído en el periódico, pero no hay de que preocuparse, te lo repito: son cuatro pitos y un tambor.

—Tu de todas maneras estate atento.

—Que sí mujer, que sí.



Los días se hacían interminables en este caluroso comienzo de verano. El calor pegaba ya fuerte a comienzo de junio y todavía quedaba por lo menos un mes para que naciera. Era normal que las madres con recursos llegaran a Marmolejo un par de meses antes de parir. Tenía cierta gracia oír lo que se hablaba en los corrillos de primerizas o veteranas contándose sus dolores, sus náuseas y sus achaques, eso cuándo no destripaban a alguna con comentarios y chismorreos.

La vida era un tanto monótona, demasiada tranquilidad, pero es lo que se espera de un lugar cómo este, es un balneario y aquí se viene a descansar y aparentar, sobre todo esto último. A pesar de sus ostentosos embarazos, las zonas comunes del hotel eran un lugar de exhibición de las futuras madres, algunas con indumentarias francamente estrafalarias que más que ir a la moda iban haciendo el ridículo, ante la mirada suficiente de las demás.

Cuando nació el nuevo Rafael, aun estuvieron un mes en Marmolejo mientras Segunda se reponía del parto. Después, llegó la presentación oficial a la sociedad andujareña: el bautizo. Previamente, todas las grandes familias fueron pasando para presentar sus respetos y conocer al nuevo miembro de este círculo cerrado que era, como ya he dicho, la agroburguesía del pueblo. Y todo a pesar de la perdida de poder de la familia, que ya era evidente. Rápidamente, habían pasado a un segundo plano y el rencor de los nuevos poderosos hizo que la familia perdiera importantes contratos con el estado y el ejército, y lo que es peor, tuvieron que comerse varios pedidos ya entregados y que nunca lograron cobrar. Era muy evidente lo que estaba pasando, y se sospechaba de la “mano negra” de sus enemigos políticos que estaban ajustando antiguas cuentas. Y todo acentuado por el desastre del 98 que terminó por paralizarlo todo. Poco a poco, la familia fue reduciendo el volumen de negocio, principalmente en lo referente al ganado. A Rafael se le humedecían los ojos cuando veía las escasas 200 cabezas y recordaba las miles que llegaron a tener. Las finanzas de la finca se salvaban mínimamente gracias a la cosecha de la aceituna que era abundante, y al aceite de oliva. Con el pueblo lleno de enemigos peligrosos, la familia se recluyó aun más en La Atalaya, donde esporádicamente, se reunían con algunos antiguos amigos, igualmente represaliados, fuera de los ojos rencorosos de los nuevos lideres políticos de la derecha andujareña y jienense. Rememoraban con nostalgia y resentimiento, tiempos que sin duda fueron mucho mejores para ellos, pero no para sus actuales enemigos.


 

Tres años después, nació Servanda, segunda hija del matrimonio Morales. Lo hizo como sus antepasados en Marmolejo, pero no en el mismo hotel que su hermano, sino en un establecimiento inferior, pero limpio y digno. La cosa no estaba para derroches innecesarios y mucho menos improductivos.

La vida en La Atalaya era tranquila y monótona. El nuevo Rafael pronto demostró ciertas inclinaciones intelectuales que no tenían nada que ver con los olivos y el ganado. Con cuatro años aprendió a leer gracias a Segunda y con seis, leía libros fáciles bajo la atenta supervisión de su madre. Todo esto ponía de los nervios a Rafael padre que culpaba a su mujer de mimarle y malcriarle: él hubiera preferido un niño más “machote” por decirlo de alguna manera.

Con siete años comenzó a asistir a la escuela de don Andrés. Todos los días, un empleado de la casa recorría con el niño, en coche de caballos, los 20 kilómetros que había hasta el colegio. Esto marcaría su futuro definitivamente. En los años que estuvo con él se impregnó de su espíritu, de su talante y de su forma de ver las cosas. Su padre, cada vez más enfadado, intentó varias veces que dejara esa escuela y mandarlo a otra, pero siempre encontró la oposición tajante de su esposa. Cuando su hijo tenía doce años desistió, no le quedó otra alternativa que admitir la realidad. Por primera vez en la historia de la familia, su primogénito no le sucedería al frente de La Atalaya, aunque según la tradición familiar, le correspondía a él.

