En el otoño de 1.958 el equipo de José fue destinado a Andújar. Tenían que instalar una nueva línea telefónica que conectara el santuario y todas las edificaciones que tras la reconstrucción habían proliferado a su alrededor, principalmente a ambos lados del camino, con la línea principal. Pepita estaba embarazada de cuatro meses.
Todo el equipo se alojó en una casa construida junto al arco de entrada del santuario. Por cuestiones operativas, era mejor estar cerca del trabajo y desde luego José no se quejó: no tenía intención de ir al pueblo para nada. Además, este destino era corto y a su finalización partirían rápidamente con destino Barcelona: no iban a deshacer el baúl. Por eso, José impuso un ritmo de trabajo alto, y Pepita, diariamente y con Rafita de la mano, subía la rampa de acceso del santuario santiguándose en las estaciones del vía crucis.
—Mama, ¿por qué todos los días subimos y enciendes una vela? —preguntaba el niño con insistencia cómo si quisiera corroborar la respuesta del día anterior.
—Para pedir a Dios.
—¿Y qué le pides a Dios?
—Por todos, pido por todos.
—¿Por todo el mundo?
—Si, pero principalmente por nuestra familia, es decir, por papa y por ti.
—¿Y por qué?
—Porque no quiero que nos pase nada.
—¿Y que nos puede pasar?
—No nos va a pasar nada. Por eso le pido a Dios.
—¿Pero lo haces todos los días?
—Pues porque hay que pedir todos los días. Cuanto más le pidas a Dios mejor.
—¿Y papa reza también?
—Bueno… si… a su manera.
—¿Cuándo lo hace? Yo no le veo.
—Los domingos viene a misa con nosotros, ¿no? Ahí lo hace.
—Pero siempre llegamos tarde. Papa reza menos.
—No importa si llegamos antes de los Evangelios, —afirmó Pepita no muy convencida mientras empezaba a perder la paciencia.
—¿Pero tú lo haces todos los días?
—Porque yo tengo más tiempo.
—¿Y por qué el cura esta de espaldas? —preguntó otra vez Rafita después de guardar silencio unos segundos.
—¡Niño, no seas pesado! Tanto preguntar, tanto preguntar. Pues porque esta de espaldas y se ha acabado. Será posible el niño preguntón.
Tardó en hacerlo tres o cuatro días. Esperó al domingo: amontonados en la camioneta de la empresa, el resto del equipo y sus familias, bajaron a Andújar para visitar la ciudad. Durante esos días, desde el Santuario, José veía a lo lejos la vieja encina bajo la que estaba enterrada su adorada tía Servanda y creía vislumbrar la lápida de la tumba. Eso le tranquilizó desde el primer momento.
Roberto Iribarren había invertido mucho tiempo y dinero en restaurar la casa familiar: Doña Rosita. Lo consiguió, volvió a dar a la casa el esplendor que tuvo antes de que fuera utilizada cómo cuartel general del ejército de la república durante el asedio al Santuario. Terminadas las obras, toda la familia se trasladó definitivamente desde Sevilla, aunque conservaron la casa del paseo Colón dónde dejaron unos guardeses. Roberto la utilizaba cuándo periódicamente visitaba la ciudad para sus negocios.
El infortunio quiso que a comienzos de los cincuenta, la esposa de Roberto, falleciera después de una larga y penosa enfermedad. Nunca se recuperó de ese golpe. Sin la presencia de su compañera de tantos años perdió las ganas de vivir. Fue abandonando paulatinamente los negocios y dejándolos en manos de sus hijos. Abandonó sus aficiones: dejó de salir a cazar, dejó de montar a caballo, lo dejó todo salvo la lectura. Diariamente, sin excepción, con un libro bajo el brazo bajaba al panteón familiar, se sentaba en el sillón que utilizaba su esposa para hacer la labor, y que él había mandado bajar, y se pasaba toda la mañana leyendo. Todos los intentos de sus hijos para que abandonara esa práctica macabra fueron infructuosos. Se alimentaba lo mínimo imprescindible para no morir gracias a que sus hijos casi le obligaban. Aun así, su salud se fue deteriorando y dos años después de la muerte de su esposa, le encontraron muerto en el panteón. Murió placidamente, cómo si se hubiera quedado dormido: sentado en el sillón, con su manta sobre las piernas y un libro en el regazo.
