lunes, 28 de noviembre de 2022

La Atalaya (capitulo 5)

 


Pedro era originario de Baena y su padre era un comerciante de ultramarinos que con tesón y esfuerzo había prosperado. Había ampliado la antigua tienda y con mucho empeño, aportando más horas de las que humanamente podía, comenzó a distribuir a los pueblos de alrededor. Uno de esos milagros inexplicables de los que no tienen más que su trabajo. Eso le proporcionaba una posición económica desahogada que les permitía vivir con ciertas comodidades y poder mandar a su hijo mayor a completar sus estudios a la capital. El resto de hermanos tendrían que quedarse en el pueblo, o cómo mucho, ir a alguna escuela laboral de la comarca.

Durante esos días, quiso el infortunio que una tía de Pedro enfermara gravemente y ante la posibilidad, más que cierta, de que falleciera, tuvo que salir apresuradamente hacia Baena. Un mes estuvo ausente, durante el cual Rafael releyó varias veces el libro, subrayando pasajes y haciendo anotaciones en los márgenes. Intentó encontrar más de Marx y Engels, y comprobó que lo que le había dicho Pedro era cierto: no se publicaban en España y en la biblioteca del colegio, bastante amplia, no solo no había nada, sino que la encargada nunca había oído hablar de los autores. También lo intentó en la biblioteca de la universidad, con el mismo resultado, aunque allí le dijeron que los títulos de ese autor “no estaban disponibles ni lo estarían nunca”.

Durante ese mes siguió con sus actividades escolares habituales y un buen día, un martes, a última hora de la tarde, Pedro regresó después de haber enterrado a su tía.

—¿Cómo ha ido todo?, —le preguntó.

—Como era de esperar. La enterramos el domingo.

—Lo siento muchísimo, te acompaño en el sentimiento, —dijo con la manera retórica habitual, y no hizo más hincapié porque no le vio muy afectado—. ¿Que tal el viaje?, 

—Demoledor, cien kilómetros en coche de postas. Te puedes imaginar.

—Dicen que quieren llevar el tren a tu pueblo, —dijo sin mucho convencimiento. 

—Ya llega, lo que no hay es estación en el mismo pueblo.

—Entonces a lo mejor es eso lo que he oído.

—En Baena siempre se está hablando de eso. De todas maneras, está en la línea de Linares a Puente Genil, no hay conexión directa y desde aquí tendría que hacer tres trasbordos. Ya sabes, por mi pueblo la modernidad no ha llegado todavía, —y riendo, añadió—. Ni ha llegado, ni se la espera.

—Estarás cansado.

—Estoy molido. Me voy a bañar para quitarme toda la mugre del viaje y a la cama, que me hace falta. Además, a partir de mañana tengo que recuperar todos estos días perdidos.

—Pues venga, a la cama.

—¿Sabes? A pesar del poco tiempo que llevo en Granada, me había olvidado de lo tremendamente retrógrada que es la vida en el pueblo, y que supongo que pasara también en los demás. ¿Te puedes creer que cuándo llegué a casa me encontré a mi tía, en la cama, abrazada a un gran cuadro del Cristo del Perdón? Se ha muerto de cáncer de colon y no la han podido tratar porque se ha negado en enseñarle el culo al médico. ¡Es increíble! El pueblo español está tan impregnado de fetichismo y fanatismo, que para cambiarlo haría falta un terremoto que lo hiciera desaparecer todo para empezar de nuevo.

—Que exagerado. Anda, no te enrolles más y vete a la cama…, y ya hablaremos, que seguro que mañana no lo veras tan negro.

 

Por unas cosas y otras estuvieron varios días sin poder conversar con tranquilidad. No querían hacerlo en la pensión, porque aunque el propietario era de confianza, había más gente y las paredes oían. Pero al final, una tarde se presentó la ocasión.

—Bueno, dime, ¿que te ha parecido?

—Pues no sé qué decirte, —respondió con sinceridad—. Posiblemente sea por mi vida agraria: no conozco otra cosa.

Se encontraban en el Alameda, conocido entre los granadinos como Gran Café, en la plaza del Campillo, un café con intenciones de ser “literario” pero que solo se quedó en las intenciones, al menos al principio. Más de una década después, llegó a su máximo y fugaz esplendor con la participación de García Lorca en su tertulia. Rafael siempre lamentó el no haber podido coincidir con el poeta.

El máximo exponente de la supuesta fauna literaria de la época, era un tal don José Centellas-Colibrí, un columnista esporádico del “El Defensor de Granada” y que habitualmente dirigía la sección necrológica del diario dónde escribía reseñas rimbombantes, y en algunos casos delirantes. Su entrada en el café era espectacular: pecho fuera, barbilla elevada y mirada superior, en un papel que solo se creía él. Sabía de todo, opinaba de todo, entendía de todo, y en algunos casos, cuándo era necesario, se lo inventaba todo. Además, tenía la mala y fea costumbre de no dejar hablar a nadie más.

El café estaba decorado a la antigua, en todo el sentido de la palabra: estaba todo tan viejo que se podría decir que el mismo Alberto Aguilera, ya tomaba café en él. Las mesas de mármol, de procedencia incierta y patas centrales con una filigrana de fundición, estaban dispuestas en tres filas relativamente paralelas intentando amoldarse a la irregular planta rectangular del recinto. Todo el conjunto estaba iluminado por unas arañas de cristal por donde hacia décadas que no aparecía el plumero, y en las que las verdaderas arañas construían su reino de hilos y trampas. Ese día, ya por la tarde, el café estaba poco concurrido, apenas tres o cuatro mesas, y Pedro y Rafael ocupaban una, en una esquina del local junto a la pared.

