¡Cómo quema el sol!
No es la primera vez que estoy en África, pero no termino de acostumbrarme: es abrasador. Y él no suda ¡joder! No lo entiendo, cuando entramos juntos en la sauna de casa yo tardo doce minutos cronometrados en empezar a sudar, y él dos. Pero aquí no, todo es distinto, lo percibes, lo notas rápidamente, entiendes como él puede estar tan enganchado a este mundo tan distinto, tan maravilloso, tan fantástico. ¿Como una tonta como yo puede estar utilizando apelativos tan grandilocuentes? Sencillamente porque son ciertos y son sinceros. A África, cómo al resto del mundo, hay que venir con la mente abierta, sin prejuicios ni ideas preconcebidas.
La primera vez que viaje a este continente, fue por mediación de Médicos sin Fronteras y fue a Burundi. Junto a la antigua Zaire, hoy República Democrática del Congo y Tanzania, forman una de las zonas más pobres, deprimidas y necesitadas de África. Durante dos semanas curé, operé y traté enfermedades por las que allí la gente se muere y en Europa no. Que sensación de impotencia tan terrible al ver que tu esfuerzo vale para muy poco. No paraba de llorar, no lo podía evitar. Él, intentaba consolarme, pero comprendía mi frustración, sufrimiento y mi desasosiego. Lo mismo que él sintió cuando llegó por primera vez a África, al campo de Mirawara en Burundi. No ha vuelto a existir un campo como ese. ACNUR decidió tiempo después, que algo así no podía ocurrir de nuevo. Lo que se encontró, fue una gran extensión de terreno llano, depauperado, sin ningún resto de vegetación o arbolado, arrancados para hacer fuego, y donde se hacinaban decenas de miles de refugiados sin ningún tipo de protección contra el sol, salvo unos palos y unas mantas, quien las tenía. La única construcción del campo era el dispensario instalado en una barraca de cañas y palos, reforzada con plásticos y barro. Tres médicos de distinta procedencia, y media docena de enfermeras locales, atendían como podían, y casi sin medios, a las decenas de miles de refugiados. De los tres médicos, un francés y dos norteamericanas, el primero es actualmente subdirector general de la organización. Las otras dos, murieron dos años después con unos pocos meses de diferencia, a manos de los grupos guerrilleros que roban los suministros de los campos de refugiados para comerciar en el mercado negro. Hay muchos cooperantes de todas las nacionalidades muertos en África, porque hay muchos cooperantes trabajando y arriesgando sus vidas por los demás, por gente que no cuenta para nada para el mundo occidental, para el supuesto mundo civilizado. Para los gobiernos del primer mundo no existen, pero sufren y mueren, y son un estorbo para las operaciones comerciales de las multinacionales que financian las guerrillas locales, a las que usan para asegurar mano de obra esclava para sus explotaciones mineras. Por ejemplo, sin el coltán, de dónde se extrae el tantalio, los teléfonos móviles de última generación cómo el mío, no serian viables. Solo de la región de Kivu, en la zona de la R. D. Congo, se exportan en torno a cuatrocientas toneladas anuales, de dónde se extraen unas cien de tantalio, y eso, que están inmersos en una guerra civil. A los mineros se les pagan actualmente 2 dólares por kilo, pero en los mercados internacionales de materias primas se pagan 400, y se ha llegado a pagar a 600.
Durante uno de estos viajes, con una caravana de camiones por la zona fronteriza entre Mali y Níger, en el Sahel, Alicia desde el coche lanzadera que circulaba un par de kilómetros por delante, avisó de una posible presencia hostil. José Luis había reforzado la seguridad a causa de mi presencia en una zona mucho más conflictiva de lo habitual. Resultó ser un jefe tuareg: un “amghar” que al frente de su “ettebel”, su grupo tribal, se encontraba de tránsito por la zona. Los tuareg tienen una visión del concepto territorial muy particular por lo que José Luis decidió parar la columna de camiones y negociar. Había tenido contacto con ellos en varias ocasiones y sabía, que aunque son en general muy hospitalarios, si surgen dificultades, pueden empezar a aparecer armas por todas partes.
