lunes, 27 de junio de 2022

Tiempo extra (capitulo 4)

 


 

Siempre viví en Villaverde. Nací en septiembre de 1.977 en la maternidad del entonces 1.º de Octubre, y que posteriormente fue cambiado por otro nombre con menos reminiscencias fascistas, más democrático. Villaverde Alto no solo era mi barrio, era mi mundo, mi universo, y de alguna manera lo sigue siendo. Rara vez salía de él, e incluso en las vacaciones permanecía allí. Mi familia no tenía recursos para pagarse unas vacaciones como Dios manda en Benidorm o algún otro lugar de la costa mediterránea. Solo en una ocasión salimos del barrio para ir a Valencia, a casa de unos primos de mi madre. Gracias a esas vacaciones conocí el mar y la playa, me achicharre al sol y jugué en la arena con mis primos segundos durante casi un mes: fue genial.

El ir a la fiesta de Pozuelo fue algo absolutamente excepcional para mí, y todavía no sé cómo me decidí o como me deje liar. Es curioso lo que un hecho así puede cambiarte la vida.

—¡Venga ya tía! No seas tonta, —me decía Almudena.

—¡No sé, Almu! Es que no conozco a nadie.

—Y que más da, nos conoces a nosotras.

—¡No sé, tía!

—Venga, que sí, que nos vamos a reír, ya veras.

—¡Jolines tía!

—¡Venga! Que si, que si, que si, que si…

—¡No seas pesada!

—… que si, que si, que si, que si…

—¡Joder!

—… que sí, que sí.

—Venga vale, ¡pero volvemos pronto!

—A ver si tenemos que venirnos antes de llegar, —bromeó mi hermana.

—No seas payasa, ya sabes a que me refiero.

—¡Bueno vale!, lo intentaremos…, pero no te prometo nada.


 

Como ya he dicho mi familia era sencilla: mi padre empleado de Metro, y mi madre ama de casa. Se conocieron en el barrio, a principio de los sesenta, cuándo coincidieron, con sus respectivas familias, en el circo Atlas, el de los maravillosos Hermanos Tonetti, uno de esos fantásticos espectáculos que recorrían la España de esos años. Se las ingeniaron para encontrarse y empezar a salir a espaldas de las familias: por entonces mi madre tenía quince años y mi padre uno más. Al año siguiente, mi padre entró en el colegio de la Paloma, en la zona norte de la capital donde estudio mecánica, y gracias a eso, cuándo termino los estudios pudo meterse en el Metro de Madrid, por mediación de un amigo de su padre. Al poco tiempo, y con el visto bueno de sus padres, compró el piso de Villaverde, muy próximo al de ellos. Cuándo mi madre terminó los estudios, entró a trabajar en la limpieza de la fábrica de la Renault. Siguió en ese trabajo hasta que se casaron y nació mi hermana.

Almudena, es casi dos años mayor que yo, y es, ha sido, y siempre será mi mejor amiga. Renunció demasiado pronto a la posibilidad de ir a la universidad y se decidió por cursar estudios de ofimática, contabilidad y derecho mercantil. Yo, y ella también, estudie con las monjas del Carmen, y no tuve problemas con ellas. Mi carácter sumiso y obediente, junto a mi aplicación en los estudios me convirtieron en una alumna modelo, en definitiva, en una empollona. Una de ellas, sor Jacinta, se percató rápidamente de lo especial que era y luchó para que pudiera recibir clases suplementarias. Como mis padres no podían costear ese gasto extra, durante varios años, venia a mi casa a ayudarme en los estudios gratuitamente, incluso después de su jubilación. Ella era el fruto de la época en que nació, al final de la dictadura de Primo re Rivera. Originaria de Camas, un pueblo de Sevilla, su familia, cuándo contaba trece años, la entregó, junto con su hermana, al convento del pueblo porque no podían mantenerlas. Eran los años de la victoria, de las revanchas y del hambre. Después, ya mayor, no tuvo la valentía suficiente para salir del convento, buscar marido y tener hijos. Cuándo se ordenó, se trasladó a otro convento de Madrid, próximo a la Universidad Complutense, que disponía de escuela. Allí se sacó la carrera de magisterio y comenzó definitivamente su carrera docente. Siempre exhibía un carácter agrio y seco, pero yo sabía que era solo fachada, un mecanismo para no encariñarse excesivamente con los niños, a los que adoraba. Conmigo fracaso estrepitosamente, me quería como a una hija y yo a ella.

Casi al mismo tiempo que mi hermana renunciaba, yo entré en la Complutense en 1.992 a los quince años. Como iba muy adelantada respecto a mi edad, tuve que hacer una prueba especial de acceso, un examen oral que aprobé con sobresaliente. Comencé la carrera de medicina terminando el periodo universitario en tres años, aunque en realidad fueron cuatro, porque tuve un periodo en blanco entre el segundo y el tercer año.


 En 1.997 ya vivía con José Luis. Recién empezado mi periodo MIR, recibí una oferta para trabajar en el Chelsea & Westminster Hospital de Londres y completar ese periodo allí. A pesar de las dudas que tuve, mi deseo por salir de España pudo más y finalmente me decidí. En mi ingenuidad, le comente a José Luis mi intención de aceptar el trabajo y buscar alguna otra ocupación para mi tiempo libre, para ayudar a sufragar los gastos de la estancia. Londres es una ciudad bastante más cara que Madrid.

—¡Vale, vale! —me contestó con una sonrisa. En el plazo de una semana, ya tenía alquilado un apartamento en la zona del Royal Albert Hall, en el 10 de Kensington Road. Desde las ventanas del apartamento veíamos el Albert Memorial reluciendo al sol con todos sus dorados. Por supuesto, cuándo hacia sol. Los domingos, cuándo los tenía libres en el hospital, nos acercábamos al Speakers’ Corner, e incluso, en ocasiones, nos integrábamos en los corros y José Luis participaba en los debates. Yo no lo hacia, todavía no había desarrollado mis dotes oratorias y además, me daba una vergüenza terrible.

