lunes, 12 de diciembre de 2022

La Atalaya (capitulo 7)

 


Con sus flamantes títulos de maestros, regresaron a Andújar a comienzos del verano de 1.915. Cómo Nicolasa iba un año por detrás de él en los estudios, mientras ella completaba su titulo de maestro elemental, él completó también el de maestro superior.


Mucho habían hablado sobre su futuro juntos, y si de algo estaban seguros, era de que seguirían juntos a todos los niveles, tanto sentimental, cómo profesionalmente. Pero Rafael tenía un as en la manga que no había mostrado a Nicolasa, un proyecto que necesitaba de la complicidad de su madre y de su hermana, y actuar con mucho tacto y diplomacia con su padre. Se puede decir que su padre se alegró de tenerle otra vez en casa, aunque tenía la certeza que estaba perdido definitivamente para la finca. En ese aspecto, Servanda hacia lo que podía, incluso más de lo que se hubiera podido esperar de ella, pero la lucha por demostrar a su padre su valía, era una causa perdida desde el principio. Así las cosas, lo primero que hizo Rafael fue hablar con su madre, su gran cómplice.

—¿Qué tienes pensado?, sé que algo te ronda por la cabeza.

—Sí, pero es algo complicado.

—Seguro que no será para tanto.

—Es complicado porque papa tiene que estar de acuerdo, y Servanda también.

—¿Tiene que ver con cierta casa del centro del pueblo? —la miró con admiración. A nadie le había comentado su proyecto, ni siquiera a Nicolasa, y su madre había adivinado sus intenciones.

—Claro, me gustaría abrir un colegio en la antigua casa de los bisabuelos.

—Pero es una casa muy grande…

—Mi idea es empezar con una escuela. Luego ir ampliando y llegar a tener internos. Ya sabes que en Andújar no hay nada así.

—Ya sabía que me iba a gustar la idea.

—Pero el problema es papá, —y añadió— el nunca ha aceptado mi vocación…

—Tu padre es cosa mía…

—Como que es cosa tuya, soy yo quien tiene que hablarlo con él.

—Te repito que es cosa mía, —y muy tajante añadió—: ¿es que crees que no había pensado ya en eso?

—Pero mama, no es justo que me soluciones los problemas…

—No te voy a solucionar nada, solo voy a ayudarte. Tu padre no está tan cerrado como crees.

—Te recuerdo todo lo que dijo aquel día.

—No te cierres tu ahora…

—Yo no me cierro, intento ser realista.

—Todo eso pasó hace ya muchos años, —su madre guardó silencio mientras sus miradas se cruzaron—. Sé que posiblemente estés resentido por lo que dijo tu padre aquel día, y te entiendo, pero ahora estás siendo injusto.

—Yo no soy injusto, te repito que intento ser realista, y además, poniéndome a mí como excusa, a Servanda la machacó.

—Deja que tu hermana resuelva sus problemas y no te metas.

—¿Qué no me meta?

—Mira hijo, céntrate en la escuela. Tu padre y yo ya lo hemos hablado, y hemos decidido cederte la casa de Andújar.

—Hay que contar con Servanda…

—Ella esta de acuerdo, de hecho, hace un par de años ya me comentó algo.

Se produjo un nuevo silencio entre madre e hijo mientras sus miradas se encontraron expectantes.

—¿Y mi padre no ha tenido ningún reparo? —preguntó Rafael con suspicacia.

—Ninguno.

—Aun así, sé que es cosa tuya…

—Vuelves a ser terriblemente injusto con tu padre, —respondió muy enfadada levantando la voz—. No tienes ni idea de nada, estás subido a tu torre de la verdad y no eres capaz de admitir las cosas…

—Pero mama…

—Tu padre, no solo te va a ceder la casa, también te va a dar 2.000 pesetas para que la acondiciones y empieces a trabajar, —Rafael guardó un silencio embarazoso: no sabía qué decir. La inesperada noticia le pilló por sorpresa y las reflexiones se amontonan en su cabeza sin ningún orden. ¿Tendría razón su madre y estaba siendo terriblemente injusto con él? En silencio se levantó del sillón y abrazó a su madre.


 

Con el inesperado apoyo recibido, la joven pareja se puso manos a la obra. Lo primero fue preparar una pequeña aula, en unas dependencias de servicio al lado de la puerta principal, donde Nicolasa comenzó a impartir clases a niños pequeños y a los que nunca habían ido a la escuela. Mientras, Rafael emprendió las obras para adecuar el resto de la casa. La idea era convertir una zona en su vivienda particular y el resto, como escuela e internado, aunque este, no se abriría por el momento. En las obras, Rafael tuvo la ayuda inestimable de los compañeros del partido, entre los que había, algunos albañiles. 

Los preparativos para la boda también estaban en marcha. En un pueblo como Andújar, con una rigurosa moral basada en el “que dirán”, no estaba bien visto que una pareja estuviera tanto tiempo junta sin estar casados. En eso, Segunda fue de una ayuda muy valiosa. Se ocupó de todos los preparativos: de adecentar convenientemente la capilla de La Atalaya, un tanto abandonada en los últimos tiempos y de hablar con el párroco de Santa María, para que celebrara la ceremonia en ese lugar. También se ocupó de las celebraciones en la finca, cocineros, personal de servicio y de todos los detalles habidos y por haber. Con la lista de invitados hubo sus más y sus menos. Los novios querían una lista mucho más reducida de la que tuvieron que aceptar finalmente. En eso, las dos familias se mostraron inflexibles: muchas relaciones, muchos compromisos ineludibles y como resultado una lista de invitados exagerada. Cuando los futuros esposos vieron su longitud se negaron categóricamente, pero ante la insistencia coordinada de las respectivas familias y el compromiso cierto de correr con todos los gastos de los festejos, no tuvieron más remedio de pasar por el aro. Se convirtieron en los protagonistas, a su pesar, de uno de los fastos más sonados de los últimos años.


