Rafael hijo salió triunfante como no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que contaba con la complicidad de su madre. La verdadera perjudicada fue Servanda, una niña que en lugar de estar jugando con muñecas estaba presa de la cabezonería de su padre. Debido a su espíritu apocado, sus hirientes palabras la hundieron aun más. Notaba su desprecio, como sí quisiera echar sobre ella la decadencia de la familia, de la que él era él único culpable. A la muerte de su padre no supo mantener las relaciones políticas y comerciales necesarias para salvar los contratos con los estamentos públicos o conseguir otros nuevos. Sabía que su madre tenía predilección por su hermano, pero a ella nunca le había racaneado la más mínima muestra de cariño. Al contrario, si de algo estaba segura, era del amor de su madre y de su hermano, sobre todo del último. Con él hablaba mucho, se lo contaban todo y por eso sabía, con mucha antelación, lo que iba a ocurrir aquella tarde del final de la primavera. A pesar del desprecio que sabía que su padre sentía por ella, lo que no esperaba es que fuera el chivo expiatorio y que su padre vertiera en ella su ira, su impotencia y su frustración.
Dentro de lo que cabe, la marcha de Rafael no constituyó para ella una tragedia insoportable. Durante todo el tiempo que estuvo en Granada se carteó semanalmente con él. En cambio, la relación con su padre fue a peor y él siguió volcando sobre ella un resentimiento irracional e injustificado. Era como si su frustración por la falta de influencia y perdida de poder de la familia la canalizara hacia su pusilánime hija. El golpe recibido por la falta de interés de su primogénito en los asuntos de la finca, fue mucho más duro de lo que el mismo quería admitir. Por primera vez, la tradición familiar se rompía y eso le sumió paulatinamente en la amargura, y cómo ya hemos visto, en el rencor y en el alcoholismo.
Su difícil relación se fue deteriorando lentamente hasta 1.913, el día que cumplió los 21 años. Ese día, su padre, que había estado festejando la jornada desde muy temprano, se presentó a la hora del almuerzo con una borrachera descomunal. Ni quiso, ni pudieron hacer que se fuera a la cama. Se refugió en su despacho, agarrado a otra botella de aguardiente y desde allí, atronando toda la casa con sus voces, insultó, abochornó y vejó inmerecidamente a su hija. Desde ese día, no se volvieron a dirigir la palabra.
Poco a poco, la relación con su madre también se fue enfriando. Servanda empezó a reprocharla la falta de apoyo frente a su padre, al contrario de lo que hacia con su hermano.
Su hermano supo evadirse de ese ambiente opresivo: se fue a Granada a estudiar y a vivir su vida. Tuvo el valor suficiente para hacerlo, un valor que ella no tenía, encerrada por decisión propia, en su propia soledad. Con su padre desentendiéndose de la finca cada vez más, (su alcoholismo era ya evidente), podían perfectamente haber contratado a un administrador, y aunque su madre tendría que permanecer junto a su marido, ella podría haberse ido a la capital con su hermano o a la casa del pueblo. Pero no lo hizo, ni siquiera se lo propuso a su madre: no tuvo valor. Eso lo lamentaría el resto de su vida.
Este año, 1.907, fue duro para el campo andaluz, en especial para la principal riqueza de Jaén y Granada. A principio del año anterior, una plaga de pulgón arrasó los campos de olivos jienenses. En Andújar la situación era catastrófica, pero por una vez el infortunio solo rozó a La Atalaya. Solo diez hectáreas de la zona baja más cercana al pueblo, se vieron afectadas. Eso permitió que la familia tuviera unos ingresos extras a causa de la descomunal subida del precio de la aceituna. Las consecuencias de la plaga se notaron en toda la comarca, donde la pobreza era patente en amplias zonas con el consiguiente aumento de la delincuencia. Esto agravó la situación existente, el año anterior, se produjo en Cádiz un grave incidente cuando un grupo de pobres, de ciudadanos desesperados, intentó embarcar por la fuerza rumbo a las Américas enfrentándose con la policía: arriesgaron la vida para poder huir de España en busca de un futuro mejor. En este ambiente, la inestabilidad social que comenzaba a recorrer España, tenía poco reflejo en una capital carente prácticamente de industria, con la excepción de la aceitera, que como ya he dicho no andaba muy boyante.
