Siempre viví en Villaverde. Nací en septiembre de 1.977 en la maternidad del entonces 1.º de Octubre, y que posteriormente fue cambiado por otro nombre con menos reminiscencias fascistas, más democrático. Villaverde Alto no solo era mi barrio, era mi mundo, mi universo, y de alguna manera lo sigue siendo. Rara vez salía de él, e incluso en las vacaciones permanecía allí. Mi familia no tenía recursos para pagarse unas vacaciones como Dios manda en Benidorm o algún otro lugar de la costa mediterránea. Solo en una ocasión salimos del barrio para ir a Valencia, a casa de unos primos de mi madre. Gracias a esas vacaciones conocí el mar y la playa, me achicharre al sol y jugué en la arena con mis primos segundos durante casi un mes: fue genial.
El ir a la fiesta de Pozuelo fue algo absolutamente excepcional para mí, y todavía no sé cómo me decidí o como me deje liar. Es curioso lo que un hecho así puede cambiarte la vida.
—¡Venga ya tía! No seas tonta, —me decía Almudena.
—¡No sé, Almu! Es que no conozco a nadie.
—Y que más da, nos conoces a nosotras.
—¡No sé, tía!
—Venga, que sí, que nos vamos a reír, ya veras.
—¡Jolines tía!
—¡Venga! Que si, que si, que si, que si…
—¡No seas pesada!
—… que si, que si, que si, que si…
—¡Joder!
—… que sí, que sí.
—Venga vale, ¡pero volvemos pronto!
—A ver si tenemos que venirnos antes de llegar, —bromeó mi hermana.
—No seas payasa, ya sabes a que me refiero.
—¡Bueno vale!, lo intentaremos…, pero no te prometo nada.
Como ya he dicho mi familia era sencilla: mi padre empleado de Metro, y mi madre ama de casa. Se conocieron en el barrio, a principio de los sesenta, cuándo coincidieron, con sus respectivas familias, en el circo Atlas, el de los maravillosos Hermanos Tonetti, uno de esos fantásticos espectáculos que recorrían la España de esos años. Se las ingeniaron para encontrarse y empezar a salir a espaldas de las familias: por entonces mi madre tenía quince años y mi padre uno más. Al año siguiente, mi padre entró en el colegio de la Paloma, en la zona norte de la capital donde estudio mecánica, y gracias a eso, cuándo termino los estudios pudo meterse en el Metro de Madrid, por mediación de un amigo de su padre. Al poco tiempo, y con el visto bueno de sus padres, compró el piso de Villaverde, muy próximo al de ellos. Cuándo mi madre terminó los estudios, entró a trabajar en la limpieza de la fábrica de la Renault. Siguió en ese trabajo hasta que se casaron y nació mi hermana.
Almudena, es casi dos años mayor que yo, y es, ha sido, y siempre será mi mejor amiga. Renunció demasiado pronto a la posibilidad de ir a la universidad y se decidió por cursar estudios de ofimática, contabilidad y derecho mercantil. Yo, y ella también, estudie con las monjas del Carmen, y no tuve problemas con ellas. Mi carácter sumiso y obediente, junto a mi aplicación en los estudios me convirtieron en una alumna modelo, en definitiva, en una empollona. Una de ellas, sor Jacinta, se percató rápidamente de lo especial que era y luchó para que pudiera recibir clases suplementarias. Como mis padres no podían costear ese gasto extra, durante varios años, venia a mi casa a ayudarme en los estudios gratuitamente, incluso después de su jubilación. Ella era el fruto de la época en que nació, al final de la dictadura de Primo re Rivera. Originaria de Camas, un pueblo de Sevilla, su familia, cuándo contaba trece años, la entregó, junto con su hermana, al convento del pueblo porque no podían mantenerlas. Eran los años de la victoria, de las revanchas y del hambre. Después, ya mayor, no tuvo la valentía suficiente para salir del convento, buscar marido y tener hijos. Cuándo se ordenó, se trasladó a otro convento de Madrid, próximo a la Universidad Complutense, que disponía de escuela. Allí se sacó la carrera de magisterio y comenzó definitivamente su carrera docente. Siempre exhibía un carácter agrio y seco, pero yo sabía que era solo fachada, un mecanismo para no encariñarse excesivamente con los niños, a los que adoraba. Conmigo fracaso estrepitosamente, me quería como a una hija y yo a ella.