 

Era tiempo de que comenzaran a brotar los jazmines, cuando amaneció ese día de primeros de julio. Rafael se levantó temprano y salio a pasear con los perros; necesitaba aislarse, reflexionar y serenarse, y para eso, sabía que el campo y la compañía de los animales, era imprescindible. Intentaba no pensar sobre las próximas horas que sabía que serían vertiginosas, pero era difícil, y aunque intentaba pensar en el colegio y en el partido, siempre su mente terminaba enfocando la capilla y el festejo que se avecinaba.

—«Menudo socialista estoy hecho, parezco más un señorito andaluz que un revolucionario», —pensaba resignado con una leve sonrisa irónica en los labios. Recordó cuándo terminaron los estudios, y con sus flamantes títulos de maestro debajo del brazo, regresaron a Andújar: el con 25 años y Nicolasa con casi uno menos. Fue el año en el que, en el mes de octubre, la infanta Isabel Francisca de Borbón, pasó por Andújar para visitar el santuario de Ntra. Sra. de la Cabeza, patrona de la localidad junto a San Eufrasio, del que nadie se acuerda. Se pueden imaginar el alboroto que se organizó en un pueblo donde los partidos dinásticos controlaban el ayuntamiento, (solo había un diputado socialista: Diego Sánchez Carnicer). Al año siguiente, y siguiendo la recomendación de su tía, paso también por Andújar el rey Alfonso XIII. Su intención era visitar a la virgen, pero como no debía tener ganas de subir al santuario, y eso que seguro que no lo iba a hacer andando, le bajaron la imagen hasta la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, donde, en su presencia, se rezaron diversos fervorosos responsos. Después de la partida real hacia otros lugares de la comarca, los actos religiosos continuaron durante un par de días más, en los que las supersticiones populares estuvieron desbordadas, por supuesto convenientemente organizado por curas, terratenientes y oligarcas de la comarca.

En ese año, mediados de 1.916, comenzaron las obras de la casona de la calle de los Hornos para adecuarla como escuela, que en un principio se llamaría San Rafael, y cómo su vivienda particular. A finales del verano de ese año, Nicolasa comenzó a dar clase a los pequeños, y a los mayores que todavía no habían empezado a dar clases y tenían que iniciarse en las primeras letras. Y es que la situación económica de la comarca era desastrosa: sequía pertinaz y trombas de agua que desbordaron el Guadalquivir. En una ocasión, el agua llegó a los limites del pueblo e inundó las primeras casas, pero antes se llevó por delante las casuchas de mucha gente humilde que vivían como podían junto al río. A todo esto, hay que añadir innumerables apagones de luz, que en Andújar, a los que más fastidiaba, por una vez, era a las clases pudientes. El sueldo de un jornalero oscilaba entre las 3 y las 3,50 pesetas, (eso el que encontraba trabajo), mientras que los artículos de primera necesidad estaban por las nubes, como el pan, que el kilo estaba a 35 céntimos, y el de tocino a 5 pesetas. Para terminar de arreglar las cosas, en el ayuntamiento los políticos andaban a la greña para ver quien se subía al sillón de alcalde. El que lo conseguía duraba poco: la guerra entre los dinásticos y los albistas (liberales partidarios del duque de Alba: una de esas cosas extrañas que pasan en España), era total, y por consiguiente, el ayuntamiento casi no existía. Aun así, a pesar de las dificultades, en septiembre de 1.917, se inauguró oficialmente la escuela San Rafael y el curso escolar. Nicolasa seguiría dando clases a los pequeños, para los que tenía una mano especial, y Rafael lo haría con los mayores que ya estaban iniciados en el estudio. Este primer curso escolar, a pesar de las dificultades causadas por su bisoñez no fue malo, y eso, les animó a contraer matrimonio al año siguiente.


 

Según lo previsto, la novia llegó a La Atalaya a primera hora de la mañana acompañada de su madre y varias sirvientas. Allí se peinaría y vestiría bajo la atenta vigilancia materna. Rafael tenía prohibida la entrada a la zona de la casa ocupada por el séquito de la novia, por eso, salió temprano a dar una vuelta por los centenarios olivos plantados por su tatarabuelo, aunque otros muchos eran anteriores.

La incertidumbre sobre lo que le depararía el futuro, lo llenaba de desasosiego. ¿Seria capaz de sacar adelante la escuela?, y, ¿seria capaz de suavizar la distante relación con su futuro suegro? Para nadie era un secreto que don Fabián no veía con buenos ojos el matrimonio de su hija con este Morales en particular del que desconfiaba. Pero así mismo, para nadie era un secreto que no era capaz de decirle no a su hija. Absorto en sus pensamientos paso el tiempo y comenzó a sentirse ligeramente cansado. Miró a su alrededor y comprobó que estaba en un extremo de la finca y tenía a la vista el santuario. Lo miró desde la distancia con calma, detenidamente. Después, giró sobre sus talones y apresuró el paso de regreso al cortijo.

—«Estaría gracioso que llegara tarde a mi boda», —y sonriendo añadió—. «Don Fabián me la corta, seguro».

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