Apareció en mi casa como si tal cosa, como si nada hubiera pasado. Veinticinco días antes, llegamos de madrugada a Villaverde a la casa de mis padres. Yo seguía inconsciente y así estuve muchas horas, o varios días, no lo sé. José Luis pudo aparcar cerca del portal y se acercó al portero automático. Cuando oyó la llamada, mi hermana salto de la cama y salió disparada con el corazón a 200.
—¿Sí? —preguntó intentando calmar su temblorosa voz mientras nuestros padres se acercaban también.
—Soy José Luis, traigo a tu hermana. Baja a abrirme la puerta del portal, pero tus padres que no bajen, que esperen arriba.
—¿Pero…?
—Hazme caso y date prisa, —la apremió—. Arriba hablamos.
—¡Vale! Ya bajo.
Tal y como estaba, en pijama y descalza, bajó corriendo las escaleras después de hablar con nuestros padres, llamó desde abajo al ascensor y abrió la puerta de la calle. Cuándo se asomó, me sacó del coche envuelta en la manta, y conmigo en brazos, entró al portal seguido por Almudena. Entraron en el ascensor; yo estaba totalmente cubierta por la manta y mi hermana, apartándola un poco me miro la cara. No pudo evitar un gesto de dolor y los ojos se le humedecieron.
—No lo ha pasado muy bien, —dijo José Luis—. Pasa tú primero y prepara a tus padres.
Almudena, haciendo acopio de valor, entró en casa y se los llevó al salón donde les puso al corriente de mi estado. Mientras, me llevó al dormitorio y me tumbó en la cama. Cuando por fin me vieron, mi madre se echó a llorar y a mi padre se le saltaron las lagrimas. Mientras, Almudena, con la mano derecha se tapaba la frente, no podía entender como alguien podía haberme hecho algo así.
—Habrá que llamar a un médico, —dijo atropelladamente y reparando en la sangre que manchaba la manga de su chaqueta, añadió—: ¡joder! ¿Estás herido?
—No llames al médico, yo me encargo de traer a uno de confianza.
—Pero seria mejor ir a urgencias, —insistía Almudena.
—¿Y que llamen a la policía y hagan preguntas que no podemos contestar?
—¡Pero estás sangrando…! —insistía casi llorando.
—¡Almudena!, —la cortó José Luis—. No puedo ir con una herida de bala a urgencias.
—Haremos lo que él diga que hay que hacer y no hay más que discutir, ¿está claro? —sentenció mi madre interrumpiendo la discusión con decisión mientras se inclinaba sobre mí y comenzaba a quitarme la manta que me cubría. Almudena miró a mama, y después de un largo silencio aceptó su decisión con un movimiento afirmativo de su cabeza mientras mi padre, totalmente ausente de la conversación, con mi mano con las suyas, no paraba de besarla.
—Ahora me tengo que ir, tengo cosas que hacer y estaré unos cuantos días desaparecido. No intentes localizarme, y lo más importante: nadie, absolutamente nadie, debe saber que Ángela está en está casa, —y después de una pausa añadió—. El médico llegara en una hora. Confiad en él, es buena gente.
Los veinticinco días transcurridos fueron un suplicio para mi madre y mi hermana. Yo estaba como loca, fuera de mí; mi desesperación me impedía entender nada, y ni siquiera lo intentaba. ¿Por qué me había abandonado? Me negué a asearme, a comer, me negué a todo. Me abandoné. La comida era una batalla campal entre ellas y yo. La ducha era misión imposible. Mi madre no arrojó la toalla en ningún momento, aun así perdí muchísimo peso. Estaba dispuesta a morir. Lo que no consiguieron los rusos, lo haría yo misma: estaba decidida.
