jueves, 3 de noviembre de 2022

La Atalaya (capitulo 1)

 


PRIMER PARTE.

 

Capitulo 1 

 

Hacía frío. Una ligera escarcha cubría los rojizos campos de Andújar a esa hora temprana. Hacia poco más de un par de horas, que la claridad comenzó a inundar lentamente un paisaje de olivos hasta donde la vista alcanza dentro de ese relieve ondulado. Los perros, tres vigorosos podencos, de pelo recio y estilizados como suspiros, corrían entre ellos envueltos de una vitalidad arrolladora. José, con las solapas de su chaqueta de pana subidas y la gorra calada hasta las cejas, contemplaba la escena desde lo alto de su caballo sin sacar la mano izquierda del bolsillo. En ese momento era feliz, el campo, el frío de la mañana, los animales, la soledad. A lo lejos La Atalaya, la casa familiar, un cortijo blanco y señorial, en un cerrito que se agarraba a las faldas del monte del santuario como una verruga. 

Parecía mayor de sus quince años, sin duda fruto de la buena alimentación de una familia de maestros y antiguos terratenientes venidos a menos. Su padre Rafael, último de una larga lista con el mismo nombre y primogénito de la familia Morales, heredó oficialmente, como Dios manda, la dirección de la finca a la muerte del suyo, aunque la propiedad estaba compartida con su hermana, a la que cedió la dirección real: hacia muchos años que no quería saber nada de ese tema. En ese momento, la finca solo era algunos miles de olivos, tres vacas viejas, un par de mulas, un caballo, y los tres perros: nada que ver con lo que llegó a ser. En sus buenos tiempos, más de treinta personas, todas del pueblo, trabajaban a diario en la finca entre criados, guardeses, vaqueros y peones. Pero Rafael no estaba hecho para eso, y desde muy joven sus inquietudes iban por otro lado. 

Estudió para maestro en la Universidad Granada y encontró tiempo para tirarle los tejos a una muchachita muy especial que también estaba en la capital estudiando: una Gil, una familia con bastante influencia en Andújar y su comarca. Desde muy pequeña ayudaba a su abuelo, representante desde sus orígenes del Partido Conservador, a empaquetar las monedas con las que compraba el voto de campesinos y jornaleros. Posteriormente, su padre Fabián rompió la relación de la familia con los conservadores. Nunca tomó partido por ninguna otra formación: aborrecía la política, a los políticos y todo lo que representaban.

Su relación con Rafael, desde el principio no cayó bien. Don Fabián no tenía problemas con los Morales, pero si con él, al que consideraba poco involucrado con los de “su clase”. El futuro no depararía nada bueno a los Gil. Desde el advenimiento de la República, la familia estaba muy vigilada, en particular su abuelo, artífice de un gran número de desmanes oligárquicos y al que muchos se la tenían jurada. De todas maneras, tal era su poder que los jornaleros de izquierda no se planteaban iniciar acción alguna contra la familia, por lo menos, en un principio. El ambiente en la zona en particular y en España en general, se iría enrareciendo paulatinamente hasta culminar varios años después en una hecatombe que sumiría a este país en la desesperación, el odio y el ajuste de cuentas.

Pero todavía no es el momento, esta historia empieza mucho antes, y terminara mucho después. Desconocedor de su futuro, que imaginaba incierto, intentaba saborear estos instantes que sabía llegaban a su fin al día siguiente.


 

Rafael no nació en Andújar. Como todos los terratenientes y miembros de la clase pudiente del pueblo, nació en Marmolejo. Unos años antes, ese pueblo no era gran cosa. Un puñado de casas de labriegos y jornaleros, en torno a una iglesia mediocre, un convento de monjas a cuya inclusa iba a parar el fruto de los pecados, más o menos inconfesables, de los señoritos jienenses, y algo más retirado, en un extremo del pueblo, el muy corriente y envejecido palacio del marques. Hacia años que nadie le veía por ahí y era mantenido por un matrimonio de guardeses, tan viejos, que no me extrañaría que participaran en su construcción.

A escasos quinientos metros del núcleo de casas blancas, rodeado ya por el comienzo de un mar de olivos y flanqueado por el Guadalquivir, se encontraba el paridero de esposas, y alguna que otra mantenida, de la agroaristocracia de Andújar y su comarca. Aprovechando un manantial de aguas minerales junto al río, comenzó a construirse el núcleo de lo que seria el balneario, en torno al que se instalaron, en un primer momento, un hotel y varios hostales de diversa categoría.