—No salgas del camión para nada, —me advirtió de forma tajante antes de salir de él—. Que no te vean.
—¡Jo!, pero…
—Ángela, por favor, te lo digo en serio: no salgas, —esbozó una sonrisa cuándo cómo respuesta, le saqué la lengua. Después, hizo un gesto a Isabel, uno de los miembros del equipo que trabaja para la ONG como navegante que respondió con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Negociar con un tuareg puede ser ciertamente laborioso, por no decir tedioso, eso si, todo rodeado de una cortesía barroca. Fue invitado a la tienda principal, que había montado en un abrir y cerrar de ojos, donde se sirvió el té, un elemento básico en la cortesía tuareg. Una hora y pico después ya estaba harta de estar metida en el horno en que se había convertido la cabina del camión y con discreción salí por la otra puerta, desoyendo las recomendaciones de los demás. En ese momento José Luis había alcanzado un acuerdo de paso a cambio de cuatro bidones de plástico de cincuenta litros, cuando el jefe tuareg me vio. Le dijo algo a mi amor, que me miró y desde la distancia ví que tenía ganas de estrangularme. Decidí subirme otra vez al camión mientras veía como José Luis y el tuareg, volvían a sentarse en el suelo.
—Creo que he metido la pata, —le dije a Isabel—. ¿Qué ocurre?
—Seguramente el tuareg ofrecerá un par de camellos y siete cabras por ti, —me respondió muy seria—. No debiste bajarte del camión, estamos perdiendo un tiempo precioso.
—Pero ¿cómo se atreve a querer comprarme…? —la dije indignada, pero me interrumpió.
—¡Ángela! Aquí las cosas son diferentes y son como son, —y riendo añadió—. No te quejes. Si se confirma, seria la primera vez que veo ofrecer dos camellos por una mujer. No cabe duda de que le has impresionado: ya veremos hasta dónde llega.
—Pero, ¡joder dos camellos!
—Y siete cabras, —añadió Alicia con una sonrisa irónica. Ella era del equipo de seguridad de la clínica.
—Mira Ángela, el concepto de valor material, aquí, es distinto, —añadió Isabel—. Un camello es una posesión muy valiosa. Te lo aseguro.
—Sí, pero…
—No te comas el coco, te repito que las cosas son como son, —me insistía—, y es casi imposible que cambien.
—Es vejatorio…
—Lo es, efectivamente, lo es. Ten en cuenta que ni siquiera el Islam ha penetrado significativamente en su cultura, solo lo ha hecho a nivel superficial. Pensar en cambiar sus costumbres es absurdo. —corroboró, y riendo añadió—: tú tienes la suerte de tener un hombre que no te va a vender, porque si regateara, podría llegar a los diez camellos.
—¡Diez camellos!
—¡Claro boba!, su primera oferta siempre es a la baja, luego se sube, —y añadió—. Te repito que se nota que le has impresionado. Seguramente por el color de tus ojos.
—Y cuantas cabras, ¿cien?
—Las cabras no son tan importantes, son de relleno, los camellos sí.
Un par de horas después los dos se levantaron, se abrazaron y José Luis se dirigió hacia nosotros. Ese es el día que descubrí que el concepto tiempo, es un tanto confuso para un tuareg.
—Acampamos y pasamos la noche aquí, —dijo, y dirigiéndose a mí, añadió muy serio—: y tú a ver si de una puta vez, haces caso de lo que te dicen.
—¡Pues haber aceptado los diez camellos! —le respondí muy chula.
—No llegó a los veinte, —me dijo y riéndose añadió—. Además, tienes que hacer algo para él.
—¿Para él? ¿El que?
—Tienes que bailar la danza del vientre.
—¡Pero yo no sé! —chillé medio histérica.
—¿La danza del vientre?, ¿un tuareg? Esto no me lo pierdo, va a ser sonado, —dijo Isabel soltando una carcajada.
—Pues vas a aprender, —y no paraba de sonreír—. Cuando montemos el campamento, te vas a ir con las mujeres de la tribu: te van a preparar y te van a enseñar un poco…, pero tendrás que poner mucho de tu parte: los tuareg no bailan la danza del vientre.