El doctor Santiago era un encanto. Se había jubilado hacia un año y desde el primer momento me atendió como si fuera su propia hija. José Luis le conoció en África, donde trabajó para Médicus Mundi en Camerún y más adelante, colaboró con ACNUR durante el desastre de Somalia donde coincidieron en el mismo campo de refugiados. Rápidamente se hicieron amigos y se debían favores mutuamente. Cuando le llamó y le puso al corriente, no lo dudo ni un instante e inmediatamente acudió a mi casa todavía de madrugada. Jamás hizo la más mínima pregunta, no era necesario: a su pesar, era un hombre curtido en todo tipo de horrores; además, más o menos se imaginaba lo sucedido. Según pasaban los días su preocupación fue en aumento, físicamente estaba muy débil y psicológicamente destrozada. El peor día fue cuando llegó con una joven ginecóloga que resulto ser su hija. Después de la exploración a que me sometieron, les dijo a mi familia que los daños vaginales producidos por la cocaína eran irreversibles, tenía el útero totalmente quemado y que no podría tener hijos. A la acción de la cocaína de habían unido varios pequeños desgarros en la pared interna de útero producto de las brutalidades a las que había sido sometida. Me lo dijeron con mucho tacto, intentando suavizar el impacto, pero el mazazo fue terrible, pero a esas alturas ya nada me importaba, sencillamente quería morirme.
Almudena, desesperada por el empeoramiento de mi estado, presionaba al doctor Santiago para que le pusiera en contacto con José Luis, pero él se mantenía inflexible.
—Él esta al corriente del estado de Ángela.
—Pero ¿por qué no viene? Es necesario que este con ella y usted lo sabe.
—Efectivamente, debería estar aquí, si no fuera por lo que esta haciendo.
—¿Pero qué es lo que esta haciendo tan importante?
—Asegurar el futuro de Ángela. Los hijos de puta que la han tenido secuestrada, no son de los que olvidan. Créeme.
—Pero nosotros podemos ayudar…
—No, no podéis ayudar, no tenéis ni idea de a lo que os enfrentáis —la interrumpió Santiago. Y señalándome, susurro—: es un milagro que este viva, te lo aseguro. Nadie escapa de ellos animales con facilidad.
—¿Pero…?
—Él sabe muy bien lo que tiene que hacer. Cuándo pueda, ya vendrá, no te preocupes.
Y de pronto estaba allí: sonriente y tranquilo. Desde que entró en la habitación, yo era incapaz de apartar los ojos de él, le seguía como hipnotizada, como una cobra pendiente de la flauta, incapaz de hablar. Después de besarme amorosa y ardientemente, me acaricio la mejilla mientras revisaba la herida de la frente de la que quedaba un leve rastro.
—¿Qué tal te encuentras, mi amor? —me preguntó con mucha ternura mientras seguía acariciándome la mejilla. Yo seguía sin poder hablar—. Parece que hemos descuidado la higiene mi amor, —añadió José Luis que como había dicho el doctor Santiago, estaba al corriente de los problemas que había causado a mis padres y mi hermana.
—No hay manera de que nos permita lavarla, —le dijo mi madre—. Ni que coma en condiciones. El doctor Santiago está muy preocupado.
—Me ha tenido permanentemente al corriente de su estado, —y después de una pausa añadió dirigiéndose a mi madre—. Yo tengo hambre. Prepárenos algo ligero para cenar, pero no tenga prisa, primero tenemos que asearnos, ¿verdad mi amor?
Mi madre se fue a la cocina mientras el me cogía en brazos y me llevaba al cuarto de baño seguido por Almudena. Cuanto mi madre regresó con la bandeja, la pobre casi se desmaya. Me vio sentada en el sillón del dormitorio, aseada y con un pijama limpio, mientras Almudena, con mucho cariño me peinaba el cabello.
Durante tres semanas, vino todos los días antes de que yo me despertara y se iba cuando estaba dormida. Hablábamos constantemente. Al principio entre nosotros, y luego con Almudena y mis padres. Entonces tomó una decisión trascendental para nuestra relación de pareja: habló con mi familia y les dijo que quería llevarme con él.
—Así no podemos seguir, —les dijo—. Quiero que se venga a vivir conmigo, ella quiere, a mi lado no la va a faltar de nada y va a estar bien atendida.
—Llévatela. Para mí, todo lo que tú hagas está bien hecho, —le respondió mi madre acariciándole la mejilla mientras con la otra mano sujetaba su sempiterno rosario—. Mi hija estaba muerta y tú bajaste al infierno, y se la arrebataste de las garras a Satanás. Me la has devuelto, y sé que eres incapaz de hacerle algún mal.
—¡Venga, venga! No dramaticemos, —exclamó José Luis apretándola la mano cariñosamente.