—¡Pero yo quiero ayudarte, no quiero ser una carga! —le decía con cierta vehemencia, cuándo constaté que no me iba a permitir buscar un segundo empleo.

—Tu no eres una carga para mí, —me respondía con esa sonrisa tan maravillosa—. Además, ya aportas tu sueldo en el hospital ¿qué más quieres? Tú preocúpate de estudiar, trabajar, y de las pelas, deja que me ocupe yo que es lo mío. Cada uno a lo suyo.

—¡Pero no es justo!

—Lo que no es ni justo, ni normal, es que tú te mates a currar, cuándo yo tengo dinero de sobra.

—Es tu dinero, no el mío.

—Sabes perfectamente que mi dinero es tuyo, te lo he dicho infinidad veces, ¿o es que no te has dado cuenta de que vivimos juntos?

—¡Si me he dado cuenta! —le dije con retintín— pero es que yo quiero ayudarte.

—Ya lo haces: estás a mi lado mi amor.

El año de Londres fue genial. Un año fantástico en una ciudad increíble si no fuera por el trabajo en el hospital. Algunos de los días que tenía libres, los dedicábamos a pasear. Mi paseo favorito era recorrer el interior de Hyde Park y Kensington Gardens a lo largo de Kensington Road. Por el camino jugaba con las ardillas, daba de comer a los patos y en ocasiones, correteaba por todas partes como una cabra loca sin ningún motivo aparente mientras José Luis me sacaba fotos. Tiene miles, yo diría que cientos de miles, pero tal vez exagero. Quería sentirme viva, necesitaba a toda costa sentirme viva. En otras ocasiones, me encantaba ir cogida de su brazo, metida en mi plumas largo para combatir el frío londinense, y pasear tranquila, sin prisas. Si era fin de semana nos acercábamos al mercadillo de Portobello, deambulando por las intrincadas galerías y curioseando por los puestos de antigüedades. A él todo le parece bien y se amolda a todo. Al otro lado del palacio Kensington, residencia hasta su muerte de lady Di, acaecida un par de meses antes de nuestra llegada, baja ondulante Kensington Church y allí, en el 119, en algunas ocasiones cenábamos. El Churchill Arms es un típico pub inglés, totalmente abarrotado de cachivaches colgados del techo y que sirve comida tailandesa, gracias a un restaurante que hay anexo. Me gusta el ambiente de los pubs ingleses. Llenos de gente con ganas de conversar, y que no tiran las colillas en el enmoquetado suelo del Sherlock Holmes, otro pub, pero en Northumberland. Dice la leyenda que sir Arthur Conan Doyle escribió algunos de sus más famosos relatos en ese local.

Mientras yo estaba en el hospital José Luis estaba atado al ordenador. Se levantaba temprano, casi al amanecer, y se iba a correr sus diez kilómetros diarios mientras a mí me dejaba durmiendo. De regreso, se duchaba, preparaba el desayuno y cogía la estaca para sacarme de la cama. Luego me llevaba al hospital y regresaba a casa a trabajar. Internet en esos años era un suplicio comparado con la actualidad, pero es lo que había y entonces nos resultaba maravilloso. Gracias a él, y a millones de correos electrónicos, José Luis estaba al tanto de los asuntos de sus empresas, aunque con su hermano hablaba varias veces por teléfono al cabo del día gracias al Motorola que siempre llevaba consigo. Unos años más tarde, creo que fue en el 2002, empezaría a llevar dos teléfonos cuándo la RIM lanzó el primero con recepción de datos: el BlackBerry.


 

En Londres me aficioné a la ropa de marca, y es que pasé directamente de la ropa barata o de segunda mano de Portobello a dejarme caer por Harrods. Me encantaba su ambiente, sus suelos de madera, sus estanterías, su estilo tan británico que nada tiene que ver con El Corte Inglés, sus columnas egipcias. Pero todo cambio definitivamente, el día que descubrí, cerca de allí, en Knightsbridge, otros grandes almacenes. Harvey Nichols, fundado en 1.813, es absolutamente exclusivo y todas las grandes marcas británicas e internacionales están presentes. Ropa, zapatos, joyas, lencería, todo lo que puedas desear. Al principio me cortaba un poco, con disimulo, algo que no sé hacer, miraba la etiqueta y me asustaba. José Luis se partía de la risa mientras yo me sonrojaba y le hacia gestos para que se estuviera quieto. Con el tiempo me di cuenta de que era misión imposible, a mis caprichos de niña mimada se unía la cartera de José Luis que parecía un pozo sin fondo. La cosa se acentuó posteriormente en Nueva York, y más adelante, de regreso en Madrid, me aficioné a los modistos españoles hasta tal punto, que salvo una única excepción solo visto moda nacional. La excepción es una famosísima diseñadora italiana a la que operé de columna y nos hicimos muy amigas. Desde entonces, todos los años me regala dos vestidos de fiesta absolutamente exclusivos. Desde hace cinco años y para aligerar mi guardarropa, estos vestidos, y algunos más, una vez usados salen a subasta en una conocida sala británica, llegándose a pagar verdaderas fortunas. Todos los beneficios son íntegros para UNICEF, ACNUR y Médicos sin Fronteras.

Al contrario, José Luis es fiel a su sastre de cabecera. Su primer traje a la medida se lo hizo don Mariano en 1.986 en su sastrería de la calle Moreto, a escasos cincuenta metros de casa y casi pegado a un famoso restaurante con nombre de escritor francés que, desafortunadamente ya no existe arrastrado por la vorágine de la crisis. Desde entonces, primero él y luego sus hijos, le confeccionan chaquetas, camisas, pantalones y trajes. Gracias a eso son muy conocidos, e incluso El País Semanal, les dedicó un reportaje que termino de catapultarles.

Algo similar me ocurrió con los restaurantes. En Londres, principalmente acudíamos a pubs pero en ocasiones íbamos al Arcadia, también en Kensington, propiedad de un simpático asturianín que llevaba más de veinticinco años en Londres y que practicaba cocina italiana. Más tarde, en Nueva York me aficione a los restaurantes elegantes, y cuando veían aparecer la calva de José Luis, desde el chef y el jefe de sala, hasta el aparcacoches, doblaban la bisagra de una forma espectacular, cosa que por cierto le molesta mucho. Pero otras, nos sentábamos en cualquier parte, o en un banco de Central Park, con un perrito caliente y un refresco bajo en calorías.