Dedico todo su esfuerzo a formar a Servanda, pero era un paripé ante los demás: no la dio la más mínima oportunidad, la rechazó de plano e injustamente la culpó de todo. A ella que en este asunto era una mera espectadora. Estaba condenada de antemano y según su padre, para lo único que estaba dotada era para mover el abanico. Fue el primer síntoma de un trastorno psicológico que con el tiempo se agravó con el alcoholismo. ¿Cómo podía culpar de algo así a una cría de ocho o nueve años? Parece que buscó un chivo expiatorio, alguien en quien descargar su frustración y su impotencia, y lo encontró en la más débil, en ella.


 

A pesar de la paulatina decadencia de la familia, en La Atalaya se seguía viviendo bien y en ella crecieron los dos hermanos. Desde el primer momento se vio que los dos eran muy distintos. Ella rubia, de aspecto enclenque y enfermizo (la familia sospechaba que los genes de Beatriz, que era rubia, eran los responsables), y él, fuerte y moreno. Desde pequeña se vio que era una niña retraída y poco abierta. Los intentos de su madre para que se relacionara con los hijos de los empleados de la finca, siempre fueron infructuosos: a diferencia de su hermano, nunca tuvo amigos entre ellos. Cuando tuvo edad suficiente, comenzó a acompañar a Rafael a la escuela de don Andrés. Su madre quería, a la fuerza si era necesario, que se relacionara con otros niños, pero fue infructuoso. Aunque atendía al maestro y era muy aplicada en los estudios, en el patio siempre se mantenía al margen de juegos y carreras, y se sentaba en un rincón leyendo algún libro o simplemente abstraída en sus pensamientos. Sobre el extraño comportamiento de Servanda, su madre habló varias veces con don Andrés. Él siempre la tranquilizó en el sentido de que la niña no era tonta ni retrasada, al contrario, los buenos resultados de sus estudios lo corroboraban. Simplemente era así, tenía esa forma de ser y desde luego intentar forzar un cambio radical en la rutina de la niña podría ser perjudicial.

Su mejor amigo era su propio hermano y en él siempre encontraba refugio: a su lado se acababan los problemas y los temores. Esa forma de ser tan retraída la marcaría durante toda su vida. Nunca se casó y jamás se la conoció ningún tipo de relación romántica, pero eso no era un misterio, para lo que la conocían era fácil, nunca la tuvo, al menos públicamente. Terminado su periodo escolar, que como ya he dicho la obligaba a salir de la finca, se recluyó en su interior y rara vez salía. Incluso la ropa se la hacia una modista que la visitaba periódicamente en La Atalaya. A diario salía con Jazmín, su yegua cartujana, y recorría la finca y las adyacentes. Se las conocía de memoria, sabía todos los rincones y en ocasiones, atravesando el bosque de encinas por una ruta trazada por ella misma, se acercaba al Santuario, y allí, se sentaba en una piedra y se pasaba horas con sus meditaciones. Nunca entraba a rezar, no la gustaba hacerlo en público: cuándo lo hacía era en la capilla del cortijo.

Al principio no odiaba a su padre, a pesar de las vejaciones que sufría de él no era capaz de hacerlo. Eso la deprimía y su autoestima se desplomaba: «no valía ni para eso» pensaba. Su hermano, que era el único que conocía todos sus problemas psicológicos, (su madre solo lo sospechaba) luchaba contra esos pensamientos negativos y normalmente conseguía levantarla el ánimo y hacerla reír.


 

—¿Qué tienes pensado para el futuro, ser un pobre maestrillo de pueblo? —aullaba Rafael padre con todas sus fuerzas. Aunque esperada, la noticia le pilló desprevenido. Se negaba a creer lo que hace mucho tiempo sospechaba. La noticia que acababa de recibir era la confirmación definitiva.

—Comprende que es su decisión, que es su vida, —terció Segunda—. Rafael, tienes que ser comprensivo.

—¡Qué cojones comprensivo! —volvió a estallar—. ¿Quién va a dirigir esto cuando no estemos? —y señalando a Servanda añadió—: ¿esta, que tiene una cabeza que solo sirve para llevar el sombrero?

