Cuando llegó a Andújar, con toda la parafernalia de un traslado de esa magnitud, comenzó la construcción de la “La Atalaya”, la nueva casa familiar. A don Rogelio, en agradecimiento por los servicios prestados, le vendió a bajo precio trescientas hectáreas y le regalo otras cien, en la misma carretera del Santuario, donde construyó su casa con aire de hacienda mexicana: Villa Juanita. En ella vivió con su pareja, una mexicana mestiza zapoteca de la que se desconocía todo, incluso si estaban casados, pero a la que todos trataban como la gran señora que sin duda era.
En 1.829, un 21 de marzo, nació el primogénito, por supuesto también Rafael, fruto de su apresurado matrimonio con una cría de diecisiete años de una familia de cuna señorial, patrimonio escaso y cuarenta años más joven. El nacimiento, que fue muy movido, coincidió con la fecha del terremoto de Torrevieja, donde fallecieron casi cuatrocientas personas. La mayor parte de los habitantes de Andújar no se enteró del temblor, aunque algunos listos aseguraron que si, entre ellos Rafael.
La joven madre siguió pariendo hijos a un ritmo de uno al año. Parecía que el padre quería recuperar el tiempo perdido y repoblar Andújar el solo. Las malas lenguas aseguraban que en esa labor tenía ayuda, porque el solo no podía con una mujer tan briosa como la suya. Fuera como fuese, cuando llegaros a doce, pararon, principalmente porque a causa de un accidente domestico, la coz de una mula, Rafael se quedó imposibilitado de cintura para abajo cuando ya pasaba muy de largo de los setenta años. Se hizo fabricar una silla con andas con la que un par de braceros le llevaban a todas partes como en la Roma clásica.
Finalmente, cuatro años después, falleció y un nuevo Rafael heredó la finca. Está quedó sensiblemente mermada por el reparto con sus once hermanos. La juventud del primogénito y la forma de hacer las cosas de su madre, que como tutora, quería contentar a todos los hijos, fueron las culpables. El proceso terminó como el Rosario de la Aurora y cuando por fin tuvo el control de su parte de La Atalaya, que como primogénito contenía la casa familiar, trabajó duro para devolverle el esplendor que tuvo con su padre. Fue un proceso traumático que duró años y con alguno de sus hermanos no volvió a hablarse jamás. Después de aquello juro que nunca tendría tantos hijos, y lo cumplió, solo tuvo dos: chico y chica.
Se casó en 1.856 con una joven de familia acomodada del pueblo. Tuvo que aplazar varios meses la boda por la muerte repentina de su madre a los 43 años. Al parecer fue victima de unas fiebres poco claras que algunos maledicentes, identificaron como sífilis. Por supuesto, sobre el asunto se echó el más tupido de los velos y se aceptó la versión oficial, a pesar de que se rumoreaba que varios braceros de la finca habían enfermado también del mal francés.
Con la ayuda de Antonia, su flamante esposa, que entendía de ganadería, y de Rogelio, que hacia años que a pequeña escala lo hacia en Villa Juanita, comenzó a criar ganado en la explotación familiar. Gracias a ello, La Atalaya, se empezó a recuperar del desastroso reparto familiar y comenzó su época de máximo esplendor. Diez años después de la muerte de su padre, había recuperado las partes de sus hermanos: unos, porque se las cedieron para que las administrase, y el resto, acuciados por las deudas, fruto de la buena vida y la mala gestión de sus propiedades.
En 1.857 nació un nuevo Rafael, el primero de los de Marmolejo y tres años después le seguiría su hermana. Para evitar problemas de derechos entre los hermanos, Rafael padre redactó un testamento por el cual la dirección de la finca recaída en el primogénito, pero los beneficios se repartían a partes iguales entre los dos.
Como ya he dicho anteriormente, La Atalaya conoció el periodo de mayor esplendor durante los siguientes cincuenta años. La finca tuvo su ultima ampliación, pequeña en comparación con el resto de la propiedad, pero significativamente importante para el futuro comercial del cortijo aunque terriblemente cara. Y así es, 160 hectáreas de dehesa a precio de oro que abrió definitivamente La Atalaya al río Jándula, que como una gran serpiente, rodeaba en un abrazo amoroso el cerro del santuario. Con esas pocas hectáreas, la finca llegó a las 13.500, pero lo más importante es que proporcionó una entrada al río de kilómetro y pico.
Rafael introdujo cerdos ibéricos, que es el animal idóneo para dehesas y multiplicó las cabezas de ganado bovino. Logró firmar, gracias a sus buenas relaciones políticas, un ventajoso contrato de suministro de carne para el ejército, en el que varias manos anónimas se beneficiaron, cómo es habitual en la historia no oficial de España.