Ese día preparamos la maleta y nos fuimos a su casa del Tranco, en la Pedriza. El doctor Santiago me visitaba allí periódicamente y constató como mi evolución era espectacular.
—Ángela tiene una fisiología prodigiosa, sus heridas cicatrizan a una velocidad mayor de lo normal y tiene un sistema autoinmune muy poderoso. Mientras estuvo con sus padres, ellos me dijeron que nunca ha estado enferma, ni siquiera un catarro leve, —le dijo—. Cuándo sea posible, habría que hacerla un estudio para saber por qué ocurre eso. Aun así, hay que ver lo que el amor es capaz de hacer en las personas.
Y era cierto, a mí no me faltaba. Lo recibía por su parte en cantidades ingentes, directo a la vena.
En la Pedriza salíamos a diario a pasear, alguno de ellos especialmente largo. Me enseño lugares increíbles, ocultos a la acción de los domingueros: los nidos de los buitres y los rebaños de cabras, por supuesto, siempre respetando sus hábitats y su intimidad. Me empezó a enseñar a escalar, cosas muy, pero que muy fáciles, claro está. Se partía de la risa cuándo me veía enredada con la cuerda, o colgada en una pared sin saber qué hacer y desoyendo sus instrucciones. Mi cuerpo se fue fortaleciendo, mi espíritu también y volví a costumbres anteriores, como la lectura o la música, que me apasiona, en especial la opera. Ya sé que no es normal en una chica de dieciocho años, casi diecinueve, pero en mi caso soy adicta desde que, por casualidad, oí a la Caballé, interpretar: «Casta diva», en una interpretación del 74. Eso me condujo a aprender un segundo idioma, además de ingles que ya dominaba ampliamente: el italiano.
Un día muy temprano, de madrugada y mucho antes de que me despertara, se fue a Villaverde y me trajo todos mis libros y apuntes de la facultad, junto con las cintas de casete donde atesoraba mis grabaciones de «Clásicos populares», el programa de música clásica de Radio Nacional de España, que estuvo en antena 32 años. También trajo el viejo y aparatoso radiocasete Telefunken para reproducir las cintas, ya que José Luis, mucho más moderno tecnológicamente que yo, no disponía de estás antigüedades.
Comencé a recuperar el tiempo perdido, a estudiar como una bestia y al comienzo del nuevo curso empecé a asistir a clase con normalidad.
Cuando estuve recuperada, mucho antes de regresar a mis estudios, nos instalamos definitivamente en la casa de Alfonso XII. Todas las mañanas, de madrugada, José Luis salía a correr por el Retiro. Cuándo regresaba, se duchaba y me sacaba de la cama a la que me aferraba con manos y pies. Después de desayunar, me llevaba a la facultad y se iba a la oficina. Me recogía por la tarde, sobre las cuatro o las cinco, depende, cuándo terminaban las clases y las actividades extras. Ya en casa, estudiaba y algunos días salíamos con las bicicletas a pasear por el Retiro. Algunos fines de semana, íbamos a la Pedriza y hacíamos rutas con las bicis por el Guadarrama. Recuerdo la primera vez que subí al puerto de la Fuenfría por la antigua carretera de la República. Sufrí como una burra, pero José Luis me enseño lugares increíbles. Bajamos a la Cruz de la Gallega y allí me descubrió los restos de la terrible batalla de la Granja, que a finales del 36 sembró de cadáveres, de ambos bandos, este bello paraje. Recorrimos las fortificaciones, los búnkeres, los nidos de ametralladoras. En los meses siguientes seguimos visitando los escenarios de la guerra que hay desperdigados por el monte. Los que más me impresionaron son los que hay cerca de Peñalara, en Peña Cítores: un acuartelamiento fortificado, refugios y trincheras construidas con piedras. Me espantaba pensar como debían pasar los inviernos los soldados de la República que defendían estás posiciones de altura. Recorrimos todos esos lugares desde el puerto de Canencia al collado de la Mina, y decidí escribir una pequeña guía de rutas que publique muchos años más tarde.
Al finalizar la carrera nos trasladamos a Londres, y después a Nueva York y la India. De la casa de mis padres me lleve el viejo sillón de orejas que estaba en mi habitación. Para mí es un símbolo, me recuerda constantemente aquel maravilloso día en que José Luis regresó a mi lado y del que nunca más se separó.