El año que pase en el Chelsea & W. Hospital, no fue bueno en el sentido de que no avance gran cosa en mi formación académica, pero si en la practica. A pesar de que lo intente, no me pude inscribir en ningún curso complementario del Imperial College, centro universitario asociado al hospital y eso me resulto frustrante. Quería estudiar, necesitaba estudiar como una bestia para compensar de alguna manera el apoyo constante de José Luis, aunque él, jamás me ha exigido nada.

Cuando empezamos nuestra relación, quiso vender su parte de la empresa a Rafa, pero lógicamente no lo consiguió. Lo que si consiguió fue que su hermano se cabreara mucho y no quiso saber nada del asunto. Como hermano mayor, le «ordenó» que me cuidara, que esa era su función principal. Le quiero un montón y aunque nunca ha comentado nada, sé positivamente que es uno de los pocos que conoce la verdad de mi tragedia. En ocasiones se me va la pinza y pienso que soy una mantenida muy cara. Pero ese es un pensamiento muy íntimo y personal, el jamás lo admitiría, e incluso sé, que se cabrearía mucho si me oyera decirlo. Yo sé que no es cierto porque ningún hombre se juega la vida por su puta, solo se la folla.


 


lunes, 20 de junio de 2022

Tiempo extra (capitulo 3)

 


 

José Luis llegó a Vallecas con algo más de tres años. Nació por casualidad en Málaga en 1.959, en el seno de una familia andaluza de clase media baja, como la inmensa mayoría de las familias españolas, que en esos años, estaban condenadas a esa condición social. La fortuna hizo que él y su hermano, nacieran en el sur, como ya he dicho el en Málaga, y Rafa en Cádiz. Hasta entonces viajaron por media España, esa España gris y triste de principio de los años sesenta, de donde varios millones de españoles salieron rumbo a Europa en busca de un futuro mejor, y auspiciado por los propios gerifaltes franquistas gracias a la Ley de Emigración de 1.960. En esos trece años, hasta 1.973, varios millones de españoles salieron fuera del país, y con el dinero que mandaban a sus casas, ayudaron al desarrollo de España para mayor gloria de los planes de desarrollo del régimen. Su padre trabajaba en la filial de ITT: Standard Eléctrica, en la división de instalaciones, y cuando le enviaban a montar una central telefónica en cualquier lugar de España, que era continuamente, la familia le acompañaba acarreando un gran baúl negro de cartón piedra con refuerzos de madera donde cabían todas las pertenencias de la familia. Después, y durante varios años, formó parte del mobiliario del cuarto de estar, por si acaso tenían que regresar a los viajes. Pero no ocurrió, a su padre le destinaron definitivamente a las oficinas de la calle Ramírez del Prado en Madrid, y sus padres pudieron habitar la vivienda que había comprado un par de años antes gracias a las facilidades de Standard a sus empleados: eran otros tiempos, posiblemente paternalistas, pero gracias a ello pudieron tener un modesto piso en propiedad de cincuenta metros cuadrados. Casi toda la colonia, situada al lado del estadio de Rayo Vallecano, estaba llena de empleados de Standard y Telefónica, y una familia gitana, donde los padres trabajaban en una compañía flamenca que hacia giras nacionales e internacionales.

Su padre, socio compromisario del Rayo, le llevaba desde muy pequeño al fútbol. Allí, pasaba el rato cazando lagartijas por la grada general del estadio antiguo y pidiéndole autógrafos al gran actor José Bódalo, socio rayista y abonado, que jamás demostró sentirse molesto por la pertinaz y molesta insistencia, de pedirle un autógrafo todos los domingos por la mañana que el Rayo jugaba en Vallecas.

Empezó a asistir a la escuela de D. Julio y D.ª Angustias, un matrimonio de maestros fruto de la patriótica victoria en la cruzada nacional contra el demonio rojo, y era la típica escuela de barrio con fotos de Franco y José Antonio, responsos religiosos, métodos docentes a fuerza de palmetazos y capones, y separación física de niños y niñas, gracias a un amplio pasillo entre los dos bloques de pupitres, por donde patrullaba amenazadora la obesa y furibunda figura de la maestra.

En la misma escuela, se preparó en la catequesis para hacer la primera comunión. Parece que no se le vio demasiado entusiasta, de hecho, los catequistas, que todos los sábados se acercaban desde la cercana parroquia del barrio, tenían que salir a cazarlo con la ayuda de algunos de los “pelotas” que en esos tiempos abundaban en las escuelas españolas. A su madre, ese detalle le traía de cabeza: criada en Sevilla, en un ambiente de religiosidad estricta en el seno de una familia de guardia civil, intentó infundir esos sentimientos en sus hijos sin mucho éxito. Aún así, y a pesar de su escaso entusiasmo y sus muchas protestas, hizo la comunión de fraile. Sobre eso bromean mucho su hermano y él:

—No te quejes que yo la hice de lord, con chaqueta oscura de terciopelo y chorreras, —le decía Rafa riendo.

—Yo te cambio mi habito de fraile por tu traje con chorreras. Además, recuerda que hubo otra pringada que lo hizo de monja, y nos toco abrir la comitiva.

—Eso si es verdad, fue una mierda muy gorda. Creo que tienes razón, me quedo con mis chorreras.

Efectivamente, ese día José Luis y la pringada, abrieron la comitiva seguidos por toda la marinería y algún almirante.

Ellos, fueron más influenciados por la figura paterna: hizo la guerra después falsificar su edad, y de alistarse a través de la oficina de alistamiento de un sindicato obrero: el sindicato de Maestros y Enseñantes de UGT de Andujar, el pueblo donde vivían y donde poseían una escuela que tenía niños internos. Eso le obligó, después de terminada la guerra, a tener que hacer el servicio militar después de tres años de guerra y haber participado en gran parte de las batallas más importantes del centro y norte de España y de haber sido herido un par de veces, un honor reservado a los que se alistaron voluntarios con el bando equivocado.

