Lo tenía frente a mí. Estaba vestido con un pantalón corto de la selección española de futbol, una camiseta de algodón azul de tirantes que dejaban al descubierto los tatuajes de sus brazos, y unas chanclas en los pies. No sé por qué no me sorprendieron los tatuajes, la noche de la fiesta no se los había visto, pero fue como si hubiera tenido constancia de ellos toda la vida: me pareció absolutamente normal. En definitiva, una de esas cosas raras que me pasan a mí. En la mano izquierda, sujetaba un libro gordo, de aspecto sucio y viejo, con el dedo índice introducido entre sus páginas para marcar por donde iba, mientras unas gafas de leer cabalgaban sobre su calva perfectamente afeitada.
No estaba dispuesta a desaprovechar la oportunidad y había ido preparada para la guerra. Físicamente soy muy pequeña, me faltan algunos centímetros para llegar a uno sesenta, pero ¡qué cojones!, estoy buena y si me miró con el prisma de la coquetería, espectacular. Debido a una deficiencia genética, no me crece vello corporal en
ninguna parte de mi cuerpo, salvo en la cabeza. Desnuda llamo mucho la atención a causa de mi zona genital carente de vello; lo que actualmente está generalizado entre las mujeres de todo el mundo, entonces no lo era, aunque en esa época, la extensión del bosque genital femenino, e incluso masculino, ya se iba reduciendo drásticamente: estaba en claro retroceso. Aparte de mi estatura, y mis peculiaridades físicas y genéticas, lo que más llama la atención de mí, incluso superando lo anterior, son mis ojos, de un verde intenso, y como un amigo me dijo en una ocasión, de un verde imposible. Mi pelo, de un intenso negro azabache, siempre lo llevo a media melena, decorado con ligeras mechas de colores llamativos, cuya extensión depende de mi estado de ánimo. De pecho no ando muy sobrada, pero no me puedo quejar. Conforme a mi reducida estatura, mis tetas se mantienen firmes y tersas en su lugar con la prestancia que daban los dieciocho años, y que todavía, años después, siguen en su sitio. Para la ocasión, logré introducirme en unos pantaloncitos cortos de color amarillo, tan ajustados, que los bolsillos eran un simulacro casi inutilizables. Una camisilla corta sin mangas, también amarilla pero de cuadros blancos, se anudaba en la cintura y dejaba al descubierto mi vientre, liso pero sin tono muscular. Como calzado también llevaba unas chanclas que dejaban ver mis pies con las uñas pintadas de color morado intenso, al igual que las de las manos.
Recuperado de la sorpresa inicial, me observó pausadamente, con detenimiento, de arriba abajo. Miró a mis ojos y me vio decidida, casi desafiante, una pose estudiada para enmascarar mi descarado nerviosismo. Muy lentamente, extendió la mano y cogió el carné que mantenía cogido entre los labios, lo miró, lo estudió, me volvió a mirar, me tendió el documento y se apartó de la puerta. Quise saborear el momento, sabía perfectamente lo que iba a pasar, pero a pesar de mis nervios no tenía miedo. Durante los últimos tres meses, desde que le conocí, me había estado preparando para este momento. Continuamente fantaseaba sobre como seria, que le diría, que me diría él, que haríamos. Sabía perfectamente que muchas cosas iban a cambiar en mi vida, pero nunca llegué a imaginar hasta que punto. Lentamente traspasé la puerta de la casa que, mucho tiempo después, y después de diversas vicisitudes, seria mi hogar definitivamente.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —me preguntó con afabilidad.
—En autobús.
—Me refiero a este piso.
—Lo siento, he visto la puerta abierta, había una señora sacando la basura, y me he colado. En el telefonillo había visto que vivías en el último piso y he subido por la escalera.
—¿Y por qué lo has hecho? —me preguntó divertido— solo tenias que llamar.
—Pues no sé, supongo que quería darte una sorpresa. Reconoce que lo he conseguido, —contesté con una amplia sonrisa.
—¡Ya lo creo! Sí, lo reconozco: no te esperaba.
