domingo, 2 de octubre de 2022

Tiempo extra (capitulo 18)

 


Mi llegada a Tossa de Mar despertó mucho interés entre sus habitantes. Desde el día del atentado, tres semanas antes, José Luis no se separó de mí ni un solo instante. Durante los seis días que estuve en coma, dormía en el sofá que había junto a mi cama y se aseaba en el baño de mi habitación. Durante esos seis días me habló constantemente, me leía poemas, la prensa o sencillamente me hablaba de cosas nuestras, de recuerdos. Quería que mi mente comatosa siguiera trabajando, que no se aletargara. Mientras, en la antesala de mi habitación, mi madre, perennemente aferrada a su rosario, permanecía ensimismada en sus oraciones.

Y al sexto día por la mañana desperté de un sueño horrible, pesado y espantoso que recuerdo muy vagamente. Rápidamente llamaron a Steeve que después de hacerme unas pruebas rápidas me sedó.

—Dime algo, —preguntó José Luis con ansiedad—.  ¿Cómo esta?

—Sigue muy mal, y en estado critico, —dijo Steeve, y con lágrimas en los ojos añadió—. Pero ya no la pierdo, te lo aseguro, ahora la situación la controlo yo.

—¿Cuando crees que despertara? —preguntó después de que se abrazaron.

—La despertaré a las doce de la noche para unas pruebas. Tu vete a casa y duerme, te hace falta.

—A las doce estaré aquí, —le dijo José Luis—. No quiero que despierte y no me vea a su lado.

—No te preocupes, esperaré a que llegues, pero te lo repito: vete a casa y descansa, te hace falta.

—De acuerdo, pero me quedo aquí, en Villaverde.

—Muy bien.


 

Se fue a nuestra casa de Villaverde, junto a la de mis padres, se tumbó directamente encima de la cama y se quedó dormido. A las diez y media de la noche le despertó Almudena, que había pasado para ver como estaba. Se duchó, se afeitó y cuando Steeve me despertó su rostro fue lo primero que vi.

—Esos maravillosos ojos verdes, —dijo con una sonrisa. No pude responderle, a causa de los tubos que había tenido introducidos, la garganta me dolía una barbaridad y no podía hablar—. No hables, tranquila.

Por la mañana, a primera hora, Steeve dio una rueda de prensa para informar de la mejoría en mi estado. Una ola de júbilo se desató a nivel mundial y los cientos de vigilias y concentraciones silenciosas comenzaron a disolverse. Tiempo después me enteré que la más multitudinaria, incluso contando España, fue la de Washington, donde más de tres millones de personas rodearon el obelisco.


 

Dos semanas más estuve ingresada en Villaverde, el estado de mi pulmón derecho era muy malo y Steeve, que en contra de otras opiniones se negó a extirparlo, aconsejo a José Luis mi traslado a la costa. Desde el primer momento pensó en Tossa de Mar, sabía que es un pueblo que me encanta y que un par de veces al año pasamos por ahí. Habló con Montse, la propietaria del hostal Gloria donde siempre nos alojamos. Reservó toda la última planta, en total ocho habitaciones, para nosotros, el equipo sanitario y los escoltas. Habló con el conseller de interior y con el alcalde para montar un dispositivo de seguridad exterior con los Mossos de Escuadra y la policía municipal, que se pusieron a nuestra disposición inmediatamente.

El viaje lo hicimos en un helicóptero medicalizado, que aterrizó en el aparcamiento de la estación de autobuses. Allí me subieron a una ambulancia y emprendimos camino a la zona peatonal dónde medio pueblo me estaba esperando. Entramos gracias al cordón que montaron los municipales y los mossos, y paramos en la puerta del hostal. Cuando me sacaron en la camilla, se oyeron exclamaciones de sorpresa entre el público más próximo. A pesar de ir tapada con una manta, mi rostro lo reflejaba todo a pesar de estar parcialmente oculto por la mascarilla de oxígeno. Mi palidez y delgadez era tal, que las órbitas de mis ojos parecían los de una muerta. Con mucho cuidado y entre los aplausos de los presentes, que ya se habían repuesto de la sorpresa inicial, me subieron por la escalera a la habitación que seria mi hogar durante los siguientes siete meses.


 

Las primeras tres semanas fueron durísimas, casi no me podía mover y a los fuertes dolores había que unir la dependencia casi absoluta que tenía de la botella de oxígeno. Como siempre, él estaba a mí lado atendiéndome, cuidándome, y amándome. Se ocupaba de todo, me aseaba, me vestía, me obligaba a cambiar de posición en la cama para que no me salieran escaras. Provisionalmente abandonó los negocios para dedicarse a mí. Nuevamente intento vender su parte a su hermano, que como siempre le mando a la mierda. Poco a poco, con su ayuda, fui levantándome de la cama y empecé a recorrer la habitación agarrada a su brazo. Me sentaba en un sillón al lado de la ventana y miraba el mar. Steeve estaba en contacto permanente con el equipo médico, y al menos una vez a la semana venia en helicóptero a visitarme. De paso también se traía a alguien: siempre a mi madre, en ocasiones a mi hermana o algún amigo.