Servanda miró a su padre de reojo con una mezcla de odio reprimido y terror. Mientras, su hermano se la acercó y la acaricio con una sonrisa.

—No la metas a ella en esto: es entre tú y yo, ¿o ya no recuerdas que tiene trece años? No es culpable de nada, —dijo a su padre de forma moderadamente seca. Con dieciséis años, no era persona que se arredrase con facilidad y además era tenaz como su madre. Luchaba hasta la extenuación por lo que creía justo. En la sociedad andujareña las injusticias no faltaban, y por lo visto en su familia tampoco—. Sabes perfectamente que esto no es lo mío y nunca lo ha sido.

—Tienes una obligación, un deber con la familia. 

—Tengo una obligación conmigo mismo, y es una decisión ya tomada, por mí, —le dijo haciendo énfasis en las dos ultimas palabras. Quería a su padre como el buen hijo que era, pero no soportaba su despotismo, los arranques de ira y los despiadados ataques a su hermana. Cuando se producían, los combatía con calma y tranquilidad. Y eso, exacerbaba aun más a su progenitor—voy a ir a Granada a completar mis estudios y si puedo, a entrar en la universidad. Si es con tu ayuda te lo agradeceré siempre, no lo dudes, si no, ya me las arreglaré.

—No hijo, —intervino su madre—, ayuda vas a tener, de una manera u otra, la tendrás.

—¡Claro!, ponte de su parte, —dijo Rafael más sosegado—. Como siempre.

—No es eso, el chico quiere seguir su propio camino, es normal.

—Que cojones va a ser normal. Lo normal es que siga la tradición de la familia.


miércoles, 9 de noviembre de 2022

La Atalaya (capitulo 2)

 


Cuando llegó a Andújar, con toda la parafernalia de un traslado de esa magnitud, comenzó la construcción de la “La Atalaya”, la nueva casa familiar. A don Rogelio, en agradecimiento por los servicios prestados, le vendió a bajo precio trescientas hectáreas y le regalo otras cien, en la misma carretera del Santuario, donde construyó su casa con aire de hacienda mexicana: Villa Juanita. En ella vivió con su pareja, una mexicana mestiza zapoteca de la que se desconocía todo, incluso si estaban casados, pero a la que todos trataban como la gran señora que sin duda era.


 

En 1.829, un 21 de marzo, nació el primogénito, por supuesto también Rafael, fruto de su apresurado matrimonio con una cría de diecisiete años de una familia de cuna señorial, patrimonio escaso y cuarenta años más joven. El nacimiento, que fue muy movido, coincidió con la fecha del terremoto de Torrevieja, donde fallecieron casi cuatrocientas personas. La mayor parte de los habitantes de Andújar no se enteró del temblor, aunque algunos listos aseguraron que si, entre ellos Rafael. 

La joven madre siguió pariendo hijos a un ritmo de uno al año. Parecía que el padre quería recuperar el tiempo perdido y repoblar Andújar el solo. Las malas lenguas aseguraban que en esa labor tenía ayuda, porque el solo no podía con una mujer tan briosa como la suya. Fuera como fuese, cuando llegaros a doce, pararon, principalmente porque a causa de un accidente domestico, la coz de una mula, Rafael se quedó imposibilitado de cintura para abajo cuando ya pasaba muy de largo de los setenta años. Se hizo fabricar una silla con andas con la que un par de braceros le llevaban a todas partes como en la Roma clásica.

Finalmente, cuatro años después, falleció y un nuevo Rafael heredó la finca. Está quedó sensiblemente mermada por el reparto con sus once hermanos. La juventud del primogénito y la forma de hacer las cosas de su madre, que como tutora, quería contentar a todos los hijos, fueron las culpables. El proceso terminó como el Rosario de la Aurora y cuando por fin tuvo el control de su parte de La Atalaya, que como primogénito contenía la casa familiar, trabajó duro para devolverle el esplendor que tuvo con su padre. Fue un proceso traumático que duró años y con alguno de sus hermanos no volvió a hablarse jamás. Después de aquello juro que nunca tendría tantos hijos, y lo cumplió, solo tuvo dos: chico y chica.