La Atalaya estaba a casi 20 km de Andújar, demasiado lejos para mantener y frecuentar sus nuevas relaciones personales y políticas. Los Morales necesitaban sin falta trasladar al pueblo su residencia habitual, y a tal fin, compraron una edificación señorial que ocupaba una manzana entera en el centro del pueblo junto a la iglesia de Santa María. Al poco tiempo de su inauguración oficial, todo un evento en el pueblo, la nueva residencia se convirtió en el centro social de la clase alta de la comarca. Bajo la dirección de Antonia, que demostró una maestría insospechada en todo lo referente a asuntos mundanos a los que no estaba acostumbrada, los actos sociales, y algunos otros, eran constantes. No pocos negocios y tratos de todo tipo se cerraron entre los muros de la casa, muchos de ellos poco claros. La corrupción no es algo nuevo producto de la España democrática como algunos quieren hacer creer, esta profundamente enquistada a todos los niveles en la sociedad española desde hace siglos, dónde diversos personajes han medrado, y medran a la sombra de los cargos públicos.
Los últimos años de la monarquía parlamentaria de Isabel II fueron convulsos, tanto que terminó exiliándose en Francia en 1.868, abdicando posteriormente en la persona de su cuarto hijo: Alfonso. España es una jaula de grillos y las lumbreras de la época proclamaron una monarquía democrática, pero no tenían rey. Rápidamente, comenzaron a buscar alguno disponible y lo hallaron en Amadeo de Saboya, hijo de Francisco José I de Italia. Pero cuando llevaba un tiempo en el país y vio el panorama, salió corriendo asustado y se refugió en la embajada italiana. Ese día, el 11 de febrero de 1.873, se proclamó la I República Federal y en sus escasamente dos años de existencia se desencadenaron tres guerras. Tal fue el desbarajuste, que su primer presidente, Estanislao Figueras, dejó la dimisión encima de la mesa de su despacho y sin decir nada a nadie, se fue a Atocha, cogió un tren y se bajó en París. El 29 de diciembre de 1.874, el general Martínez Campos, en las inmediaciones de Sagunto, proclamó rey por la fuerza a Alfonso XII. Los que se quejaron, lo hicieron con la boca pequeña, miraron a otro lado y comenzó una nueva Restauración monárquica.
En 1.869, Antonio Cánovas del Castillo y Francisco Silvela, pusieron las bases del futuro Partido Conservador, que junto al Liberal, serian los protagonistas de medio siglo de la historia de España. Los dos partidos se expandieron rápidamente por la geografía nacional y Rafael de Morales (hacia poco que había conseguido, gracias a generosas “donaciones”, el derecho a incluir el «de» antes del apellido), se convirtió en el representante de Cánovas y Silvela en el pueblo. Siempre en la sombra, Rafael dirigió con mano firme y segura la vida política de Andújar en connivencia con el representante del Partido Liberal, que curiosamente era su cuñado. Entre los dos, acordaron alcaldes, concejales, secretarios y cualquier cargo publico ávido de poder, mientras ellos llenaban las alforjas de manera casi descarada.
De manera repentina, y cuando estaba en el apogeo de su poder, Rafael murió a los 60 años. Rápidamente sus compañeros de partido maniobraron para hacerse con el control ante la falta de interés del nuevo Rafael. Ese hecho supuso que el centro del poder político se desplaza lejos de la residencia familiar y por lo tanto la capacidad de influir políticamente en los negocios se esfumó.
Dos años antes, se produjo un nuevo acontecimiento nupcial en el pueblo. El mayor de los Morales se casó con una señorita de Jaén capital, de la familia López Marchena, Beatriz. Desde el primer momento, el ambiente pueblerino de Andújar la desagradó y la joven pareja fijó su residencia en La Atalaya. Allí, Beatriz creó su mundo particular del que rara vez salía salvo para ir a Marmolejo en dos ocasiones. Era una gran lectora y los libros se los traían por toneladas desde una librería de la capital. A diario montaba a caballo sin importarla las inclemencias del tiempo, y con frecuencia, le llevaba la comida a su marido si este no podía pasar por casa. También se dedicaba a atender a los hijos de los aparceros que dependían de La Atalaya. Creó una pequeña escuela que encomendó a un joven fraile que hacia la misa a diario en la capilla del cortijo. Beatriz tuvo dos hijos, como ya empezaba a ser habitual: Rafael por supuesto, y Camila. La vida en La Atalaya era tranquila, sosegada, al gusto de Beatriz. A pesar de la perdida de influencia económica de la familia, los recursos de que disponían eran suficientes para que no sufrieran ningún tipo de penurias. Beatriz falleció repentinamente a causa de una caída del caballo cuando este se asustó con una culebra. Rafael nunca se sobrepuso a la tragedia, pero con los hijos pequeños tuvo que tirar para adelante por narices. Cuando su primogénito alcanzó la mayoría de edad, le cedió la dirección de la finca, aunque ya lo hacia desde hacia tiempo. Al poco tiempo apareció muerto en el mismo lugar donde murió su amada Beatriz. Se disparó en el pecho con su escopeta de caza.
Rafael, su hijo, su caso en 1.888 con una nieta de Rogelio Iribarren: Segunda. Se conocían desde que eran pequeños y a todo el mundo le pareció lógico. Siguieron viviendo en La Atalaya, en cuyo panteón reposaba ya, gran parte de la historia familiar conocida.
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