El final de la guerra y la victoria fascista fue desastrosa para la familia: su padre, en la mili en Tetuán, su abuelo, preso en la prisión militar de Jaén, y su abuela sin poder trabajar en la escuela porque no se lo permitían, y teniendo que sacar adelante a otros dos hijos más pequeños. Un poco antes de su regreso de la mili, pudieron malvender el edificio de la escuela y con parte de eso, trescientas pesetas, pudieron sacar a su padre sobornando al secretario del comandante militar. Como no estaba juzgado, no había sentencia, y se limitaron a abrirle la puerta. La familia emigró a Sevilla intentando alcanzar un futuro mejor, y allí, años después, los padres de José Luis se conocieron. Fue en la Central Telefónica de Sevilla, donde los dos trabajaban: el de instalador y ella de telefonista. Después de un noviazgo corto, se casaron y al poco tiempo comenzaron su vida itinerante cuándo su padre dejó la Telefónica y se metió en Standard Eléctrica porque pagaban más.

Los años sesenta fueron convulsos en la familia, mientras periódicamente el abuelo guardia civil les visitaba en Madrid, procedente de Sevilla, por otro lado, su padre, raro era el día que no llegaba con algún golpe de la Policía Armada, que había asaltado la factoría donde trabajaba a causa de los conatos de huelga que periódicamente se anunciaban.

Para el bachillerato, ingresó en el Instituto Tirso de Molina de Vallecas, pero solo estuvo un año. A pesar de las buenas notas, los siguientes cursos, y por causa desconocida, los hizo en el Centro Cultural Gredos, un colegio privado de la zona del Puente de Vallecas. En él, cursó hasta sexto del bachillerato antiguo, que suspende totalmente a causa de un conflicto con uno de los curas del colegio que impartían la obligatoria clase de religión: un personaje estrambótico, trasnochado y casposo. Perennemente ataviado con una sotana de diseño preconciliar, en el 76, en plena transición, creó un grupo de juventudes hitlerianas en el Puente de Vallecas. Se vanagloriaba de llevar pistola, aunque por fortuna, nunca la mostró, y por lo que me cuenta, era un bocazas, y varias veces se la rompieron a causa de sus alardes y excesos verbales. Nunca he tenido claro si en alguna de ellas tuvo algo que ver, siempre ha sido reticente a aclarármelo y responde con evasivas, aunque sospecho que sí.

En marzo de 1.975 ingresó en el Partido Socialista de la mano de un compañero de colegio que le preparó una cita con la persona encargada del reclutamiento. Previamente había estado trabajando en un grupúsculo acratoide en el mismo Vallecas. Con ellos aprendió el trabajo político en la clandestinidad y a imprimir panfletos con una vietnamita: una rudimentaria imprenta artesanal, descendiente de las que empleo el «Vietcong». Ya con el PSOE, durante las manifestaciones de protesta por las últimas ejecuciones de Franco, fue detenido y llevado a la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Durante el interrogatorio, de la manera en que se hacía entonces, se organizó una trifulca, y aprovechando un descuido, se liberó y le dio dos hostias a un comisario con cierto renombre en los ambientes represores. A causa de las que le dan a continuación a él, lo ingresan en el Hospital Penitenciario de Carabanchel, le hacen un consejo de guerra y le acusan de terrorismo. No necesitaban pretextos, pero como prueba, afirmaron que tenía un manual de fabricación de armas en su casa. Nunca he visto nada tan ridículo y patético como eso, el supuesto manual resultó ser el libro “Arde París” de Dominique Lapierre y Larry Collins. En él, en uno de los capítulos, se relata como la resistencia fabricaba cócteles molotov para luchar contra los nazis. Le condenan a diez años de prisión por terrorismo, y a pesar de ser menor, es internado en la Prisión Provincial de Carabanchel, en concreto, en la 7.ª galería, la de los peligrosos.

—Tu culo va a estar muy cotizado aquí, —le dijo sonriendo el comisario agredido, que le acompaño durante el ingreso y que sin duda había tenido algo que ver en todo esto—. Lo vas a pasar muy bien.

Lo cierto es que fue todo lo contrario. Cuando entró a la galería de los peligrosos, un energúmeno de más de cien kilos, más ancho que alto, y con los brazos llenos de tatuajes carcelarios le cerró el paso. José Luis, muy asustado, se le quedo mirando intentando aguantar el tipo, de alguna manera.

—¿Tú eres el que le ha partido la boca al hijo de puta del comisario? —espetó a bocajarro.

—¡Eh!… creo que si, —contestó José Luis con un hilo de voz.

—Pues entonces eres amigo mío. Ya he avisado a todos: si alguien se pasa contigo, me lo dices, —y soltó una sonora carcajada al tiempo que le daba un golpazo en la espalda que casi le dejó sin aire y le hizo trastabillar—. Me caes bien chaval. ¡Qué huevos!

—Pues no sabes cómo me alegro, —logró decir José Luis mientras el grandullón cogía su petate y le achuchaba.

—Me lo tienes que contar todo con pelos y señales.

Tertuliano Dalmau era un atracador de medio pelo especializado en estancos. Durante sus fechorías, no solo se apoderaba de la caja del establecimiento, también se abastecía de Celtas Cortos, marca de la que era adicto. Estaba condenado a treinta años, resultado de sus correrías y de las que le atribuyeron para cerrar expedientes. Durante los dos años que José Luis estuvo en Carabanchel se convirtió en su amigo y guardaespaldas, y veló constantemente para que no tuviera ningún contratiempo.