 

Se casó en 1.856 con una joven de familia acomodada del pueblo. Tuvo que aplazar varios meses la boda por la muerte repentina de su madre a los 43 años. Al parecer fue victima de unas fiebres poco claras que algunos maledicentes, identificaron como sífilis. Por supuesto, sobre el asunto se echó el más tupido de los velos y se aceptó la versión oficial, a pesar de que se rumoreaba que varios braceros de la finca habían enfermado también del mal francés. 

Con la ayuda de Antonia, su flamante esposa, que entendía de ganadería, y de Rogelio, que hacia años que a pequeña escala lo hacia en Villa Juanita, comenzó a criar ganado en la explotación familiar. Gracias a ello, La Atalaya, se empezó a recuperar del desastroso reparto familiar y comenzó su época de máximo esplendor. Diez años después de la muerte de su padre, había recuperado las partes de sus hermanos: unos, porque se las cedieron para que las administrase, y el resto, acuciados por las deudas, fruto de la buena vida y la mala gestión de sus propiedades. 

En 1.857 nació un nuevo Rafael, el primero de los de Marmolejo y tres años después le seguiría su hermana. Para evitar problemas de derechos entre los hermanos, Rafael padre redactó un testamento por el cual la dirección de la finca recaída en el primogénito, pero los beneficios se repartían a partes iguales entre los dos. 

Como ya he dicho anteriormente, La Atalaya conoció el periodo de mayor esplendor durante los siguientes cincuenta años. La finca tuvo su ultima ampliación, pequeña en comparación con el resto de la propiedad, pero significativamente importante para el futuro comercial del cortijo aunque terriblemente cara. Y así es, 160 hectáreas de dehesa a precio de oro que abrió definitivamente La Atalaya al río Jándula, que como una gran serpiente, rodeaba en un abrazo amoroso el cerro del santuario. Con esas pocas hectáreas, la finca llegó a las 13.500, pero lo más importante es que proporcionó una entrada al río de kilómetro y pico.

Rafael introdujo cerdos ibéricos, que es el animal idóneo para dehesas y multiplicó las cabezas de ganado bovino. Logró firmar, gracias a sus buenas relaciones políticas, un ventajoso contrato de suministro de carne para el ejército, en el que varias manos anónimas se beneficiaron, cómo es habitual en la historia no oficial de España.


 

La Atalaya estaba a casi 20 km de Andújar, demasiado lejos para mantener y frecuentar sus nuevas relaciones personales y políticas. Los Morales necesitaban sin falta trasladar al pueblo su residencia habitual, y a tal fin, compraron una edificación señorial que ocupaba una manzana entera en el centro del pueblo junto a la iglesia de Santa María. Al poco tiempo de su inauguración oficial, todo un evento en el pueblo, la nueva residencia se convirtió en el centro social de la clase alta de la comarca. Bajo la dirección de Antonia, que demostró una maestría insospechada en todo lo referente a asuntos mundanos a los que no estaba acostumbrada, los actos sociales, y algunos otros, eran constantes. No pocos negocios y tratos de todo tipo se cerraron entre los muros de la casa, muchos de ellos poco claros. La corrupción no es algo nuevo producto de la España democrática como algunos quieren hacer creer, esta profundamente enquistada a todos los niveles en la sociedad española desde hace siglos, dónde diversos personajes han medrado, y medran a la sombra de los cargos públicos. 


 

Los últimos años de la monarquía parlamentaria de Isabel II fueron convulsos, tanto que terminó exiliándose en Francia en 1.868, abdicando posteriormente en la persona de su cuarto hijo: Alfonso. España es una jaula de grillos y las lumbreras de la época proclamaron una monarquía democrática, pero no tenían rey. Rápidamente, comenzaron a buscar alguno disponible y lo hallaron en Amadeo de Saboya, hijo de Francisco José I de Italia. Pero cuando llevaba un tiempo en el país y vio el panorama, salió corriendo asustado y se refugió en la embajada italiana. Ese día, el 11 de febrero de 1.873, se proclamó la I República Federal y en sus escasamente dos años de existencia se desencadenaron tres guerras. Tal fue el desbarajuste, que su primer presidente, Estanislao Figueras, dejó la dimisión encima de la mesa de su despacho y sin decir nada a nadie, se fue a Atocha, cogió un tren y se bajó en París. El 29 de diciembre de 1.874, el general Martínez Campos, en las inmediaciones de Sagunto, proclamó rey por la fuerza a Alfonso XII. Los que se quejaron, lo hicieron con la boca pequeña, miraron a otro lado y comenzó una nueva Restauración monárquica.