—Me dijiste que viniera.
—Si, si, pero es que las chicas jóvenes y guapas no suelen fijarse en tíos calvos que podrían ser sus padres.
—Pero es que yo no soy como las demás chicas, tú mismo dijiste que era especial.
—Y lo sigo pensando, ¿quieres que te enseñe la casa?
—Sí, por favor, me encantaría. Parece que es muy grande.
—Posiblemente demasiado para alguien que vive solo. Estuve un tiempo embarcado, hace unos años, y no es que padezca claustrofobia, solo que, si lo puedo evitar, prefiero tener espacio para moverme.
—¿Estuviste embarcado? Que emocionante.
—Si tuvieras que compartir un camarote minúsculo con otros tres tíos, dos alemanes y un finlandés, te aseguro que no te parecería tan emocionante.
—Posiblemente, pero es que a mí, todo me parece emocionante, —y era verdad, mi vida hasta entonces se limitaba a mi barrio, mi familia y mis amigas, y no había emociones en ella.
—¡Bueno!, no te preocupes por eso, —me dijo sonriendo— ya llegaran, ten en cuenta que eres muy joven todavía.
—No soy una niña, —dije parándome en seco— soy una mujer.
—Por supuesto, no he querido decir lo contrario, —respondió cogiéndome una mano—, si te he dado esa impresión te pido disculpas.
—¡No, no! soy yo quien te pide disculpas, soy una idiota.
—Creo que es mejor que iniciemos la visita, —me dijo sonriendo, con esa sonrisa que no abandono en ningún momento. Guió mi mano para que le cogiera del brazo y nos adentramos en la vivienda.
José Luis vivía en un edificio de cuatro plantas de la calle Alfonso XII, por detrás del Museo del Prado y frente al Parque del Retiro. Cuando le conocí, todo el inmueble era ya de su propiedad, lo había ido comprando, vivienda a vivienda a los anteriores propietarios y, recientemente, había sido reformado casi en su totalidad para adecuarlo a sus necesidades. Por eso me preguntó que como había subido, porque el portal no es de acceso libre como una finca urbana normal, está siempre cerrado. Yo no lo supe hasta que llegué a él, y toda la puesta en escena, con el carné de identidad en la boca, se me venia abajo si llamaba al telefonillo: el factor sorpresa desaparecía. Por eso, cuándo por un golpe de suerte ví la oportunidad de colarme, no lo pensé y lo hice. No utilice el ascensor para no ser descubierta, y con sigilo, subí por la escalera; por fortuna, en la tarjeta de visita que me dio en la fiesta, venia el número de la planta donde vivía, que como ya he dicho, confirmé en el telefonillo.
El edificio tenía dos niveles de sótano transformados durante la reforma en aparcamientos. En el inferior, José Luis tenía su colección de coches clásicos, que normalmente compraba en desguaces, aunque algunas veces los traía de la zona del Caribe, principalmente Cuba. Generalmente roadster americanos, principalmente de los años cincuenta, y principios de los sesenta: Ford, Osmobil, Pontiac, Plymouth, Dodge, Chevrolet. Pero para mi gusto personal, la “joya de la corona” es un Mercedes-Benz 540 K de 1936 del que estoy enamorada. El mismo los repara, los tunea sin que pierdan su aire clásico y los equipa con poderosos motores de más de trescientos caballos de potencia, muy al gusto americano debido al precio de la gasolina, nada que ver con los precios inflados de impuestos de Europa. Por entonces ya tenía nueve, y llegaría a tener veinticuatro, y solo en dos ocasiones salieron de casa, todos juntos me refiero, porque los solemos utilizar en escapadas de fin de semana, principalmente cuándo llega el buen tiempo: más de la mitad son convertibles. La primera vez, fue para el Gran Premio de Fórmula 1 de Jerez del 2.006. Los pilotos pujaron por los coches para una ONG infantil y luego hicieron una vuelta lanzada y cronometrada con ellos, y la segunda, para una exposición especial en el Matadero de Madrid.
