lunes, 18 de julio de 2022

Tiempo extra (capitulo 7)



 

El frío húmedo de la noche me golpeó la cara cuando a tirones me sacaron del coche. Agarrándome de los brazos, como tantas noches me llevaron al club Alondra, el garito donde hacían sus negocios, y que además de «puticlub», era su cuartel general. Atravesada por dolores que casi me impedía respirar, me quité como pude la gabardina quedándome solo con el tanga de fantasía que llevaba puesto, los amoratados pechos al aire y unos zapatos de tacón muy alto, para disimular mi reducida estatura. Así era como ellos querían que estuviera en la Alondra, casi desnuda y expuesta a la lasciva y alcohólica mirada de los clientes. Me senté en el sofá adosado a la pared, en la mesa que ellos, mis propietarios, tenían reservada para su uso exclusivo, aunque ellos, como siempre, lo hicieron en sillas y taburetes bajos.

Viktor Vólkov, Maksim Semiónov y Ruslan Gólubev, dirigían una organización criminal de origen ruso con intereses en la prostitución y las drogas principalmente. Esa noche mi aspecto era especialmente horrible, a pesar de que habitualmente presentaba moratones y magulladuras, fruto de sus juegos. La última de sus juergas, dos días antes, había sido especialmente brutal: me pegaron, me torturaron, sin descanso alguno me violaron en grupo e individualmente, penetrándome por todas los lugares por donde era posible, y todo, mientras el whisky y la coca corría sin límite y jugaban a las cartas indiferentes a mi sufrimiento. Incluso llegaron a introducirme un poco de coca en la vagina para, según ellos, acrecentar mi placer: ¡menuda gilipollez! Eso estuvo a punto de costarme la vida, pero desgraciadamente sobreviví, aunque los daños vaginales que sufrí me reportaron graves consecuencias. Los dos días siguientes había estado tirada en una cama de la casa donde vivía con mis captores y, esa noche, era la primera que salía al exterior: ya podía mantenerme mínimamente en pie. Sentada en mi rincón de siempre, ligeramente recostada sobre mi costado izquierdo, con los ojos tan amoratados por los golpes que casi no los podía abrir y parecía que tenía un antifaz, los labios partidos y prácticamente desnuda, procuraba respirar despacio para atenuar los dolores. ¿Por qué me exhibían en ese estado? No podría ser atractiva ni para una mente enfermiza y depravada como la de ellos. Pero aun así lo hacían, y me exponían a la vista de los numerosos clientes y empleados que había en el Alondra, que me miraban y se reían mientras saludaban a mis torturadores y lo comentaban en ruso, o en castellano, entre grandes risotadas. Casi no tenía fuerzas para recordar como había empezado todo este horror: esta pesadilla.


 

Cinco meses antes tenía la cabeza hecha un lío. Mis padres no aceptaban mi relación con un hombre dieciséis años mayor que yo. Mi hermana, aunque no lo decía, también estaba en contra y José Luis me veía demasiado joven, y a causa de la oposición familiar, le aterraba hacerme daño o que pudiera provocar una ruptura familiar. Un día, la incomprensión, mi juventud y posiblemente mi propia insensatez, me nubló el entendimiento y me llevó a cometer una locura de la que me arrepentiría toda la vida. Del escondite que tenía mi madre, donde guardaba el dinero de la casa, robé quince mil pesetas, metí un poco de ropa en una mochila y me fui en autobús a Valladolid, desde donde proseguí en otro a León. ¿Por qué lo hice así, por qué elegí esos destinos? Fue el azar, simplemente pregunte por el autobús que salía antes y me subí a él. En Valladolid conocí a unos mochileros que venían de León y que me hablaron muy bien de ella. Durante un mes recorrí la ciudad y los alrededores sin saber muy bien lo que buscaba, y aun hoy sigo sin saberlo. En la capital, deambulaba por el barrio Húmedo, consiguiendo copas, o algo que comer por la cara, cuándo se me acabó el dinero. Sin darme cuenta, aparecí por un sitio por donde nunca debí aparecer, y un grupo mafioso español me secuestró e intentó dedicarme a la prostitución. No fue tan fácil, me resistí con todas mis fuerzas, a patadas, a mordiscos, con las uñas. Hay hombres a los que agredir y golpear a una mujer indefensa les «mola» mucho, pero recibir golpes no. Intentaron doblegarme a golpes, pero no lo consiguieron, entonces optaron por venderme, y pase a manos de otra mafia y luego a otra, hasta que finalmente, llegue a manos de Vólkov y sus socios. Al principio no estaba interesado, pero rápidamente cambio de opinión.