Las aguas minerales del pueblo se pusieron de moda en toda España de manera inexplicable, gracias a que el balneario fue adquirido en subasta publica por un diputado en Cortes y miembro del Consejo de Estado, que se encargó de darle la publicidad necesaria. Es una de esas rarezas de la burguesía española. Lo cierto es, que gracias a la afluencia del turismo de “agüistas” de más o menos calidad, comenzaron a aparecer más hoteles, hostales, pensiones, restaurantes, cuatro casinos, cuatro joyerías, tres cines, un teatro y varias boutiques, que estaban al tanto de la moda francesa. Todo esto se complementaba con más de treinta tabernas para todo tipo de clientes. Durante la década final del siglo XIX, no era extraño ver por el pueblo, y ante la mirada anhelante y servil de los marmolejeños, a banqueros, políticos, empresarios y todo tipo de fauna aristocrática habida y por haber, real o ficticia, además de escritores, científicos, artistas y políticos.

Toda esta tropa, como siempre, vivía es su mundo particular, mientras la nación se sumía en uno de los periodos más desastrosos de la historia de España. O por lo menos eso creíamos, porque con el tiempo descubriríamos que todo siempre es susceptible de empeorar. En este marco, en la primavera de 1.890 los padres de Rafael llegaron al pueblo y se hospedaron en el Gran Hotel, anexo al manantial. Segunda, su madre, estaba de siete meses. 

El Gran Hotel era la mejor y más ostentosa instalación hotelera de la población, poco asequible a la mayoría de los mortales. Pero ellos no tenían problema, y aunque lo tuvieran, por supuesto no lo admitirían. La familia ocupaba desde hace tiempo, una posición de privilegio que procuraban demostrar en todo momento y de la que, de alguna manera, alardeaban.


 

La historia familiar estaba envuelta cómo tantas otras en las brumas del tiempo y la fantasía. La versión oficial es, que un Morales llegó a México para acompañar a Juan de Oñate en la expedición que en 1.598 cruzó el río Bravo, iniciando la conquista de Nuevo México y Texas. Anteriormente, otro Morales acompañó cómo navegante a Colón en el tercer viaje al Nuevo Mundo, pero de él no se sabe mucho más. El Morales de México, se estableció en el sur de Texas, para más tarde, regresar definitivamente a México, donde hizo fortuna. Esta era la versión oficial que era la que daba más empaque y prestigio a la familia, por aquello del «héroe conquistador», pero eso no significaba que fuera la correcta. En la intimidad de la familia, y apoyada por documentos familiares, la versión aceptada es, que como miembro de la Compañía de Jesús, un Morales llegó en 1.680 a México para sustituir a los franciscanos cuándo estos cayeron en desgracia con la Corona española. Se estableció en la recién fundada ciudad de Paso Norte, posteriormente rebautizada como Ciudad Juárez, donde inicio su labor evangelizadora. Después, no hay noticias de ningún Morales hasta ciento cincuenta años después. Incluso hay la posibilidad de que todos estos legendarios Morales estén relacionados, de alguna manera.

Lo cierto es que el tatarabuelo de los actuales Morales, estaba establecido en la ciudad de Veracruz en torno a la primera década del siglo XIX. De como la familia llego desde la frontera del río Bravo a esta ciudad portuaria es un misterio, nadie lo sabe, pero si es cierto que había logrado amasar una considerable fortuna, y que había una evidente conexión entre los dos personajes: el fraile y el terrateniente. 


 

Las cosas comenzaron a ir mal desde que en 1.810, el “Grito de la Dolores” marcó el comienzo de la Guerra de Independencia que duraría 11 años. Desde el comienzo, vio que la cosa pintaba mal para los intereses coloniales españoles. En previsión, este Rafael tatarabuelo, comenzó a vender poco a poco sus propiedades, comenzando por las menos importantes. Los fondos obtenidos los fue acumulando en lugar seguro, hasta que con el fin de la guerra napoleónica en 1.814 y el advenimiento del absolutismo con el rey Fernando VII, mandó a Andújar a uno de sus hombres de confianza: don Rogelio Iribarren. Rogelio, mexicano de nacimiento y español de origen y corazón, comenzó a comprar terrenos en la carretera del Santuario, aunque poco a poco fue ampliando sus adquisiciones al propio casco urbano. ¿Por qué eligió Andújar cómo lugar de destino? No se sabe nada de la relación de los ancestros Morales con la localidad, todo es un misterio: el origen del apellido Morales esta en la zona de Santoña, en Santander.

Mientras tanto, en México, consumada la independencia en 1.821, la situación siguió empeorando para los intereses de Rafael. Un año después, decidió liquidar lo que quedaba y viajar a España. Cuándo en 1.829, el gobierno mexicano decretó la expulsión de todos los españoles, ya hacia varios años que no quedaba ningún Morales a ese lado del Atlántico, al menos, que se sepa.


 

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