martes, 20 de diciembre de 2022

La Atalaya (capitulo 8)

 


Cuando llegó a casa la actividad era frenética. Los criados se movían con rapidez y aparente profesionalidad montando el toldo que cubriría gran parte del patio. Bajo él, se colocaron las mesas para la cena temprana y posterior baile. A todos estos quehaceres, Rafael asistía con más temor que interés, consciente que las intensas horas que se avecinaban.

A las seis de la tarde comenzó la ceremonia. La capilla estaba decorada con grandes centros de flores y guirnaldas de jazmines. El olor era penetrante y embriagaba un poco. La familia directa había ocupado su lugar en el interior. A continuación, los notables allegados a ambas familias. El resto de invitados se sentaron en el exterior bajo un gran toldo, aunque algunos se quedaron fuera a pleno sol.

Don Fidel, cura párroco de Santa María y amigo de la familia, ofició largamente la ceremonia, muy largamente. Tan largamente, que durante el sermón varias criadas tuvieron que dar aire a más de alguna gran dama para evitar soponcios inoportunos y embarazosos. No desaprovechó la oportunidad de atacar las ya conocidas ideas del novio en su propia boda.

Cuando terminó la ceremonia, se ofreció una copa de Jerez a los asistentes antes de sentarse en las mesas para la cena. Por fortuna, en ese momento el calor dejó de apretar y todo se desarrolló en un ambiente menos agobiante.

En la mesa principal, donde estaban los novios y sus padres, había un lugar reservado para don Fidel, por deseo expreso de doña Matilde, la madre de la novia. Ineludibles mojigaterías de pueblo. Desde su lugar de la mesa, Rafael veía engullir a don Fidel con una gula exacerbada y se ponía malo. Le asaltaban pensamientos socialistas sobre el poder del clero, su influencia en las clases bajas y su relación simbiótica con las clases altas, con la agroburguesía. 

Finalizada la cena comenzó el baile. Como es habitual lo abrieron los novios, y se notó que el vals no era el fuerte de Rafael. Gran bailarín de ritmos más modernos, se esforzó en todo momento en no pisar a Nicolasa. El resultado fue bastante patético y durante mucho tiempo su flamante esposa le tomaría el pelo con su estilo de vals “pisando huevos”.

Pasada la medianoche los novios y sus respectivos padres se situaron en la salida para ir despidiendo a los invitados, que fueron desfilando ante ellos proclamando todo tipo de elogios y falsos parabienes.


 

Avanzaban despacio, con calma, conscientes de que la vorágine del día había pasado. Bajo un formidable mar de estrellas, inexplicablemente el caballito blanco relucía como si fuera fosforescente, a pesar de que la luna solo era un leve rastro. Con paso tranquilo, pero constante, tiraba de la pequeña calesa en dirección al hogar de los recién casados. Nicolasa se empeñó en pasar la primera noche en su casa, fuera la hora que fuera. 

Hacia varios días que la vivienda que les acogería estaba preparada; aunque las obras hacia más de un año que estaban finalizadas, la vivienda familiar se había terminado de amueblar hacia escasamente diez días. 

Situada en el ala izquierda del futuro internado, tenía fácil acceso al resto del edificio a través del patio central y era cómoda y sencilla, pero suficiente para ellos dos y los hijos que querían tener. 


 

El mismo año de su matrimonio, UGT inauguró la Casa del Pueblo de Andújar. La sociedad de obreros albañiles “El Trabajo”, compró el edificio, de 359 m2, donde más o menos encubiertos, funcionaban desde casi diez años antes, en la calle Juan Robledo, 4, (durante la República el nombre de la calle cambió y pasó a denominarse Pablo Iglesias). El hecho abrió muchas expectativas de futuro para el movimiento obrero de la comarca que se encontraba francamente disperso. Desde ahí, el PSOE se lanzó a la conquista, no solo de la comarca, también de las limítrofes, en un avance verdaderamente espectacular. 

Con la Casa del Pueblo a tiro de piedra, Rafael pudo alternar con facilidad su trabajo docente con su trabajo político. En ella, al margen de sus obligaciones políticas, comenzó a dar clases de alfabetización para adultos: el analfabetismo andaluz era un problema terrible. Los braceros y peones tenían que tener acceso a la lectura y por consiguiente a una formación política más completa. 

En esta actividad, como en cualquier otra que tuviera relación con el partido, Nicolasa jamás participó. Como ya he dicho anteriormente, por decisión propia e influencia familiar, despreciaba profundamente todo lo que tuviera que ver con política, políticos y partidos de izquierda o derecha. La única excepción era su marido, ya lo conoció metido en política y en su caso lo veía normal, y era eso: una excepción.


 

A finales del verano, Nicolasa ya estaba embarazada y como siempre pasa en pueblos de moral cerrada, mente estrecha y lengua despierta, hubo suspicacias. No pocas voces fueron los que difundieron la sospecha de que había ido al altar con equipaje. Con el curso escolar ya comenzado las habladurías seguían y estaban en boca de todos. La única que no se enteró de nada fue Nicolasa, pero el runrún era tan insistente que incluso Matilde, su madre, la sondeó sin mucho tacto por su parte. 