Dos meses después del atentado, cuando estuve algo mejor, José Luis comenzó a trabajar, gracias al móvil y a Internet, en los pocos ratos libres que le quedaba. Su actividad aumentó según yo iba mejorando, incluso le dio tiempo a comprar un hotel en Tossa y otra en Lloret de Mar, que esta cerca.

—No lo puedes remediar: cuándo me doy la vuelta compras algo, —bromeaba con él.

—Mi amor, es una adicción. De todas maneras Rafa ya lo tenía visto y solo tengo que cerrar la operación.


 

Mi recuperación fue lenta y hasta los tres meses no comencé a salir de la habitación. Primero al comedor, y luego a dar paseos cortos por el pueblo. Me recuperé físicamente, pero psíquicamente estaba destrozada y no quería volver a Madrid. Quería escapar de la responsabilidad que había adquirido con los millones de personas que habían participado en las concentraciones y que creían en mí. Estaba aterrada, me hubiera gustado salir corriendo, pero sin apartarme mucho de Tossa. Nunca me presionó, me dejó que ordenara mi mente con la ayuda de un psicólogo del hospital enviado por Steeve.

—Ya sabía yo que estas más pallá que pacá, —me decía riendo.

—¿Qué pasa, es que no puedo tener un psicólogo?

—Pero me resulta gracioso que, posiblemente, tú tengas más títulos en psicología que él.

—Bueno vale, pero no se lo digas. La verdad es que es muy bueno.

—Tiene que serlo, para atreverse a entrar en tu coco y ordenártelo. ¡Sabe Dios lo que habrá ahí dentro!

—¡Jajaja! Me parto de la risa.

—Sí, sí, tú ríete, pero es la verdad y lo sabes.

—Vamos a dejar el tema, —le dije besuqueándolo. Algo de lo que no me canso.                      

Poco a poco fui reaccionando. Después de los paseos, comencé a correr con él, al principio despacito, pero pronto lo cambie por la bici, que me gusta más. Él corría y yo pedaleaba, mientras varios escoltas y mossos nos seguían también en bici. Me di cuenta de que en Tossa hay muchas cuestas.

Una mañana nos acercamos a una papelería artesana y compre varios cuadernos de papel reciclado con las tapas de cuero, lápices, borradores y un sacapuntas. Hacia tiempo que una idea rondaba la cabeza. Quería hacer un homenaje al hombre al que le debo todo, incluso mi vida, aunque a él no le guste admitirlo. Quería contarlo todo en una autobiografía escrita con mis entrañas y exponer toda la verdad. Liberarme de la pesada losa que desde hace años me oprime y colocar todo en su sitio. Sin el saberlo, el psicólogo fue el artífice de todo.

Comencé el trabajo de una manera febril, sin descanso. En ocasiones las lágrimas acudían a mis ojos cuando recordaba los momentos tan terribles que viví. Pero también lo hacían cuando recordaba los momentos de felicidad que viví a su lado, como en mi amado apartamento de Central Park.

Cuando lo terminé, y después de repasarlo y corregirlo muchas veces, se lo di a leer e inmediatamente me animó a publicarlo, a pesar de que algunos pasajes le podían comprometer. Aun así, pedí una segunda opinión a un buen amigo, periodista estrella de un grupo audiovisual muy importante. Cuando le llamé, llegó rápidamente esa misma noche e inmediatamente puse el manuscrito en sus manos. Comenzó a leerlo y como luego me confeso, fue incapaz de dormir. La historia, mi historia, le enganchó desde el primer momento. Se quedó estupefacto con el descubrimiento de los sucesos del club «La Alondra», y muy preocupado por el final de los rusos. En el manuscrito que le entregue, solo decía que murieron en un ajuste de cuentas. Cualquiera que conociera a José Luis pensaría qué tenía algo que ver.

—De eso no te preocupes, —le dijo José Luis— es problema mío.

—¿Cómo que problema tuyo? Sabes que atarán cabos y…

—Te repito que no te preocupes, —le interrumpió intentando zanjar el asunto—. Ahí no dice nada que me comprometa.

—Tienes… tenéis muchos enemigos, los dos, y van a ir a por vosotros, no lo dudes.

—No podrán demostrar nada, te lo aseguro.


 

El libro fue un bombazo. Cuando se publicó, el impacto en los lectores fue tremendo. Alicia, jefe de seguridad de la clínica y amiga personal de José Luis y mía, se presentó sin perder tiempo, ese mismo día en Tossa.