—Tengo chicas suficientes, —les dijo de manera desinteresada con su marcado acento ruso— y esta es una enana.

—Pero tiene algo que te puede interesar, —le respondió subiéndome la falda y bajándome las bragas hasta las rodillas— tiene el chocho pelado.

—¡Venga ya! ¡No me jodas! Todas mis chicas tienen el chocho pelado.

—Sí, pero esta es natural. No se afeita.

La noticia despertó el interés de Vólkov, me miró detenidamente de abajo arriba deteniéndose en mis ojos verdes cómo si no hubiera reparado en ellos. Lentamente paso su mano por mi vagina. Durante un par de minutos me siguió sobeteando mientras veía como se empezaba a abultar la bragueta de su pantalón.

—Es cierto, está hija de puta no raspa. Y esta buena… aunque sigue siendo una enana. ¿Por qué quieres venderla?, ¿dónde está la trampa? —preguntó mientras se olía los dedos el muy asqueroso.

—No te voy a engañar Viktor: es un demonio y no hay manera de domarla. —respondió— Y antes que matarla, prefiero ganar algo de pasta. Si hay alguien que la puede domar, eres tú. De eso estoy seguro.

—¿Cuánto quieres? Pero recuerda que me debes muchos favores.

—Tú sabes que eso es algo que yo no olvido jamás, —respondió sonriendo—. Pon tú en precio.

Sin esperar respuesta se levantó, le dio la mano a Vólkov y se fue después de saludar con una inclinación de cabeza a los otros dos. Me quede de pie, en medio del club, con la falda por la cintura y las bragas bajadas. Los tres socios me miraban detenidamente, luego descubrí que los otros dos esperaban a que Vólkov hablara.

—Esta puta es mía, —dijo Vólkov, y soltando una carcajada agrego—: pero cuándo la haya domado, os la podréis follar también. Por el momento no hace clientes, luego, ya veremos.

Mientras reían a carcajadas, permanecí inmóvil y aterrorizada. Me daba cuenta de que estos eran distintos a los otros, que estos eran peores, más peligrosos, algo que no me entraba en la cabeza: yo creía que ya había llegado al máximo de horror. Estaba agotada. Después de dos meses de palizas y violaciones, y mi resistencia estaba al límite. Se levantó, se acercó a mí y pegó su asquerosa cara a la mía, envenenándome con su fétido aliento de tabaco y alcohol.

—¿Eres una fierecilla? Pues vamos a ver si te domo, —dijo con un tono de voz tan amenazante que me heló la sangre.

Sin esperar respuesta me agarró con fuerza del brazo y a tirones me bajó al sótano del club mientras intentaba subirme las bragas. Sin decir nada, me arrancó la ropa a tirones, rompiéndola y me dejo completamente desnuda. Intente luchar, arañarle, pero recibí un puñetazo en el estómago con tal fuerza, que me dobló y me levantó una cuarta del suelo. Tirada en él, casi no podía respirar. Me puso bocabajo, me ató las manos a la espalda con cinta de embalar y lentamente se desabrochó el cinturón sacándolo del pantalón. Durante buena parte de la tarde me estuvo golpeando con él, sin pausa, concienzudamente, con algún tipo de norma que solo él conocía. No dejó sin golpear un solo centímetro de mi cuerpo mientras apuraba una botella de whisky barato. Solo al final, ya entrada la noche, cuando se cansó de pegarme, y mi resistencia había sido vencida definitivamente, me violo. Hizo conmigo lo que quiso e hice todo lo que él me ordenó. Mi resistencia había desaparecido y definitivamente era suya.