En torno a José Luis, se formó un grupito reducido pero peculiar, Osvaldo Ventura era un profesor de conservatorio que había asesinado a su esposa y su amante a causa de una infidelidad continuada. Nadie que le conociera, comprendía como alguien como él había podido estrangular a su mujer, y acuchillar al amante. Cuando a los setenta años salió en libertad, José Luis le recogió y le pago una residencia privada donde estuvo hasta su muerte. Él, le enseño a tocar la guitarra al estilo del conservatorio, y le enseño el solfeo suficiente para poder leer música e interpretarla. El otro componente del grupo era Eliodoro San Juan, escritor autodidacta, estafador profesional y cantamañanas. Desde luego, como estafador era una birria, la mitad de su vida la había pasado encerrado a causa de su «profesión». En sus largos periodos carcelarios se aficionó a escribir, y enseño a José Luis a hacerlo correctamente, sin faltas de ortografía y con estilo. Un par de meses antes de su salida de la cárcel, escribió su primer poema, sobre la soledad y los amigos. Eliodoro nunca lo vio, desgraciadamente había muerto de un infarto un mes antes.

Tertuliano asistía a las clases de José Luis y, aunque nunca fue capaz de tocar la guitarra, si aprendió a leer y escribir. Hombre de pocas palabras, era un amigo leal y servicial y, aunque nunca lo dijo, todos sabían que estaba agradecido. Cuando a mediados de los ochenta salió de la cárcel, se incorporó inmediatamente a los negocios de José Luis. Entre ellos no hacían falta las palabras, todo era un juego de gestos y miradas. Cuándo yo le conocí era ya muy mayor, pero conservaba el vigor de antaño. Recuerdo la primera visita que hice a su casa de la calle Ruiz. Se empeñó en homenajearnos, y después de achucharme con sus enormes brazos, con el cariño que un padre lo hace con su futura nuera, nos preparó café de puchero, al que se había aficionado en la cárcel. Cada cierto tiempo se levantaba, abría la nevera, y le daba un tiento a la botella de «Anís del Mono» que siempre tenía en ella. Charlamos durante casi toda la tarde, en medio de la tremenda humareda que desprendía su Farias, sustituto de sus amados y desaparecidos Celtas Cortos. Por más que lo intenté, nunca logre que dejara de fumar. Incluso al final de su vida, estando ya ingresado en la clínica, se me escapaba y lo encontraba en los baños echando un «pitillito» como el decía. Yo medio llorando le recriminaba su actitud, y el siempre me prometía que no lo volvería hacer, pero era incapaz de cumplir su promesa: uno de los mayores misterios a los que me enfrente, fue descubrir de donde sacaba los cigarrillos, siempre de tabaco negro. Nunca lo conseguí, y el día de su muerte, mientras lloraba desconsolada por mi viejo y amado atracador de estancos, que durante un tiempo, y sin yo saberlo, me había protegido, deposite una cajetilla de Celtas cortos que compre a un coleccionista, y un mechero del Atlético de Madrid, en el nicho del cementerio de Carabanchel donde depositamos sus cenizas.

José Luis salió libre con la segunda amnistía política en marzo de 1.977, el mismo año que nací yo, después de una revisión de las condiciones de su condena. En la puerta de la cárcel le estaban esperando algunos de los lideres del partido, como era habitual. Mientras trabajaba en la construcción, en el seno del partido en Vallecas vivió la transición, y los acontecimientos previos al intento de golpe de estado de Tejero, donde actúo de enlace entre las distintas agrupaciones y casas del pueblo de Madrid. Unos hechos, que posteriormente conformaron la victoria de Felipe González en las generales de 1.982.

A final de ese año, un buen amigo, bien relacionado con grupos ecologistas nacionales e internacionales, principalmente alemanes, le dijo que Greenpeace buscaba tripulantes para uno de sus barcos y que le podia dar una carta de presentación. No se lo pensó, rápidamente gestionó el pasaporte y en enero de 1.983, con todas sus cosas, no eran muchas, metidas en una mochila, viajó en tren a Rotterdam. El barco en cuestión es el Rainbow Warrior, un antiguo carguero comprado por la organización en 1.978 y posteriormente modernizado en 1.981 para adecuarlo a las necesidades de la organización. Su nombre hace referencia a una antigua leyenda de los indios norteamericanos que cuenta que un Guerrero del Arcoíris (Rainbow Warrior) vendrá para salvar al planeta de un desastre medioambiental. En febrero de 1.983, entró como tripulante en el Guerrero, puesto que tuvo que dejar forzosamente en 1.985. Durante este periodo participo en numerosas campañas ecologistas de impacto internacional: caza de focas, caza de ballenas, pruebas nucleares, y contaminación de los mares. En julio de 1.985, el Guerrero llegó al puerto de Auckland (Nueva Zelanda), para comenzar una campaña contra las pruebas nucleares francesas en el atolón de Mururoa. El 10 de julio, diez minutos antes de la medianoche, una gran explosión sacudió las instalaciones del puerto. Como se demostró durante la investigación y posterior juicio, los servicios secretos franceses volaron el Guerrero para acabar con la campaña antinuclear contra Francia. También acabaron con la vida del fotógrafo del barco, Fernando Pereira que era el único que se encontraba a bordo. Desde el tugurio portuario donde la tripulación estaba de fiesta, oyeron claramente la terrible explosión que acabó con el barco ecologista y con Fernando. Cuando los primeros tripulantes llegaron a él, entre ellos José Luis, el Guerrero ya estaba tumbado de costado sobre el fondo del puerto.

En los casi dos años y medio que estuvo embarcado ahorro mucho dinero, en altamar no había donde gastarlo, y cuando regresó a España comenzó su negocio inmobiliario. Primero solo, y luego con la ayuda de su hermano, empezó a comprar pisos y a reformarlos. Eran pisos antiguos en el centro de Madrid, que llevaban tiempo deshabitados y, que cuándo pasaban por sus manos, parecían nuevos y modernos. Tuvo mucho éxito, y con los beneficios de los primeros fue comprando más, y así, sucesivamente. Su hermano Rafael entró en la empresa con el y se convirtió en su socio.