—¡Pero…!
—Es que es muy raro, —afirmo Isabel.
—Sí, lo es, —añadió otro de los compis—. Las danzas femeninas de los tuareg, casi se reducen al «zarraf»: una especie de danza secreta, que se baila en círculo, fuera de la visión directa de los hombres, y normalmente durante las bodas.
—Me parece que este tuareg sabe mucho: es un listo.
—Sí. Tiene un vestido árabe que consiguió en un trueque, o vete a saber cómo. Es el que vas a utilizar.
—¡Joder nene! Es que…
—Si quieres vuelvo ahí y le digo que tú vas a negociar un acuerdo mejor, —está claro que se terminó la discusión.
Cuándo todo estuvo montado, la verdad, a una velocidad vertiginosa, las mujeres me llevaron a una de las jaimas donde me bañaron con agua que no se dé donde sacaron. Me vistieron con un vestido precioso de color rojo, lleno de bordados, piedras multicolores y lentejuelas, y finalmente, me tatuaron los pies y las manos con henna. Durante el resto de la tarde, una hora y pico más o menos, entre muchas risas, las mujeres me enseñaron mínimamente lo que podían: estaba claro que tampoco tenían mucha idea del tema danza del vientre.
Cómo es costumbre, se sirvió la cena a los hombres, y a continuación, durante más de media hora, dance ante el tuareg, su tribu, José Luis y sus colaboradores. Lo hice al son del anzad, una especie de vihuela de una sola cuerda y del tazawat, un tambor que tocan siempre las mujeres de más alta posición en el clan. Los acompañamientos corren a cargo de varias mujeres de clase inferior con los tende: tambores de mortero. Fue un éxito total, siempre se me ha dado bien el baile y eso que me invente los movimientos: el tuareg quedó complacido. La fiesta continuó varias horas más mientras se servía eghale; un plato típico con dátiles, mijo y queso de cabra.
A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a partir, apareció nuevamente el tuareg con un camello joven de la mano. José Luis le miró con aprensión y temiéndose lo peor se dirigió al encuentro de su ya amigo. Con una sonrisa sincera en la cara le explicó que era consciente del retraso que nos había ocasionado, del importante trabajo que desempeñábamos, y que había quedado muy complacido con mi actuación de la noche anterior. Para compensarle, le regalaba un camello, y que era un gran honor, como muy bien sabía José Luis. Cuando vi que se sentaban en el suelo me quedé de piedra mientras los demás me miraban de reojo, y comenzaban a sacar libros, crucigramas y MP3. Esta vez la cosa fue más corta y en tres cuartos de hora el asunto estaba solucionado. Logró que el tuareg le cambiara el camello por el vestido rojo con el que baile para él y que actualmente esta en mi museo, en Villaverde.
—Podías haberte quedado con el camellito, —le dije con cara de niña traviesa, causando una oleada de perplejidad general en todos sus colaboradores—. Tenía una pinta muy simpática.
—¿Y que hacemos con el camellito? ¿Lo atamos al culo del camión y que se chupe a nuestro ritmo los 300 kilómetros que nos quedan para llegar?
—Iba a llegar con una lengua de medio metro, —dijo Isabel.
—Bueno vale, he dicho una tontería, —dije mohína.
—Lo malo es, que las tonterías empezaron ayer por la tarde, y eso nos ha retrasado veinte horas. Cuanto más tiempo tardemos en llegar, más tiempo corremos el peligro de encontrarnos con un grupo guerrillero islámico. Y con esos, ni se negocia, ni hay bailecitos.
Durante una hora estuvo sin hablarme, pero finalmente, extendió la mano y me acarició la rodilla con una sonrisa.
—Ya me has perdonado.
—No te tengo que perdonar porque no estoy enfadado.
—Si lo estabas, —insistí.
—No nena, no lo estaba.
—Yo sé cuándo lo estás… y lo estabas.
—No, no lo estaba… digamos que solo un poco molesto. Pero solo un poco.
—Bueno vale.
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