—Jose, te conozco como si te hubiera parido, —le espetó decidida—. ¿Dónde tienes escondido el Kalashnikov?

—No se dé que me hablas Alicia, —la contestó intentando hacerse el sueco—. ¿Cómo puedes pensar que tengo algo que ver…?

—Venga Jose, que nos conocemos, —le interrumpió—. Guardas todas las mierdas que pasan por tus manos. Mucho más eso.

—Venga nene, díselo, —la apoyé.

Durante unos segundos guardó silencio. Al final, bajó los ojos meneando la cabeza.

—Alicia, no quiero que te involucres…

—Que me digas dónde cojones está, ¡joder!, —le interrumpió gritando.

—Mira Alicia, es imposible que alguien lo pueda encontrar.

—Puedes decir todas las chorradas que quieras, pero de aquí no me voy sin que me lo digas.

—¡Joder tía! Está enterrado en el pantano de Valmayor, cerca del muro de la presa de los Arroyos.

—Conozco la zona de cuando iba a pescar con mi padre y mi hermano. Hazme un plano y yo me ocupo, —y después de guardar silencio unos segundos añadió—. No se te ocurra aparecer por ahí, ¿entendido?

—No te preocupes.

—Y otra cosa más: hiciste lo que debías, estoy orgullosa de ti… cada vez estoy más orgullosa de ti. Yo hubiera hecho lo mismo.

—Venga, venga Alicia, déjalo ya.

Cómo ya he dicho, el revuelo que levantó el libro fue enorme, y recibí gigantescas muestras de solidaridad y cariño a causa de mi tragedia. Aun así, nuestros enemigos se emplearon con saña, y eso que no contaba la verdad sobre la muerte de los rusos. La Audiencia Nacional inició una investigación por una denuncia de un extraño sindicato franquista, Manos Libres, y otra del PPP. Nos llamaron a declarar varias veces, y finalmente, el juez decidió archivar el sumario ante la falta total de pruebas. Alicia se encargó del Kalashnikov y de las dos pistolas. Tenía un amigo que tenía un pequeño taller artesano de fundición y forja, y las armas terminaron en el crisol.

La publicación de mis memorias supuso para mí una liberación, abrir la puerta de mi alma para que se ventilara con aire fresco. Tenía la necesidad imperiosa de contar la verdad sobre alguien de quien muchos creían que medraba a mi sombra, y que es al contrario: todo lo que yo soy se lo debo a él. Si no le hubiera conocido aquel lejano día en Pozuelo de Alarcón, seguramente ahora solo seria un médico más en un hospital público, o tal vez, con mucha suerte, estaría en algún hospital europeo.


 

Por fin, siete meses después del atentado, regresamos a Madrid y poco a poco retomé mi actividad en el hospital y volví a la rutina diaria.

En mayo del año siguiente, recibí mi segundo premio Carlomagno, esta vez por mi faceta humanitaria y social. Algo inusitado: una persona acumula dos premios, aunque sea por motivos distintos. Durante mi discurso de agradecimiento, en la Sala de la Coronación del ayuntamiento de Aquisgrán, volví a la carga cómo si nada hubiera pasado. Arremetí despiadadamente contra las multinacionales que financian guerras civiles en África, contra las farmacéuticas que imponen precios abusivos de sus fármacos, contra los partidos políticos españoles que mienten a sus electores, incumplen sus programas electorales, y aplican políticas antisociales mientras saquean el país a dos manos. Mi discurso me puso nuevamente en el ojo del huracán y la prensa de derechas volvió a hacerme objetivo de sus ataques difamadores e injuriosos, cómo si nada hubiera pasado. Pero se equivocaban, en el mismo mes que recogía mi segundo Carlomagno, un grupo de indignados por la situación del país, acampó en la Puerta del Sol de Madrid. Poco a poco, ese pequeño grupo fue creciendo hasta ocupar gran parte de la plaza, y su acción empezó a ser imitada en las demás capitales de provincia. Aunque quise, no me permitieron acampar con ellos por motivos de seguridad, pero era asidua, y cómo mi ONG instaló un punto de atención, yo me metía dentro. Fue el embrión de un movimiento nuevo, liberador, que cogió por sorpresa a los partidos tradicionales demasiado oxidados para verlo venir.

Fueron y son incapaces de comprender que nuevos tiempos llegan inexorables. Se limitaron a quitarse las chaquetas y remangarse las mangas para dar una imagen más moderna y joven. Pero todo es mentira, por dentro siguen siendo igual de casposos. Lo que es una incógnita, es si se adaptaran y seguirán engañando a los ciudadanos; yo mientras este viva, seguiré denunciándolos con todas mis fuerzas.

Me vienen a la mente las palabras de Lampedusa en El Gatopardo: “hay que cambiarlo todo, para que todo siga igual”.

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