Los hijos no perdieron el tiempo: crearon una sociedad para gestionar todas las propiedades de la familia, que eran enormes, y dónde todos los hermanos eran socios a partes iguales. Seis meses después de la muerte del cabeza de familia, no quedaba ningún Iribarren en Doña Rosita, o en sus inmediaciones. Ni siquiera en la provincia de Jaén. Uno se instaló en Madrid, dónde inicio una exitosa carrera política no exenta de escándalos cómo era habitual en la España de esa época y de la actual. Otra de las hermanas se fue a Londres dónde se la perdió el rastro, aunque cobraba religiosamente su parte de los beneficios. Los demás se quedaron en Sevilla sin que se les conociera actividad concreta: la dirección de la sociedad la llevaba un grupo de gestores. Doña Rosita quedó al cuidado de unos guardeses que la mantuvieron hasta que tiempo después comenzó a utilizarse en monterías y actividades cinegéticas. Rafael los conocía y sabía que eran de confianza: no le pondrían ninguna pega para visitar la tumba de su tía.
Bajó solo. Pepita y el niño se quedaron en la casa del santuario. No quería tener que dar explicaciones. Su mujer conocía la historia muy por encima, sin detalles: Servanda se había suicidado. Con su estricta educación ultracatólica, no hubiera entendido que el detonante fue un desengaño amoroso en una relación homosexual.
Después de saludar a los guardeses y conversar brevemente con ellos, se encaminó a la zona dónde la majestuosa encina protegía acogedora la tumba de Servanda. Comprobó que se habían preocupado de mantenerla limpia de maleza y que un ramo de secas flores silvestres, descansaban sobre la lapida. Se sentó en el suelo y durante un tiempo estuvo ahondando en su recuerdo: que injusta fue su vida. Un padre déspota e intolerante que descargo sobre ella sus frustraciones. Lentamente sus pensamientos le llevaron a rememorar su juventud, cuándo subía a La Atalaya a visitar a sus abuelos y siempre aprovechaba para pasear entre los olivos o entre las encinas de la dehesa. Recordó su entrada en la política y cómo poco a poco se fue impregnando de ella. Las largas tertulias con los compañeros hasta ya entrada la noche y las malas caras que le ponía su madre, impotente ante las ideas políticas de su hijo mayor. Recordó el golpe de estado, que le sorprendió en Madrid, y la vertiginosa y maravillosa locura de esos días. El desastroso y lento discurrir del tiempo durante el resto de la guerra: sus heridas, sus penalidades, los amigos muertos. Los cientos de compañeros muertos a los que conoció por sus nombres y que fueron integrando una larga lista que en esos momentos parecía que no tendría fin. La derrota y su paso por el campo de concentración: tanto sufrimiento para nada.
Rememoró el regreso a Andújar, su padre en la cárcel, la incomprensión de su madre, y el servicio militar en África. El regreso a Andújar y la salida posterior de toda la familia hacia Sevilla. Dirigió la mirada hacia La Atalaya cuyas ruinas se percibían sobre el cerro y se sintió derrotado. Con su renuncia a seguir luchando desde que termino la guerra, comprendió que el régimen le había dominado cómo a tantos cientos de miles de antifascistas españoles que habían sobrevivido a los paseos y a los consejos de guerra. Intentó consolarse pensando que ahora lo más importante eran su mujer y su hijo, pero el mismo sabía que no era del todo cierto. Para él, ellos eran lo más importante, pero también un ideario político que tenía oculto en el fondo de su ser. No lo pudo reprimir y las lágrimas acudieron a sus ojos: primero lentamente, pero terminó llorando desconsolado en un mar de lágrimas.
Acababa de percibir con toda crudeza que definitivamente era un hombre domado.
EPILOGO
La familia siguió viajando por toda la geografía española incluso cuando en 1.959 nací yo. Mi padre volvió a solicitar el traslado a las oficinas de la compañía en Madrid, en la calle Ramírez del Prado. También solicitó un piso de Instituto Nacional de la Vivienda por mediación de Standard. Finalmente, en 1.962 nos instalamos definitivamente en Vallecas. Durante un tiempo, mi padre siguió viajando hasta que un año después fue destinado a las oficinas de Madrid definitivamente.