Pero no estaría mucho tiempo aquí, catorce meses después se fue como cooperante de ACNUR (Oficina para los refugiados de Naciones Unidad) al cuerno de África. La zona vive unos años terribles: guerras, hambre y epidemias. La interminable guerra entre Etiopía y Eritrea, había provocado un tremendo desastre humanitario y había mucho que hacer. En 1.987, Eritrea alcanzó la autonomía y seis años después la independencia. Pero esto no cambió mucho la situación de la zona, a la que hay que añadir la caótica situación en Somalia, donde grupos armados intentan repartirse los despojos de lo que podría ser una gran nación. Grandes zonas del país y el centro de la capital, Mogadiscio, están controlados por un señor de la guerra, Mohamed Farrah Aidid. El 3 de Octubre de 1.993, fuerzas norteamericanas de Rangers y Delta Forcé pusieron en marcha una operación, sin contar con nadie, despreciando a los cascos azules de la ONU, para detener a los principales colaboradores de Aidid. La operación es una cagada total y aunque los detienen, los norteamericanos pierden 19 hombres por entre 1.000 y 3.000 guerrilleros y civiles. La situación se volvió muy difícil, y a comienzos de 1.994, ACNUR desmanteló los campos de refugiados del valle Juba: Almadow, Sakow, Bu’alé y Jillib. La mayor parte fueron trasladados a los campos de Kenia de Dadaab e Ifo. Pero la situación se complicaba cada vez más y en 1.995 la ONU terminó de retirarse de la zona, un año antes lo había hecho EE.UU.: después de agravar las cosas, salieron corriendo. Como segundo coordinador del campo de Bu’alé, José Luis participó en la evacuación hacia Kenia, no solo de su campo, también de los demás. Concluido el trabajo, regresó a España, estaba agotado y harto de la inutilidad política de los lideres de mundo.

A pesar de la retirada, la misión de ACNUR en Somalia no fue un fracaso. Es cierto que por unas causas u otras, cientos de miles de personas murieron. Pero es igualmente cierto que ACNUR, llegó a atender en condiciones terribles, a más de un millón de refugiados que deben la vida a los cientos de cooperantes, incluso norteamericanos, que se la jugaron a diario en África y en otros lugares conflictivos del mundo. Aidid fue asesinado por soldados norteamericanos disfrazados de guerrilleros, el 2 de agosto de 1.996. Es la forma que tiene la Casa Blanca de solucionar las cosas y hacer “justicia”.

A los pocos días de llegar a España, un amigo le convence, después de mucho insistir, para que le acompañe a la fiesta de Pozuelo donde le conocí.

 

lunes, 13 de junio de 2022

Tiempo extra (capitulo 2)



 

Lo tenía frente a mí. Estaba vestido con un pantalón corto de la selección española de futbol, una camiseta de algodón azul de tirantes que dejaban al descubierto los tatuajes de sus brazos, y unas chanclas en los pies. No sé por qué no me sorprendieron los tatuajes, la noche de la fiesta no se los había visto, pero fue como si hubiera tenido constancia de ellos toda la vida: me pareció absolutamente normal. En definitiva, una de esas cosas raras que me pasan a mí. En la mano izquierda, sujetaba un libro gordo, de aspecto sucio y viejo, con el dedo índice introducido entre sus páginas para marcar por donde iba, mientras unas gafas de leer cabalgaban sobre su calva perfectamente afeitada.

No estaba dispuesta a desaprovechar la oportunidad y había ido preparada para la guerra. Físicamente soy muy pequeña, me faltan algunos centímetros para llegar a uno sesenta, pero ¡qué cojones!, estoy buena y si me miró con el prisma de la coquetería, espectacular. Debido a una deficiencia genética, no me crece vello corporal en

ninguna parte de mi cuerpo, salvo en la cabeza. Desnuda llamo mucho la atención a causa de mi zona genital carente de vello; lo que actualmente está generalizado entre las mujeres de todo el mundo, entonces no lo era, aunque en esa época, la extensión del bosque genital femenino, e incluso masculino, ya se iba reduciendo drásticamente: estaba en claro retroceso. Aparte de mi estatura, y mis peculiaridades físicas y genéticas, lo que más llama la atención de mí, incluso superando lo anterior, son mis ojos, de un verde intenso, y como un amigo me dijo en una ocasión, de un verde imposible. Mi pelo, de un intenso negro azabache, siempre lo llevo a media melena, decorado con ligeras mechas de colores llamativos, cuya extensión depende de mi estado de ánimo. De pecho no ando muy sobrada, pero no me puedo quejar. Conforme a mi reducida estatura, mis tetas se mantienen firmes y tersas en su lugar con la prestancia que daban los dieciocho años, y que todavía, años después, siguen en su sitio. Para la ocasión, logré introducirme en unos pantaloncitos cortos de color amarillo, tan ajustados, que los bolsillos eran un simulacro casi inutilizables. Una camisilla corta sin mangas, también amarilla pero de cuadros blancos, se anudaba en la cintura y dejaba al descubierto mi vientre, liso pero sin tono muscular. Como calzado también llevaba unas chanclas que dejaban ver mis pies con las uñas pintadas de color morado intenso, al igual que las de las manos.


 

Recuperado de la sorpresa inicial, me observó pausadamente, con detenimiento, de arriba abajo. Miró a mis ojos y me vio decidida, casi desafiante, una pose estudiada para enmascarar mi descarado nerviosismo. Muy lentamente, extendió la mano y cogió el carné que mantenía cogido entre los labios, lo miró, lo estudió, me volvió a mirar, me tendió el documento y se apartó de la puerta. Quise saborear el momento, sabía perfectamente lo que iba a pasar, pero a pesar de mis nervios no tenía miedo. Durante los últimos tres meses, desde que le conocí, me había estado preparando para este momento. Continuamente fantaseaba sobre como seria, que le diría, que me diría él, que haríamos. Sabía perfectamente que muchas cosas iban a cambiar en mi vida, pero nunca llegué a imaginar hasta que punto. Lentamente traspasé la puerta de la casa que, mucho tiempo después, y después de diversas vicisitudes, seria mi hogar definitivamente.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —me preguntó con afabilidad.

—En autobús.

—Me refiero a este piso.

—Lo siento, he visto la puerta abierta, había una señora sacando la basura, y me he colado. En el telefonillo había visto que vivías en el último piso y he subido por la escalera.

—¿Y por qué lo has hecho? —me preguntó divertido— solo tenias que llamar.