Desde el mismo momento en que llegó, Granada le gustó. A pesar de su evidente ambiente provinciano, había mucha diferencia con el clima social asfixiante y extremadamente cerrado de Andújar. Una diferencia, mucho más acentuada por el ambiente universitario de la ciudad.
Se hospedó en una pensión propiedad de un conocido de la familia que lo acogió como si fuera uno de sus hijos. Estaba situada en la antigua plaza de Bibarrambla próxima a la escuela donde completaría sus estudios. Posteriormente, si aprobaba, podría ingresar en la universidad para cursar la carrera de magisterio, que en aquellos años requería una doble titulación: maestro elemental y maestro superior que es lo que él quería cursar.
Todas las mañanas Rafael recorría los escasos doscientos metros que separaba la pensión del colegio donde completaría sus estudios de preparación universitaria. Entre las amistades que cosechó en la escuela, una le marcaría el resto de su vida. Pedro era uno más del grupito de amigos con los que se relacionaba. Desde el principio le conoció luciendo una barba fina y estilada que con ciertos trompicones le recorría el borde del mentón. El proyecto de bigote, necesariamente fino, tenía algunos problemas de espesor que Pedro solucionaba, al igual que la barba, con un lápiz graso, en una labor en la que demostraba mucha pericia y entrega. Se le notaba interesado en la política nacional y jamás rehuía la controversia, fuera con quien fuera, defendiendo opiniones que no se ajustaban a los cánones políticos tradicionales, por decirlo de alguna manera. Cómo decía Rafael, era capaz de polemizar hasta con una silla. Al poco tiempo, con el beneplácito del dueño de la pensión y gracias a sus gestiones, terminó trasladándose y ocupó un cuarto contiguo al suyo.
Una noche, después de cenar, Pedro entró en su cuarto con un librito metido en el bolsillo de la chaqueta.
—Te traigo algo, —dijo tocándose el bolsillo.
—Fantástico, un libro, —respondió tomándole el pelo después de echar un vistazo rápido—. Por lo menos parece pequeño.
—Si te vas a reír de mí me voy.
—Venga, no seas suspicaz, —contestó entre risas—. Enséñamelo, ¿qué es?
—Algo que te cambiara la vida.
—¡Joder! Pues entonces regálame mejor un décimo de lotería, ¿no crees?
—Deja el cachondeíto ya, por favor.
—¡Venga vale!, no te enfades. Enséñamelo.
Dando importancia a sus gestos, con mucha ceremonia extrajo el librito del bolsillo y antes de entregárselo lo miró con devoción casi mística mientras pasaba la yema de los dedos por la portada.
—No te imaginas el trabajo que me ha costado conseguirlo. Esto está prohibido en España.
—¿No nos meteremos en un lío?
—¡Joder tío!
Alargó la mano y cogió lo que Pedro le tendía. En la portada, carente de decoración, leyó: "Manifiesto de los comunistas". Nunca había oído hablar de los autores: Karl Marx y Friedrich Engel no le sonaban de nada.
—¿De qué va? —preguntó.
—No pienso decirte nada. Abre la mente, léelo y luego hablamos. Solo te diré que lo escribieron para la Liga de los Comunistas Alemanes, ya sabes, lo que antes era la Liga de los Justos, en 1.848.
—¿Liga de los Comunistas?, ¿Liga de los Justos? No tengo ni idea. Menos mal que no es gordo, —y ante el ceño fruncido de Pedro, añadió rápidamente—: ¡Vale, vale! Cuándo tenga un momento lo leeré. Te lo prometo.
—Pero léelo con atención.
—Que si pesado, lo leeré con suma atención.
—Y si tienes…
—Que te he dicho que sí.
Esa misma noche y espoleado por la curiosidad, lo abrió por la primera página y comenzó a leer: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes». Le enganchó de tal modo que lo leyó de un tirón. Intentaba asimilar lo que leía y compararlo con lo que conocía: con el asfixiante ambiente agrario de Andújar. Sin resultado. Marx habla de obreros industriales y poco de campesinos a los que considera súbditos de la burguesía. Aun así, su doctrina le interesó y esperaba con impaciencia el momento de debatir con su amigo. Pero ese momento tardó en llegar.
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