Su casa ocupaba toda la última planta, dos viviendas comunicadas por el vestíbulo de entrada. Hacia la derecha la zona más privada, con un gimnasio bien equipado que prácticamente solo usa él: yo no soy muy deportista y cuándo lo hago, es para trotar cansina en la cinta. A continuación, un cuarto de baño enorme, lleno de plantas y con las paredes alicatadas con azulejos andaluces de dos tipos separados a media altura por una cenefa con motivos árabes. Es mucho más grande que el salón de la casa de mis padres. Lo que más me llamó la atención fue la ducha, no tenía puerta, ni plato, solo una mampara de cristal la separaba del resto de baño y el agua caía directamente al suelo. Le sigue un pequeño vestidor instalado en una esquina de una habitación alargada y cuatro veces más grande. Con el tiempo el vestidor ha pasado a ocupar toda la habitación, pero José Luis sigue ocupando el mismo sitio que ahora, el resto es mío y es que tengo que admitir, que tengo más ropa, y más zapatos, sobre todo esto último, que la filipina. El conjunto se completó, mucho tiempo después con un tocador procedente del Teatro de la Comedia, y que se situó al fondo del todo. Al final del pasillo se habría directamente el dormitorio principal, sin puerta, una arcada delimitaba el espacio. A la derecha y sobre una zona elevada a la que se accede por los lados con dos pequeñas escaleras de tres peldaños, esta la cama. El cabecero y las mesillas son de obra y la pared pintada de marrón sucio deja al descubierto algunos desconchones por el que se ven los ladrillos originales del edificio.
Desde el vestíbulo, por la izquierda, se accede a las zonas más comunes. La cocina, por donde yo no aparezco mucho, principalmente porque no me dejan. Enorme, y totalmente equipada con todo tipo de electrodomésticos, está presidida por una gran mesa central que vale para todo, y una puerta la comunica con el comedor, con la mesa cuadrada más grande que había visto en toda mi vida, y un gran aparador castellano donde se guarda la vajilla y la cubertería. Las dos piezas las compró en el Rastro, en el Campillo, a uno de esos amigos insospechados que le deben favores. Un experto las dató, tiempo después, en el siglo XVIII. La estancia comunica también con el pasillo, por el que a continuación se llega a una gran habitación que hace de despacho y biblioteca, y donde se encuentra otra de las aficiones: cómics o tebeos cómo él los llama. Entonces tenía varios cientos, casi mil, pero ahora tiene varios miles, la mayor parte de Marvel, editorial de la que es fan, aunque también tiene muchos españoles. Toda la parte izquierda esta llena de estanterías, forrando las paredes y tres paralelas en medio. No estaban llenas, y aun hoy, quedan muchos huecos a pesar de los muchos miles de libros que tenemos. Al fondo del pasillo están los salones. Hay dos, el más grande con unos sofás de piel blanca formado una U y una mesa lacada en negro en el centro, alguna estantería también negra en las paredes blancas y varias sillas. No hay más, todo muy sencillo, simple y minimalista. Al fondo se accede a mi lugar favorito: el salón árabe. Más pequeño, más acogedor, y absolutamente maravilloso. Las paredes están decoradas con motivos árabes y cortinas marroquíes; el suelo con alfombras sirias y egipcias, y cojines jordanos. En ningún lugar de la casa encontrabas una televisión, a José Luis no le interesa, aunque ahora hay una en el salón grande.
Todo lo veía como los niños pequeños: muy grande y deslumbrante. Mis ojos lo devoraban todo con avidez y sin perderme nada. José Luis me paseaba por la casa consciente de mi nerviosismo explicándome todo, enseñándome todo, dándome tiempo para no agobiarme. Yo le seguía alucinada, jamás había visto una casa así, y con toda seguridad era veinte o treinta veces más grande que la de mis padres. Cuando llegamos al salón árabe me ofreció un té, y mecánicamente dije que sí, aunque nunca lo había probado. Él, sonrió imaginándoselo, y preparó una variedad pakistaní muy especiada que me encantó y desde entonces lo prefiero al café.