Casi al mismo tiempo que mi hermana renunciaba, yo entré en la Complutense en 1.992 a los quince años. Como iba muy adelantada respecto a mi edad, tuve que hacer una prueba especial de acceso, un examen oral que aprobé con sobresaliente. Comencé la carrera de medicina terminando el periodo universitario en tres años, aunque en realidad fueron cuatro, porque tuve un periodo en blanco entre el segundo y el tercer año.
En 1.997 ya vivía con José Luis. Recién empezado mi periodo MIR, recibí una oferta para trabajar en el Chelsea & Westminster Hospital de Londres y completar ese periodo allí. A pesar de las dudas que tuve, mi deseo por salir de España pudo más y finalmente me decidí. En mi ingenuidad, le comente a José Luis mi intención de aceptar el trabajo y buscar alguna otra ocupación para mi tiempo libre, para ayudar a sufragar los gastos de la estancia. Londres es una ciudad bastante más cara que Madrid.
—¡Vale, vale! —me contestó con una sonrisa. En el plazo de una semana, ya tenía alquilado un apartamento en la zona del Royal Albert Hall, en el 10 de Kensington Road. Desde las ventanas del apartamento veíamos el Albert Memorial reluciendo al sol con todos sus dorados. Por supuesto, cuándo hacia sol. Los domingos, cuándo los tenía libres en el hospital, nos acercábamos al Speakers’ Corner, e incluso, en ocasiones, nos integrábamos en los corros y José Luis participaba en los debates. Yo no lo hacia, todavía no había desarrollado mis dotes oratorias y además, me daba una vergüenza terrible.
—¡Pero yo quiero ayudarte, no quiero ser una carga! —le decía con cierta vehemencia, cuándo constaté que no me iba a permitir buscar un segundo empleo.
—Tu no eres una carga para mí, —me respondía con esa sonrisa tan maravillosa—. Además, ya aportas tu sueldo en el hospital ¿qué más quieres? Tú preocúpate de estudiar, trabajar, y de las pelas, deja que me ocupe yo que es lo mío. Cada uno a lo suyo.
—¡Pero no es justo!
—Lo que no es ni justo, ni normal, es que tú te mates a currar, cuándo yo tengo dinero de sobra.
—Es tu dinero, no el mío.
—Sabes perfectamente que mi dinero es tuyo, te lo he dicho infinidad veces, ¿o es que no te has dado cuenta de que vivimos juntos?
—¡Si me he dado cuenta! —le dije con retintín— pero es que yo quiero ayudarte.
—Ya lo haces: estás a mi lado mi amor.
El año de Londres fue genial. Un año fantástico en una ciudad increíble si no fuera por el trabajo en el hospital. Algunos de los días que tenía libres, los dedicábamos a pasear. Mi paseo favorito era recorrer el interior de Hyde Park y Kensington Gardens a lo largo de Kensington Road. Por el camino jugaba con las ardillas, daba de comer a los patos y en ocasiones, correteaba por todas partes como una cabra loca sin ningún motivo aparente mientras José Luis me sacaba fotos. Tiene miles, yo diría que cientos de miles, pero tal vez exagero. Quería sentirme viva, necesitaba a toda costa sentirme viva. En otras ocasiones, me encantaba ir cogida de su brazo, metida en mi plumas largo para combatir el frío londinense, y pasear tranquila, sin prisas. Si era fin de semana nos acercábamos al mercadillo de Portobello, deambulando por las intrincadas galerías y curioseando por los puestos de antigüedades. A él todo le parece bien y se amolda a todo. Al otro lado del palacio Kensington, residencia hasta su muerte de lady Di, acaecida un par de meses antes de nuestra llegada, baja ondulante Kensington Church y allí, en el 119, en algunas ocasiones cenábamos. El Churchill Arms es un típico pub inglés, totalmente abarrotado de cachivaches colgados del techo y que sirve comida tailandesa, gracias a un restaurante que hay anexo. Me gusta el ambiente de los pubs ingleses. Llenos de gente con ganas de conversar, y que no tiran las colillas en el enmoquetado suelo del Sherlock Holmes, otro pub, pero en Northumberland. Dice la leyenda que sir Arthur Conan Doyle escribió algunos de sus más famosos relatos en ese local.
Mientras yo estaba en el hospital José Luis estaba atado al ordenador. Se levantaba temprano, casi al amanecer, y se iba a correr sus diez kilómetros diarios mientras a mí me dejaba durmiendo. De regreso, se duchaba, preparaba el desayuno y cogía la estaca para sacarme de la cama. Luego me llevaba al hospital y regresaba a casa a trabajar. Internet en esos años era un suplicio comparado con la actualidad, pero es lo que había y entonces nos resultaba maravilloso. Gracias a él, y a millones de correos electrónicos, José Luis estaba al tanto de los asuntos de sus empresas, aunque con su hermano hablaba varias veces por teléfono al cabo del día gracias al Motorola que siempre llevaba consigo. Unos años más tarde, creo que fue en el 2002, empezaría a llevar dos teléfonos cuándo la RIM lanzó el primero con recepción de datos: el BlackBerry.