 

Viktor Vólkov era un jefe operativo de segunda fila en el KGB, nadie importante, pero con acceso a fondos importantes de la organización. Cuándo la URSS se hundió y desapareció en 1.991, parte de esos fondos, y de otros muchos, se habían evaporado: todo el mundo metió sus ávidas manos en la caja del dinero. De la noche a la mañana, se crearon grandes imperios financieros controlados por los nuevos magnates rusos. Se unió a sus dos socios, Semiónov y Gólubev, también del KGB, y que como él, tenían tatuado en el hombro el escudo de la organización con la hoz y el martillo, y la espada, en recuerdo de esa época. Después de recorrer algunos países del antiguo bloque del este, se trasladaron a la Costa del Sol donde entraron en contacto con un grupo ruso ya establecido, y de la misma procedencia: el KGB. Allí aprendió como funcionaban las cosas aquí, y que la corrupción política lo dominaba todo. Como la mayor parte de la costa española estaba dominada por otros grupos, decidió establecerse en el interior, distribuir la droga procedente de sus amigos de la costa y montar su propia red de prostitución. No le costó trabajo iniciar sus negocios en Castilla, una zona donde, hasta ese momento, los corruptos no tenían muchas posibilidades: Vólkov llegó repartiendo pesetas a manos llenas, nada que ver con las migajas que los políticos de la zona arañaban hasta entonces. Alcaldes y concejales fueron los primeros en caer, posteriormente, llegarían presidentes de diputación, policías, guardias civiles y algún juez. Toda una trama que posibilitaba la impunidad y descaro con que actuaba.


 

Siempre estaba a su disposición, a sus variados caprichos sexuales que eran muy intensos y violentos. Yo solo esperaba la muerte y sabía que tarde o temprano ocurriría, que correría la misma suerte que varias chicas que murieron a manos de su guardaespaldas, Zviad, un georgiano inmenso, rubio y algo retrasado, que ni pestañeaba al cumplir las ordenes que Viktor le daba. También procedía de la antigua KGB, donde era un agente operativo: un asesino. Lo poco que descubrí de él, podría poner a cualquiera los pelos de punta. Actuaba tanto en el interior como en el exterior, pero en este caso solo en los países de la órbita soviética, y siempre bajo supervisión: no era un tipo al que se le pudiera dejar solo. Durante los meses que estuve en su poder, le vi degollar en mi presencia, y sin inmutarse, a tres chicas que, procedentes de países del este de Europa, no se plegaban a los intereses comerciales de sus nuevos «amos», o de no entrarle por el ojo como hice yo. A una de ellas, solo tenía que darla una paliza, pero se calentó de tal manera, que se le fue la mano y la desfiguró tanto la cara, que al final tuvo que matarla, ante la frialdad de Vólkov, que ni se inmutó. Si no te prostituías y no eras lo suficientemente dócil y cariñosa, estabas perdida: primero recibías palizas, y si persistías, firmabas tu condena a muerte.

En mi caso solo era cuestión de tiempo que se cansara de mí, que se hartara de follarme y pegarme. Yo ya no tenía fuerzas ni para estar desesperada, solo esperaba la muerte lo antes posible, mucho más, cuándo comprobé hasta que punto estaban introducidos en la vida política. Rara era la noche que por el Alondra no pasaba algún corrupto, de derechas o de izquierdas, de un partido u otro, aunque eso si, más de los primeros que de los segundos, pero supongo que porque los primeros tenían más presencia en las instituciones. Ninguno de ellos preguntó o se interesó por mi situación, siendo claramente española, no como mis compañeras que eran africanas o de países del este. Ni siquiera el comandante del cuartelillo de la Guardia Civil, o el jefe de la policía municipal, que también se dejaban caer por allí.


 

Esa tarde, la puerta del club se abrió como tantas veces y recortada contra la luz de las farolas, vi su silueta desde el fondo del local. Me quede petrificada, como en éxtasis, mi cerebro explotó definitivamente y no fui capaz de articular una sola palabra, ni siquiera de coordinar una idea. Su silueta, oscura, avanzó hacia nosotros mientras los rusos le observaban con interés y el resto de asistentes volvía la cabeza preguntándose quien era el desconocido. Cuando llegó a las mesas, Zviad se movió por detrás para situarse en mejor posición por si tenía que intervenir. Despacio, pausadamente, siguió avanzando hacia el fondo hasta que se hizo real iluminado por uno de los focos cenitales. Me miró frío, glacial, miró a los rusos, y con voz decidida y arrogante, pregunto:

—¿De quién es esta zorra?


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