—Pues no sé, supongo que quería darte una sorpresa. Reconoce que lo he conseguido, —contesté con una amplia sonrisa.

—¡Ya lo creo! Sí, lo reconozco: no te esperaba.

—Me dijiste que viniera.

—Si, si, pero es que las chicas jóvenes y guapas no suelen fijarse en tíos calvos que podrían ser sus padres.

—Pero es que yo no soy como las demás chicas, tú mismo dijiste que era especial.

—Y lo sigo pensando, ¿quieres que te enseñe la casa?

—Sí, por favor, me encantaría. Parece que es muy grande.

—Posiblemente demasiado para alguien que vive solo. Estuve un tiempo embarcado, hace unos años, y no es que padezca claustrofobia, solo que, si lo puedo evitar, prefiero tener espacio para moverme.

—¿Estuviste embarcado? Que emocionante.

—Si tuvieras que compartir un camarote minúsculo con otros tres tíos, dos alemanes y un finlandés, te aseguro que no te parecería tan emocionante.

—Posiblemente, pero es que a mí, todo me parece emocionante, —y era verdad, mi vida hasta entonces se limitaba a mi barrio, mi familia y mis amigas, y no había emociones en ella.

—¡Bueno!, no te preocupes por eso, —me dijo sonriendo— ya llegaran, ten en cuenta que eres muy joven todavía.

—No soy una niña, —dije parándome en seco— soy una mujer.

—Por supuesto, no he querido decir lo contrario, —respondió cogiéndome una mano—, si te he dado esa impresión te pido disculpas.

—¡No, no! soy yo quien te pide disculpas, soy una idiota.

—Creo que es mejor que iniciemos la visita, —me dijo sonriendo, con esa sonrisa que no abandono en ningún momento. Guió mi mano para que le cogiera del brazo y nos adentramos en la vivienda.


 


 José Luis vivía en un edificio de cuatro plantas de la calle Alfonso XII, por detrás del Museo del Prado y frente al Parque del Retiro. Cuando le conocí, todo el inmueble era ya de su propiedad, lo había ido comprando, vivienda a vivienda a los anteriores propietarios y, recientemente, había sido reformado casi en su totalidad para adecuarlo a sus necesidades. Por eso me preguntó que como había subido, porque el portal no es de acceso libre como una finca urbana normal, está siempre cerrado. Yo no lo supe hasta que llegué a él, y toda la puesta en escena, con el carné de identidad en la boca, se me venia abajo si llamaba al telefonillo: el factor sorpresa desaparecía. Por eso, cuándo por un golpe de suerte ví la oportunidad de colarme, no lo pensé y lo hice. No utilice el ascensor para no ser descubierta, y con sigilo, subí por la escalera; por fortuna, en la tarjeta de visita que me dio en la fiesta, venia el número de la planta donde vivía, que como ya he dicho, confirmé en el telefonillo.

El edificio tenía dos niveles de sótano transformados durante la reforma en aparcamientos. En el inferior, José Luis tenía su colección de coches clásicos, que normalmente compraba en desguaces, aunque algunas veces los traía de la zona del Caribe, principalmente Cuba. Generalmente roadster americanos, principalmente de los años cincuenta, y principios de los sesenta: Ford, Osmobil, Pontiac, Plymouth, Dodge, Chevrolet. Pero para mi gusto personal, la “joya de la corona” es un Mercedes-Benz 540 K de 1936 del que estoy enamorada. El mismo los repara, los tunea sin que pierdan su aire clásico y los equipa con poderosos motores de más de trescientos caballos de potencia, muy al gusto americano debido al precio de la gasolina, nada que ver con los precios inflados de impuestos de Europa. Por entonces ya tenía nueve, y llegaría a tener veinticuatro, y solo en dos ocasiones salieron de casa, todos juntos me refiero, porque los solemos utilizar en escapadas de fin de semana, principalmente cuándo llega el buen tiempo: más de la mitad son convertibles. La primera vez, fue para el Gran Premio de Fórmula 1 de Jerez del 2.006. Los pilotos pujaron por los coches para una ONG infantil y luego hicieron una vuelta lanzada y cronometrada con ellos, y la segunda, para una exposición especial en el Matadero de Madrid.

Su casa ocupaba toda la última planta, dos viviendas comunicadas por el vestíbulo de entrada. Hacia la derecha la zona más privada, con un gimnasio bien equipado que prácticamente solo usa él: yo no soy muy deportista y cuándo lo hago, es para trotar cansina en la cinta. A continuación, un cuarto de baño enorme, lleno de plantas y con las paredes alicatadas con azulejos andaluces de dos tipos separados a media altura por una cenefa con motivos árabes. Es mucho más grande que el salón de la casa de mis padres. Lo que más me llamó la atención fue la ducha, no tenía puerta, ni plato, solo una mampara de cristal la separaba del resto de baño y el agua caía directamente al suelo. Le sigue un pequeño vestidor instalado en una esquina de una habitación alargada y cuatro veces más grande. Con el tiempo el vestidor ha pasado a ocupar toda la habitación, pero José Luis sigue ocupando el mismo sitio que ahora, el resto es mío y es que tengo que admitir, que tengo más ropa, y más zapatos, sobre todo esto último, que la filipina. El conjunto se completó, mucho tiempo después con un tocador procedente del Teatro de la Comedia, y que se situó al fondo del todo. Al final del pasillo se habría directamente el dormitorio principal, sin puerta, una arcada delimitaba el espacio. A la derecha y sobre una zona elevada a la que se accede por los lados con dos pequeñas escaleras de tres peldaños, esta la cama. El cabecero y las mesillas son de obra y la pared pintada de marrón sucio deja al descubierto algunos desconchones por el que se ven los ladrillos originales del edificio.