—Madre, no me puedo creer que prestes oídos a esas infamias, —la dijo visiblemente enfadada cuando la preguntó.

—Pero hija, es que mucha gente lo está comentando…

—¿Quién es mucha gente? —la interrumpió. Se notaba claramente que empezaba a perder la calma con su madre—. ¿Las beatonas del Círculo Católico?, ¿don Fidel el cura?, ¿o la generala, la mujer del sargento?

—Solo quería estar segura…

—¡Pues que tú dudes de mí me ofende madre!

—Pero hija…

—No hay más que hablar. Vete madre, —no estaba dispuesta a seguir con el tema y desde luego cortó por lo sano—. Y con infamias de este tipo, no vuelvas a mi casa.

—Pero hija…

—Adiós, madre, —la interrumpió de nuevo y abrió la puerta de la calle.

Cuando Rafael regresó a casa, se la encontró muy enfadada. Le contó un poco por encima la conversación con su madre y vio claramente que estaba al tanto de las habladurías.

—¿Lo sabias y no me has dicho nada? ––le espetó.

—Sí, lo sabía. Mira cariño, no quería que te llevaras un disgusto, —la habló con sinceridad—. Un compañero del partido me puso al corriente de las habladurías. Lo que no esperaba es que tu madre se hiciera eco.

—Pues ya sabe lo que hay, —le dijo. Seguía muy enfadada y se notaba—. La he echado de casa.

—¿Has echado de casa a tu madre? —la preguntó. No se podía creer lo que acababa de oír—. Pero mujer. ¿Cómo se te ocurre? 

—¿Y que quieres que haga? ¿Qué la ría la gracia? Y además a espaldas de mi padre. Y seguro que don Fidel esta detrás. Cómo si lo viera.

—Seguro que Fabián no la hubiera permitido venir, —y cogiéndola por los brazos en un gesto cariñoso la dijo—. No puedes pelearte con todo el pueblo. Y menos con tu madre.

—Entonces ¿Qué debía haber hecho?

—Nada Nicolasa, nada. Según tus cuentas, el hijo nacerá diez meses después de la boda.

—Si Dios quiere.

—Como tú digas, pero entonces todo quedara claro y esas brujas se buscaran otra victima, —la decía con tranquilidad cuando sonó la campanilla de la puerta. 

Rafael se encaminó a abrirla y se encontró con Fabián, su suegro.

—Mire Fabián, Nicolasa esta muy disgustada, —le dijo muy serio antes de permitirle entrar—. Si viene a enfadarla más, lo mejor que puede hacer es irse y regresar mañana.

—Tranquilo Rafael: no habrá problema. 

Le flanqueó la entrada y pasó al salón donde le esperaba una enfurruñada y llorosa Nicolasa. Sin decirla nada, se acercó a ella y la abrazó mientras la besaba en la frente.

—Niña, no me parece bien que tu madre haya venido a mis espaldas con majaderías, pero tampoco me parece bien que la hayas echado de tu casa.

—Mire Fabián, ya sabe que cuando su hija se enfada, se enfada, —intercedió Rafael. Y a continuación añadió—: mañana, seguro que ve las cosas de otra manera.

—¿Piensas hacer algo sobre este tema? —preguntó directamente a Rafael.

—Nada. Nada en absoluto. Ya se lo he dicho a su hija. Cuando el crío nazca, habrán pasado diez meses y… 

––Si Dios quiere, —interrumpió Nicolasa.

—… lo mejor es no echar gasolina al fuego de esas brujas, —siguió Rafael.

—Estoy de acuerdo contigo. Es lo mejor.

—Y no se preocupe, le repito que seguro que mañana su hija ve las cosas de otra manera.

Nicolasa y su madre hicieron la paces. Las costó trabajo volver a estar unidas como antes, pero lo consiguieron. 


 

El embarazo de Nicolasa siguió adelante sin novedad, y su madre se pasó muchas horas rezando en la capilla de San Pedro, al tiempo que quemaba muchas velas para que el parto no se adelantara. Con esta situación, y los problemas propios de cualquier embarazo, Nicolasa estaba de los nervios. Rafael, refugiado en la actividad docente de su flamante colegio, intentaba rehuir a su esposa todo lo que podía.

Como estaba previsto, a mediados de mayo de 1.919, diez meses y medio después, nació José. Cuando los achaques propios del parto se lo permitieron, corrió a la Iglesia de Santa María para dar gracias a Dios, o al santo o al que fuera.

Por primera vez desde el regreso de la familia de México, un primogénito Morales no se llamaría Rafael. No cayó muy bien, pero Rafael se mostró inflexible y cortó tajantemente cualquier intento de culpar a Nicolasa. La decisión fue suya. Solo Nicolasa y Servanda sabían que Rafael desde pequeño, aborrecía su nombre.

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