En 1.869, Antonio Cánovas del Castillo y Francisco Silvela, pusieron las bases del futuro Partido Conservador, que junto al Liberal, serian los protagonistas de medio siglo de la historia de España. Los dos partidos se expandieron rápidamente por la geografía nacional y Rafael de Morales (hacia poco que había conseguido, gracias a generosas “donaciones”, el derecho a incluir el «de» antes del apellido), se convirtió en el representante de Cánovas y Silvela en el pueblo. Siempre en la sombra, Rafael dirigió con mano firme y segura la vida política de Andújar en connivencia con el representante del Partido Liberal, que curiosamente era su cuñado. Entre los dos, acordaron alcaldes, concejales, secretarios y cualquier cargo publico ávido de poder, mientras ellos llenaban las alforjas de manera casi descarada. 

De manera repentina, y cuando estaba en el apogeo de su poder, Rafael murió a los 60 años. Rápidamente sus compañeros de partido maniobraron para hacerse con el control ante la falta de interés del nuevo Rafael. Ese hecho supuso que el centro del poder político se desplaza lejos de la residencia familiar y por lo tanto la capacidad de influir políticamente en los negocios se esfumó.


 

Dos años antes, se produjo un nuevo acontecimiento nupcial en el pueblo. El mayor de los Morales se casó con una señorita de Jaén capital, de la familia López Marchena, Beatriz. Desde el primer momento, el ambiente pueblerino de Andújar la desagradó y la joven pareja fijó su residencia en La Atalaya. Allí, Beatriz creó su mundo particular del que rara vez salía salvo para ir a Marmolejo en dos ocasiones. Era una gran lectora y los libros se los traían por toneladas desde una librería de la capital. A diario montaba a caballo sin importarla las inclemencias del tiempo, y con frecuencia, le llevaba la comida a su marido si este no podía pasar por casa. También se dedicaba a atender a los hijos de los aparceros que dependían de La Atalaya. Creó una pequeña escuela que encomendó a un joven fraile que hacia la misa a diario en la capilla del cortijo. Beatriz tuvo dos hijos, como ya empezaba a ser habitual: Rafael por supuesto, y Camila. La vida en La Atalaya era tranquila, sosegada, al gusto de Beatriz. A pesar de la perdida de influencia económica de la familia, los recursos de que disponían eran suficientes para que no sufrieran ningún tipo de penurias. Beatriz falleció repentinamente a causa de una caída del caballo cuando este se asustó con una culebra. Rafael nunca se sobrepuso a la tragedia, pero con los hijos pequeños tuvo que tirar para adelante por narices. Cuando su primogénito alcanzó la mayoría de edad, le cedió la dirección de la finca, aunque ya lo hacia desde hacia tiempo. Al poco tiempo apareció muerto en el mismo lugar donde murió su amada Beatriz. Se disparó en el pecho con su escopeta de caza.

Rafael, su hijo, su caso en 1.888 con una nieta de Rogelio Iribarren: Segunda. Se conocían desde que eran pequeños y a todo el mundo le pareció lógico. Siguieron viviendo en La Atalaya, en cuyo panteón reposaba ya, gran parte de la historia familiar conocida.

jueves, 3 de noviembre de 2022

La Atalaya (capitulo 1)

 


PRIMER PARTE.

 

Capitulo 1 

 

Hacía frío. Una ligera escarcha cubría los rojizos campos de Andújar a esa hora temprana. Hacia poco más de un par de horas, que la claridad comenzó a inundar lentamente un paisaje de olivos hasta donde la vista alcanza dentro de ese relieve ondulado. Los perros, tres vigorosos podencos, de pelo recio y estilizados como suspiros, corrían entre ellos envueltos de una vitalidad arrolladora. José, con las solapas de su chaqueta de pana subidas y la gorra calada hasta las cejas, contemplaba la escena desde lo alto de su caballo sin sacar la mano izquierda del bolsillo. En ese momento era feliz, el campo, el frío de la mañana, los animales, la soledad. A lo lejos La Atalaya, la casa familiar, un cortijo blanco y señorial, en un cerrito que se agarraba a las faldas del monte del santuario como una verruga. 