En Londres me aficioné a la ropa de marca, y es que pasé directamente de la ropa barata o de segunda mano de Portobello a dejarme caer por Harrods. Me encantaba su ambiente, sus suelos de madera, sus estanterías, su estilo tan británico que nada tiene que ver con El Corte Inglés, sus columnas egipcias. Pero todo cambio definitivamente, el día que descubrí, cerca de allí, en Knightsbridge, otros grandes almacenes. Harvey Nichols, fundado en 1.813, es absolutamente exclusivo y todas las grandes marcas británicas e internacionales están presentes. Ropa, zapatos, joyas, lencería, todo lo que puedas desear. Al principio me cortaba un poco, con disimulo, algo que no sé hacer, miraba la etiqueta y me asustaba. José Luis se partía de la risa mientras yo me sonrojaba y le hacia gestos para que se estuviera quieto. Con el tiempo me di cuenta de que era misión imposible, a mis caprichos de niña mimada se unía la cartera de José Luis que parecía un pozo sin fondo. La cosa se acentuó posteriormente en Nueva York, y más adelante, de regreso en Madrid, me aficioné a los modistos españoles hasta tal punto, que salvo una única excepción solo visto moda nacional. La excepción es una famosísima diseñadora italiana a la que operé de columna y nos hicimos muy amigas. Desde entonces, todos los años me regala dos vestidos de fiesta absolutamente exclusivos. Desde hace cinco años y para aligerar mi guardarropa, estos vestidos, y algunos más, una vez usados salen a subasta en una conocida sala británica, llegándose a pagar verdaderas fortunas. Todos los beneficios son íntegros para UNICEF, ACNUR y Médicos sin Fronteras.
Al contrario, José Luis es fiel a su sastre de cabecera. Su primer traje a la medida se lo hizo don Mariano en 1.986 en su sastrería de la calle Moreto, a escasos cincuenta metros de casa y casi pegado a un famoso restaurante con nombre de escritor francés que, desafortunadamente ya no existe arrastrado por la vorágine de la crisis. Desde entonces, primero él y luego sus hijos, le confeccionan chaquetas, camisas, pantalones y trajes. Gracias a eso son muy conocidos, e incluso El País Semanal, les dedicó un reportaje que termino de catapultarles.
Algo similar me ocurrió con los restaurantes. En Londres, principalmente acudíamos a pubs pero en ocasiones íbamos al Arcadia, también en Kensington, propiedad de un simpático asturianín que llevaba más de veinticinco años en Londres y que practicaba cocina italiana. Más tarde, en Nueva York me aficione a los restaurantes elegantes, y cuando veían aparecer la calva de José Luis, desde el chef y el jefe de sala, hasta el aparcacoches, doblaban la bisagra de una forma espectacular, cosa que por cierto le molesta mucho. Pero otras, nos sentábamos en cualquier parte, o en un banco de Central Park, con un perrito caliente y un refresco bajo en calorías.
El año que pase en el Chelsea & W. Hospital, no fue bueno en el sentido de que no avance gran cosa en mi formación académica, pero si en la practica. A pesar de que lo intente, no me pude inscribir en ningún curso complementario del Imperial College, centro universitario asociado al hospital y eso me resulto frustrante. Quería estudiar, necesitaba estudiar como una bestia para compensar de alguna manera el apoyo constante de José Luis, aunque él, jamás me ha exigido nada.
Cuando empezamos nuestra relación, quiso vender su parte de la empresa a Rafa, pero lógicamente no lo consiguió. Lo que si consiguió fue que su hermano se cabreara mucho y no quiso saber nada del asunto. Como hermano mayor, le «ordenó» que me cuidara, que esa era su función principal. Le quiero un montón y aunque nunca ha comentado nada, sé positivamente que es uno de los pocos que conoce la verdad de mi tragedia. En ocasiones se me va la pinza y pienso que soy una mantenida muy cara. Pero ese es un pensamiento muy íntimo y personal, el jamás lo admitiría, e incluso sé, que se cabrearía mucho si me oyera decirlo. Yo sé que no es cierto porque ningún hombre se juega la vida por su puta, solo se la folla.
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