Desde el vestíbulo, por la izquierda, se accede a las zonas más comunes. La cocina, por donde yo no aparezco mucho, principalmente porque no me dejan. Enorme, y totalmente equipada con todo tipo de electrodomésticos, está presidida por una gran mesa central que vale para todo, y una puerta la comunica con el comedor, con la mesa cuadrada más grande que había visto en toda mi vida, y un gran aparador castellano donde se guarda la vajilla y la cubertería. Las dos piezas las compró en el Rastro, en el Campillo, a uno de esos amigos insospechados que le deben favores. Un experto las dató, tiempo después, en el siglo XVIII. La estancia comunica también con el pasillo, por el que a continuación se llega a una gran habitación que hace de despacho y biblioteca, y donde se encuentra otra de las aficiones: cómics o tebeos cómo él los llama. Entonces tenía varios cientos, casi mil, pero ahora tiene varios miles, la mayor parte de Marvel, editorial de la que es fan, aunque también tiene muchos españoles. Toda la parte izquierda esta llena de estanterías, forrando las paredes y tres paralelas en medio. No estaban llenas, y aun hoy, quedan muchos huecos a pesar de los muchos miles de libros que tenemos. Al fondo del pasillo están los salones. Hay dos, el más grande con unos sofás de piel blanca formado una U y una mesa lacada en negro en el centro, alguna estantería también negra en las paredes blancas y varias sillas. No hay más, todo muy sencillo, simple y minimalista. Al fondo se accede a mi lugar favorito: el salón árabe. Más pequeño, más acogedor, y absolutamente maravilloso. Las paredes están decoradas con motivos árabes y cortinas marroquíes; el suelo con alfombras sirias y egipcias, y cojines jordanos. En ningún lugar de la casa encontrabas una televisión, a José Luis no le interesa, aunque ahora hay una en el salón grande.

Todo lo veía como los niños pequeños: muy grande y deslumbrante. Mis ojos lo devoraban todo con avidez y sin perderme nada. José Luis me paseaba por la casa consciente de mi nerviosismo explicándome todo, enseñándome todo, dándome tiempo para no agobiarme. Yo le seguía alucinada, jamás había visto una casa así, y con toda seguridad era veinte o treinta veces más grande que la de mis padres. Cuando llegamos al salón árabe me ofreció un té, y mecánicamente dije que sí, aunque nunca lo había probado. Él, sonrió imaginándoselo, y preparó una variedad pakistaní muy especiada que me encantó y desde entonces lo prefiero al café.

Sentados en el suelo y recostados en los cojines, me contó como la planta inferior a la que estábamos, estaba desocupada pero tenía la intención de hacer una planta de invitados. En la primera planta vivía la familia Huatuco Heath: Argimiro, Jennifer y el pequeño Servando de diez años que, pasado el tiempo, se convirtió en uno de nuestros mejores amigos y su principal, y casi único, colaborador con los coches. También estaba su tía Lucinda y, posteriormente, llegarían Imelda y Ángela. Toda la familia se ocupaba de los trabajos domésticos y de mantenimiento del edificio. Llegaron a España huyendo de los malos tiempos peruanos, que coincidieron con el comienzo de la guerra. Entre las fuerzas del gobierno y Sendero Luminoso, convirtieron el Perú en un infierno donde, como siempre, las clases bajas son las que más sufrieron y la miseria y la injusticia se extendieron por el país. Después de un tiempo en España y diferentes ocupaciones, Argimiro empezó a trabajar en una de las empresas del futuro grupo Hermosa. Gracias a sus aptitudes profesionales ascendió rápidamente a capataz de obra, participando tiempo después en las obras de reforma y modernización del edificio de Alfonso XII. José Luis le ofreció a Jennifer que se ocupara de los trabajos domésticos y junto con su hermana Lucinda ocuparon toda la primera planta. Para mí, Jenny es como mi segunda madre, la quiero horrores y sé que ella me adora, me lo ha demostrado en innumerables ocasiones.


 

Estaba nerviosa, él lo sabía y el paseo por la casa me tranquilizó bastante. Mi experiencia sexual se resumía en algún morreo rápido y a una pajilla que le hice a un compañero de facultad en el primer año de carrera, que cuando se enteró de mi edad, salió huyendo como un conejo, y no le volví a ver el pelo: se debió cambiar de universidad el muy cobarde. El momento había llegado. Recostados sobre los almohadones, me cogió la mano y se lo llevo a los labios. Lo que a muchas les parecerá una cursilería, a mí, me pareció maravilloso. Me atrajo hacia sí y me abrazó con suavidad mientras nuestros labios coincidían. Nos besamos mucho, al principio con suavidad y paulatinamente con más énfasis, y sin darme cuenta me encontré desnuda entre sus brazos. Al final de unos largos juegos que me subieron al paraíso del placer, y me pusieron al borde del éxtasis, me penetró con mucha delicadeza. No sentí el más mínimo dolor, solo la felicidad inmensa de sentirme penetrada por él. Me amó despacio, con mucha tranquilidad, sin prisas mientras yo me retorcía entre sus brazos envuelta en un éxtasis total y absoluto. Cuando todo acabó, besó incansable cada centímetro de mi piel, los labios, el cuello, las axilas, mis pechos. Permanecí sobre el suyo, mientras me acariciaba el pelo, la espalda y el trasero con la mano.

—¿Quieres que vuelva mañana? —le pregunté incorporándome y mirándole a los ojos con aplomo ficticio intentando ocultar mi incertidumbre.

—Yo, sí. ¿Y tú, quieres volver?

—Yo no quiero ni irme, —dije sonriendo.

— Pero tus padres se alarmaran.

—Seguro que si, nunca he dormido fuera de casa. Bueno, para todo siempre hay una primera vez.

—Debemos tomarnos las cosas con tranquilidad y pensarlo todo muy bien, —me dijo con mucho tacto, midiendo las palabras para no herirme—. Tú eres muy joven y yo empiezo a ser muy maduro.

—He tenido tres meses para pensar bien las cosas, mi amor. Seria capaz de dejarlo todo, no lo dudes.

—Mira, estás en la universidad y no voy a permitir que lo dejes, y además, yo tengo un negocio del que debo ocuparme.

—¡Pero yo quiero estar contigo!

—Muy bien cariño, pero vamos a ir paso a paso y sin prisas, —y después de una pausa añadió—. ¿Estas de acuerdo?

—No, pero si tú lo quieres así, de acuerdo.