Parecía mayor de sus quince años, sin duda fruto de la buena alimentación de una familia de maestros y antiguos terratenientes venidos a menos. Su padre Rafael, último de una larga lista con el mismo nombre y primogénito de la familia Morales, heredó oficialmente, como Dios manda, la dirección de la finca a la muerte del suyo, aunque la propiedad estaba compartida con su hermana, a la que cedió la dirección real: hacia muchos años que no quería saber nada de ese tema. En ese momento, la finca solo era algunos miles de olivos, tres vacas viejas, un par de mulas, un caballo, y los tres perros: nada que ver con lo que llegó a ser. En sus buenos tiempos, más de treinta personas, todas del pueblo, trabajaban a diario en la finca entre criados, guardeses, vaqueros y peones. Pero Rafael no estaba hecho para eso, y desde muy joven sus inquietudes iban por otro lado. 

Estudió para maestro en la Universidad Granada y encontró tiempo para tirarle los tejos a una muchachita muy especial que también estaba en la capital estudiando: una Gil, una familia con bastante influencia en Andújar y su comarca. Desde muy pequeña ayudaba a su abuelo, representante desde sus orígenes del Partido Conservador, a empaquetar las monedas con las que compraba el voto de campesinos y jornaleros. Posteriormente, su padre Fabián rompió la relación de la familia con los conservadores. Nunca tomó partido por ninguna otra formación: aborrecía la política, a los políticos y todo lo que representaban.

Su relación con Rafael, desde el principio no cayó bien. Don Fabián no tenía problemas con los Morales, pero si con él, al que consideraba poco involucrado con los de “su clase”. El futuro no depararía nada bueno a los Gil. Desde el advenimiento de la República, la familia estaba muy vigilada, en particular su abuelo, artífice de un gran número de desmanes oligárquicos y al que muchos se la tenían jurada. De todas maneras, tal era su poder que los jornaleros de izquierda no se planteaban iniciar acción alguna contra la familia, por lo menos, en un principio. El ambiente en la zona en particular y en España en general, se iría enrareciendo paulatinamente hasta culminar varios años después en una hecatombe que sumiría a este país en la desesperación, el odio y el ajuste de cuentas.

Pero todavía no es el momento, esta historia empieza mucho antes, y terminara mucho después. Desconocedor de su futuro, que imaginaba incierto, intentaba saborear estos instantes que sabía llegaban a su fin al día siguiente.


 

Rafael no nació en Andújar. Como todos los terratenientes y miembros de la clase pudiente del pueblo, nació en Marmolejo. Unos años antes, ese pueblo no era gran cosa. Un puñado de casas de labriegos y jornaleros, en torno a una iglesia mediocre, un convento de monjas a cuya inclusa iba a parar el fruto de los pecados, más o menos inconfesables, de los señoritos jienenses, y algo más retirado, en un extremo del pueblo, el muy corriente y envejecido palacio del marques. Hacia años que nadie le veía por ahí y era mantenido por un matrimonio de guardeses, tan viejos, que no me extrañaría que participaran en su construcción.

A escasos quinientos metros del núcleo de casas blancas, rodeado ya por el comienzo de un mar de olivos y flanqueado por el Guadalquivir, se encontraba el paridero de esposas, y alguna que otra mantenida, de la agroaristocracia de Andújar y su comarca. Aprovechando un manantial de aguas minerales junto al río, comenzó a construirse el núcleo de lo que seria el balneario, en torno al que se instalaron, en un primer momento, un hotel y varios hostales de diversa categoría.

Las aguas minerales del pueblo se pusieron de moda en toda España de manera inexplicable, gracias a que el balneario fue adquirido en subasta publica por un diputado en Cortes y miembro del Consejo de Estado, que se encargó de darle la publicidad necesaria. Es una de esas rarezas de la burguesía española. Lo cierto es, que gracias a la afluencia del turismo de “agüistas” de más o menos calidad, comenzaron a aparecer más hoteles, hostales, pensiones, restaurantes, cuatro casinos, cuatro joyerías, tres cines, un teatro y varias boutiques, que estaban al tanto de la moda francesa. Todo esto se complementaba con más de treinta tabernas para todo tipo de clientes. Durante la década final del siglo XIX, no era extraño ver por el pueblo, y ante la mirada anhelante y servil de los marmolejeños, a banqueros, políticos, empresarios y todo tipo de fauna aristocrática habida y por haber, real o ficticia, además de escritores, científicos, artistas y políticos.

