Gala iba paseando por el mundo
real, pero cerca de su mundo imaginario, cuándo vio algo que la llamó la
atención. En el parque, había algo parecido a un niño subido al columpio, pero
ese niño era de otro color. Se acercó para indagar porque nunca había visto
niños de ese color o de otro distinto al suyo.
—Hola, —saludó Gala— ¿Qué eres?
—Soy un niño, —respondió el niño
extrañado.
—No, un niño soy yo, en este caso
una niña.
—No, yo soy el niño.
—Pero no puede ser: eres de otro
color.
—Yo no, eres tu la que es de otro
color. Yo siempre he sido así.
—Y yo, —afirmó Gala todavía más
confusa.
—La verdad es que esto es un poco
raro, —reconoció el niño de otro color— porque nunca he visto niños de tu
color.
—La verdad es que sí. Parece que
los dos somos niños.
—Eso parece. ¿Y que hacemos?
—preguntó el niño de otro color.
—No sé. Solo se me ocurre que
podemos jugar juntos.
—Buena idea, porque para jugar no
importa de que color somos.
—Tienes razón: no importa el
color.
Gala y su nuevo amigo de otro
color, se turnaron en el columpio empujándose y se lo pasaron muy bien. Después
se fueron al tobogán a tirarse por la rampa.
Se lo estaban pasando tan bien que
no se dieron cuenta de que otra niña se acercaba al tobogán.
—¿Puedo jugar con vosotros?
—preguntó la niña y Gala y el niño de otro color la miraron asombrados.
—No sé: el tobogán es solo para
niños, pero no estoy seguro que eres, —respondió el niño de otro color, y
mirando a Gala preguntó—: ¿Qué opinas?
—Si nosotros somos niños, aunque
seamos de colores distintos, —razonó Gala— ella, aunque sea de cuadros verdes y
rosas, también lo será. ¿No?
—Tienes razón. El que tengamos
apariencia distinta no nos impide ser amigos y jugar juntos.
—Eso pienso yo también, —dijo la
niña de cuadros verdes y rosas.
Y los tres se pusieron a jugar
juntos y se lo pasaron muy bien, porque para eso, ni para nada, el color de la
piel importa.
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