Sentados en el suelo y recostados en los cojines, me contó como la planta inferior a la que estábamos, estaba desocupada pero tenía la intención de hacer una planta de invitados. En la primera planta vivía la familia Huatuco Heath: Argimiro, Jennifer y el pequeño Servando de diez años que, pasado el tiempo, se convirtió en uno de nuestros mejores amigos y su principal, y casi único, colaborador con los coches. También estaba su tía Lucinda y, posteriormente, llegarían Imelda y Ángela. Toda la familia se ocupaba de los trabajos domésticos y de mantenimiento del edificio. Llegaron a España huyendo de los malos tiempos peruanos, que coincidieron con el comienzo de la guerra. Entre las fuerzas del gobierno y Sendero Luminoso, convirtieron el Perú en un infierno donde, como siempre, las clases bajas son las que más sufrieron y la miseria y la injusticia se extendieron por el país. Después de un tiempo en España y diferentes ocupaciones, Argimiro empezó a trabajar en una de las empresas del futuro grupo Hermosa. Gracias a sus aptitudes profesionales ascendió rápidamente a capataz de obra, participando tiempo después en las obras de reforma y modernización del edificio de Alfonso XII. José Luis le ofreció a Jennifer que se ocupara de los trabajos domésticos y junto con su hermana Lucinda ocuparon toda la primera planta. Para mí, Jenny es como mi segunda madre, la quiero horrores y sé que ella me adora, me lo ha demostrado en innumerables ocasiones.
Estaba nerviosa, él lo sabía y el paseo por la casa me tranquilizó bastante. Mi experiencia sexual se resumía en algún morreo rápido y a una pajilla que le hice a un compañero de facultad en el primer año de carrera, que cuando se enteró de mi edad, salió huyendo como un conejo, y no le volví a ver el pelo: se debió cambiar de universidad el muy cobarde. El momento había llegado. Recostados sobre los almohadones, me cogió la mano y se lo llevo a los labios. Lo que a muchas les parecerá una cursilería, a mí, me pareció maravilloso. Me atrajo hacia sí y me abrazó con suavidad mientras nuestros labios coincidían. Nos besamos mucho, al principio con suavidad y paulatinamente con más énfasis, y sin darme cuenta me encontré desnuda entre sus brazos. Al final de unos largos juegos que me subieron al paraíso del placer, y me pusieron al borde del éxtasis, me penetró con mucha delicadeza. No sentí el más mínimo dolor, solo la felicidad inmensa de sentirme penetrada por él. Me amó despacio, con mucha tranquilidad, sin prisas mientras yo me retorcía entre sus brazos envuelta en un éxtasis total y absoluto. Cuando todo acabó, besó incansable cada centímetro de mi piel, los labios, el cuello, las axilas, mis pechos. Permanecí sobre el suyo, mientras me acariciaba el pelo, la espalda y el trasero con la mano.
—¿Quieres que vuelva mañana? —le pregunté incorporándome y mirándole a los ojos con aplomo ficticio intentando ocultar mi incertidumbre.
—Yo, sí. ¿Y tú, quieres volver?
—Yo no quiero ni irme, —dije sonriendo.
— Pero tus padres se alarmaran.
—Seguro que si, nunca he dormido fuera de casa. Bueno, para todo siempre hay una primera vez.
—Debemos tomarnos las cosas con tranquilidad y pensarlo todo muy bien, —me dijo con mucho tacto, midiendo las palabras para no herirme—. Tú eres muy joven y yo empiezo a ser muy maduro.
—He tenido tres meses para pensar bien las cosas, mi amor. Seria capaz de dejarlo todo, no lo dudes.
—Mira, estás en la universidad y no voy a permitir que lo dejes, y además, yo tengo un negocio del que debo ocuparme.
—¡Pero yo quiero estar contigo!
—Muy bien cariño, pero vamos a ir paso a paso y sin prisas, —y después de una pausa añadió—. ¿Estas de acuerdo?
—No, pero si tú lo quieres así, de acuerdo.
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