Toda esta tropa, como siempre, vivía es su mundo particular, mientras la nación se sumía en uno de los periodos más desastrosos de la historia de España. O por lo menos eso creíamos, porque con el tiempo descubriríamos que todo siempre es susceptible de empeorar. En este marco, en la primavera de 1.890 los padres de Rafael llegaron al pueblo y se hospedaron en el Gran Hotel, anexo al manantial. Segunda, su madre, estaba de siete meses. 

El Gran Hotel era la mejor y más ostentosa instalación hotelera de la población, poco asequible a la mayoría de los mortales. Pero ellos no tenían problema, y aunque lo tuvieran, por supuesto no lo admitirían. La familia ocupaba desde hace tiempo, una posición de privilegio que procuraban demostrar en todo momento y de la que, de alguna manera, alardeaban.


 

La historia familiar estaba envuelta cómo tantas otras en las brumas del tiempo y la fantasía. La versión oficial es, que un Morales llegó a México para acompañar a Juan de Oñate en la expedición que en 1.598 cruzó el río Bravo, iniciando la conquista de Nuevo México y Texas. Anteriormente, otro Morales acompañó cómo navegante a Colón en el tercer viaje al Nuevo Mundo, pero de él no se sabe mucho más. El Morales de México, se estableció en el sur de Texas, para más tarde, regresar definitivamente a México, donde hizo fortuna. Esta era la versión oficial que era la que daba más empaque y prestigio a la familia, por aquello del «héroe conquistador», pero eso no significaba que fuera la correcta. En la intimidad de la familia, y apoyada por documentos familiares, la versión aceptada es, que como miembro de la Compañía de Jesús, un Morales llegó en 1.680 a México para sustituir a los franciscanos cuándo estos cayeron en desgracia con la Corona española. Se estableció en la recién fundada ciudad de Paso Norte, posteriormente rebautizada como Ciudad Juárez, donde inicio su labor evangelizadora. Después, no hay noticias de ningún Morales hasta ciento cincuenta años después. Incluso hay la posibilidad de que todos estos legendarios Morales estén relacionados, de alguna manera.

Lo cierto es que el tatarabuelo de los actuales Morales, estaba establecido en la ciudad de Veracruz en torno a la primera década del siglo XIX. De como la familia llego desde la frontera del río Bravo a esta ciudad portuaria es un misterio, nadie lo sabe, pero si es cierto que había logrado amasar una considerable fortuna, y que había una evidente conexión entre los dos personajes: el fraile y el terrateniente. 


 

Las cosas comenzaron a ir mal desde que en 1.810, el “Grito de la Dolores” marcó el comienzo de la Guerra de Independencia que duraría 11 años. Desde el comienzo, vio que la cosa pintaba mal para los intereses coloniales españoles. En previsión, este Rafael tatarabuelo, comenzó a vender poco a poco sus propiedades, comenzando por las menos importantes. Los fondos obtenidos los fue acumulando en lugar seguro, hasta que con el fin de la guerra napoleónica en 1.814 y el advenimiento del absolutismo con el rey Fernando VII, mandó a Andújar a uno de sus hombres de confianza: don Rogelio Iribarren. Rogelio, mexicano de nacimiento y español de origen y corazón, comenzó a comprar terrenos en la carretera del Santuario, aunque poco a poco fue ampliando sus adquisiciones al propio casco urbano. ¿Por qué eligió Andújar cómo lugar de destino? No se sabe nada de la relación de los ancestros Morales con la localidad, todo es un misterio: el origen del apellido Morales esta en la zona de Santoña, en Santander.

Mientras tanto, en México, consumada la independencia en 1.821, la situación siguió empeorando para los intereses de Rafael. Un año después, decidió liquidar lo que quedaba y viajar a España. Cuándo en 1.829, el gobierno mexicano decretó la expulsión de todos los españoles, ya hacia varios años que no quedaba ningún Morales a ese lado del Atlántico, al menos, que se sepa.