Nunca conocí al abuelo Rafael: murió unos años antes de que yo naciera. Cómo me hubiera gustado hablar con él y que me contara sus cosas. En mi familia era un tema que no se tocaba: mi abuela solo se refería a él de pasada y mi padre, en ocasiones, se le escapaba alguna cosa que a mí se me quedaba muy grabado. Lo mismo ocurría con la guerra, de la que nunca se hablaba abiertamente: mi madre no lo permitía por si alguien nos oía.
A mi abuelo José si le conocí. Aunque seguía viviendo en Sevilla, en su casa de siempre de la calle Adriano, en verano siempre venia a Madrid a visitarnos. Falleció el 8 de diciembre de 1.965, sin que yo tuviera la oportunidad de conversar con él: yo era muy pequeño y mis inquietudes políticas todavía no se habían despertado. Seguro que tenía historias interesantes que contar.
Con mi abuela Nicolasa conviví mucho más. Vivía con mi tío Paco en Valencia, pero pasaba largas temporadas con nosotros en Madrid. Cómo ya he dicho, no era muy locuaz con ciertas cosas y las historias había que sacárselas con sacacorchos. Finalmente, entró en una residencia de ancianos en Arjonilla, una localidad vecina de Andújar, dónde estuvo muchos años cumpliendo noventa y dos años, igual que había estado muchos años cumpliendo ochenta y dos. Finalmente, falleció con ciento dos, al menos eso creemos porque no está claro.
Ella es, en el fondo, la precursora de esta historia. Un par de años antes de su fallecimiento, en 1.984, mi mujer y yo pasamos por Arjonilla para visitarla. No la encontramos, y las mojas nos dijeron que estaba pasando unos días en Andújar, en casa de una sobrina, hija de su hermana Juana. Fuimos a su casa y ante la sorpresa de todos, las dos hermanas comenzaron a contar parte de esta historia. Contaron cosas que ni siquiera sus sobrinas conocían, y eso, que ellas vivían en Andújar. Tomé nota de todo, y con el tiempo añadí mis recuerdos de lo poco que mi padre contaba. Unos años más tarde comencé la investigación con las facilidades que da Internet.
Mi padre falleció el 28 de junio de 1.976, siete meses después del dictador. Al menos tuvo la fortuna de verle muerto, aunque fuera por televisión. Mi madre, una mujer instruida en la Sevilla de Queipo de Llano quiso ir al palacio de Oriente a ver el cadáver del oligarca fascista que había destrozado España, aunque para ella era un héroe. Mi padre se negó en redondo y al final me convenció a mí. Llegamos a primera hora y después de seis horas de cola desfilamos ante él. Mientras subíamos a la primera planta del palacio, vimos muchas momias con casposos uniformes repletos de medallas y abrazados a no menos casposos estandartes.
Fue el final de un periodo terrible que causó cientos de miles de muertos, cientos de miles de desplazados y muchos miles de desaparecidos, aunque se sabe dónde están: enterrados en fosas comunes en las cunetas de los caminos. A los que dicen que esto es abrir viejas heridas, solo les diré que esas heridas nunca se cerraron, porque los muertos y desaparecidos del bando vencedor ya no lo son porque fueron desenterrados en su momento. Todavía hay miles de familias que quieren recuperar a sus muertos y darles la dignidad que merecen.
Ahora, los herederos del dictador dirigen este gran país plurinacional que es España, disfrazándolo de democracia mientras siguen saqueando sus recursos y riéndose de todos nosotros. Está en nuestras manos poner definitivamente punto final a este periodo. Ahora tenemos la oportunidad: no la desaprovechemos. Solo tenemos que pensar por nosotros mismos y dejar de aceptar como palabra de Dios, la basura que nos entra por el whatsapp.
Esta es una historia que he querido que empiece con la hipotética llegada de mis antepasados a Andújar en la primera mitad del siglo XIX y su establecimiento en La Atalaya. Termina con la muerte del dictador y posteriormente de mi padre.
Con su desaparición comenzó en España la llamada Transición, dónde participé en la medida de mis posibilidades como otros miles de ciudadanos españoles. Pero como siempre se dice, esa es otra historia.