—Mira, te dije que abrieras la mente, —dijo Pedro.

—Y lo he intentado…

—¡No, no lo has hecho! Ten en cuenta que esto se escribió hace más cincuenta años, y en Alemania, que se parece a España como un huevo a una castaña.

—Pues entonces, tú me dirás, más a mi favor.

—¡No, no, y mil veces no! —respondió Pedro visceralmente en tono bajo para que no le escucharan—. Tienes que tomar el concepto, el espíritu de lo que Marx expone en el libro, ten en cuenta que esto lo escribió cuando en Alemania los obreros vivían en las fábricas con jornadas de trabajo descomunales, y con sus hijos trabajando como adultos.

—¡Ya!, tú lo has dicho, Alemania…

—¿Tu estas seguro que es distinto? —le interrumpió—. En los campos de Andújar, los jornaleros, ¿cuantas horas trabajan?, ¿y sus hijos?

—En La Atalaya no, pero la verdad es que sí, tienes razón.

—Yo sé que tienes inquietudes y que te das cuenta de que así no podemos seguir, —y después de una breve pausa, añadió—: esto se va a la mierda y los que peor lo van a pasar serán los de siempre.

—No olvides de donde procedemos tú y yo, —dijo Rafael— y tu todavía, pero yo soy un señorito andaluz.

—Venga ya, no me jodas. Tu no ejerces, y yo sé que no te gusta. Por algo quieres ser maestro.

—Mi padre no trata mal a sus jornaleros, —reflexiono—.  Aun así, se nota una servidumbre que detesto, lo admito.

—La tierra tiene que ser para quien la trabaja…

—¿Eso donde lo dice? En el librito este no.

—Unos años después si escribió sobre el tema. La tierra es para el que la trabaja.

—¡No! No nos pasemos o mucha gente se asustara, y no solo los terratenientes, y eso, te aseguro que es muy peligroso, —le interrumpió Rafael—. Mira, La Atalaya es de mi familia desde hace muchas generaciones y para mí eso es incuestionable. Además, mi padre trabaja un montón de horas administrando la finca.

—No te enfades, —dijo Pedro riendo—. Te estaba poniendo a prueba…

—¿A prueba para que? —le interrumpió Rafael con suspicacia.

—Estoy afiliado a un partido obrero que quiere aplicar el marxismo de forma moderada, —le reveló bajando aun más la voz, casi susurrando.

—Eso te puede traer problemas, —contestó Rafael mientras miraba a ambos lados para asegurarse que nadie les escuchaba. Finalmente, le preguntó—: ¿lo sabe tu padre?

—No, no, el no tiene ni idea y debe seguir así.

—Bueno. Pues cuéntame, ¿qué partido es ese?

—El Partido Socialista Obrero Español.

—Me suena de haber visto algún cartel pegado por ahí.

—Mira Rafael. Su fundador, Pablo Iglesias y la mayoría del partido somos conscientes de que el fin último del marxismo es una utopía. Eso nos llaman algunos: utópicos, pero no lo somos, somos realistas.

—¿Realistas en que?

—Somos conscientes de que es una ilusión pensar que los países van a desaparecer, que las fábricas pasaran a manos de los obreros que las dirigirán, que todo se va a colectivizar, que el dinero se abolirá y que todos seremos felices y comeremos perdices. 

—Me estoy perdiendo, yo creía…

—¡No! Todos se fijan en eso porque es lo más llamativo. El marxismo es mucho más, nos da una nueva manera de comprender y enfocar las relaciones laborales de manera mucho más justa. Nos da herramientas para profundizar en una democracia mucho más real y no en la pantomima que tenemos ahora. Queremos acabar definitivamente con la injusticia social, con la discriminación por razón de sexo o raza, que las mujeres y los gitanos puedan votar, y queremos pararles los pies a los curas…

—¿A los curas? Tú sueñas.

—No podemos estar siempre con: “cuidado con los terratenientes, o cuidado con los curas”, porque al final siempre terminan saliéndose con la suya.

—Sí, y estoy de acuerdo, solo te digo que desde los pulpitos esas cucarachas tienen mucho poder, y de acuerdo con los terratenientes saben utilizarlo. Solo eso.

—Sí, sí, lo sé…

—Solo digo eso, que cuidado.

—Mira Rafael, no pretendo adoctrinarte…

—¿No?, pues menudo discurso me estabas soltado.

—Es cierto, tienes razón, —respondió Pedro sonriendo—. Ya sabes que la pasión me ciega.

—Lo sé, no te preocupes.

—Solo quiero que me entiendas, que comprendas lo que estoy haciendo, —y añadió—: lo demás es cosa tuya, tú decides.

—Ya, por cierto, ¿puedes conseguirme algún libro más de Marx?

—Lo intentaré, pero es difícil.

—Yo he preguntado en las librerías…

—No me jodas que has estado preguntando por ahí. Te dije que era ilegal.

—Ya, pero pensé que estabas exagerando.

—¡Joder Rafael!

—También he preguntado en la biblioteca de la universidad.

—Y supongo que nada.

—Supones bien. De todas maneras, de todo esto vamos a seguir hablando en los próximos días, ¿verdad? —y mirando a Pedro, le dijo—: no me presiones, déjame tomar mis propias decisiones.

—Por supuesto, —y soltando una carcajada añadió—. Y si me paso, dame un capón.

—No te preocupes, lo haré… y procuraré que te duela. 

—¡Coño! Tampoco te pases.

—Bueno, ya veremos. Según cómo me pilles.

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