En medio de esta cotidiana inestabilidad política, que la población intentaba vivir con normalidad, la familia recibió un duro golpe: en 1.926, Segunda, madre y esposa de Rafaeles, apareció muerta en su cama de La Atalaya. Estaba sola. Su marido, que como siempre llegaba muy tarde del casino, dormía en la habitación de invitados. La criada, extrañada por la tardanza en levantarse de su señora, entró para despertarla y la encontró muerta. La capilla ardiente se organizó en uno de los salones del cortijo, donde se aposentaron un buen número de plañideras ataviadas con sus velos negros y armadas con sus rosarios de huesos de aceituna, a la espera de la propina habitual en estos casos. Durante dos días, los vecinos del pueblo fueron desfilando ante ella, y finalmente, su cuerpo fue depositado en la cripta de la capilla, donde reposaban ya varias generaciones de la familia.
Su desaparición agravó ostensiblemente la relación de Servanda y su padre. Segunda, que en los últimos años actuaba de mensajero y “correveidile” entre los dos, era un colchón amortiguador de la manifiesta animadversión existente entre padre e hija. Rafael padre se desentendió definitivamente de la administración de la finca, ya casi lo había hecho, pero no permitía que su hija intentara salvar La Atalaya: cualquier decisión importante, necesitaba de su firma, y nunca se la dio. Al contrario, fue vendiendo parcelas de la finca para ir pagando deudas, la mayoría suyas, fruto de sus andanzas en el casino o con las pelanduscas con las que se le veía con cierta frecuencia. Aun así, Servanda pudo sacar a sus espaldas una parte de la producción de olivas para mesa, y algunos animales, para disponer de algunos fondos con los que pagar los gastos cotidianos de la finca. Su hermano intentó mediar entre los dos, y hacer entrar en razón a su padre, pero cuándo vio que era imposible, aconsejó a su hermana que se desentendiera y se fuera a vivir con ellos. Servanda se negó, en el fondo de su alma quería salvar La Atalaya.
—Mira, padre está descontrolado y no te va a dejar hacer nada, —le decía Rafael a su hermana.
—No puedo dejar La Atalaya: mama y los abuelos están enterrados aquí…
—¿Y qué?
—Además, ¿qué hacemos con los peones y con los criados?, llevan toda la vida con nosotros.
—Padre está alcoholizado, y además está mal de la cabeza: va a seguir malvendiéndola para pagar sus historias.
—Todavía puedo intentar salvar…
—Lo sé hermanita, lo sé, pero es que no te va a dejar. Ni nosotros, ni la finca, le importamos lo más mínimo. Solo quiere dinero para jugárselo y dárselo a sus putas.
—Sabes que te agradezco tu oferta…
—Nos vendrías muy bien, podrías echar una mano a Nicolasa con los más pequeños.
—¿Con lo sociable que soy? No digas bobadas, asustaría a los niños.
—Eso no es cierto, —dijo Rafael abrazando a su hermana.
—No, en serio, mientras tenga fuerzas quiero seguir intentándolo.
—Le he propuesto a padre que me transfiera la firma, que yo me ocupaba, pero se ha negado.
—¡Pero tu no puedes dejar la escuela!
—No la iba a dejar: tú la diriges y yo firmo. Pero…
—Ya, ya. Desengáñate, se va a llevar La Atalaya a la tumba.
—Venga, no digas eso, todavía se puede solucionar.
—Me odia, y lo sabes.
—¡Cómo te va a odiar!
—¡Claro que sí! Ha concentrado en mí todas sus frustraciones. Yo sé que no soy una maravilla, pero por lo menos lo intento, y estoy segura de que podría haberla sacado adelante. El no. la situación de La Atalaya es únicamente culpa suya; y no me refiero a lo que está pasando ahora: es culpa suya desde el principio. No supo, o no quiso reaccionar cuándo aquí nos cerraron las puertas.
—Estás siendo muy dura Servanda.
—¿Dura? Padre tuvo varias ofertas para sacar de Jaén toda la producción de olivas y las rechazó. No era a precio de aquí, pero la hubiera sacado en lugar de pudrirse. También tuvo ofertas para sacar los guarros hacia Salamanca, y también lo rechazó.
—¡Venga ya! Eso no puede ser, ¿cómo lo sabes?
—Porque he visto las cartas y los documentos…, y muchas más cosas que hay en su despacho.
—No se…, posiblemente habrá una explicación.
—Claro que la hay: no tiene ni idea. No va a permitir que yo la saque adelante para no quedar en evidencia. ¡Servanda la inútil! Que bien le ha venido. Pues en poco tiempo, “la inútil”, ha aprendido mucho más de lo que él sabe con toda su experiencia.
—Desgraciadamente no parece que haya solución…
—Si la hay: que se muera y deje de vender parcelas.
—Venga mujer, no seas así.
Su padre nunca más regresó a La Atalaya. Alquiló una modesta casa en el centro de Andújar donde iba a dormir la mona y desde donde siguió expoliando la finca para seguir con el juego, el alcohol y las putas. Finalmente, Servanda tuvo que despedir a todo el servicio y a los pocos peones que quedaban. A todos, salvo a una de las criadas: una chica mestiza de su edad de ascendencia gitana, que se llamaba Edelmira. En absoluto secreto, las dos habían iniciado una relación sentimental un año antes. Cerraron todas las dependencias del cortijo, solo conservando la cocina, dos habitaciones adyacentes y un baño. En ese espacio, minúsculo, con relación al resto de la casa, Servanda fue por primera vez, verdaderamente feliz en su vida. Poder dormir abrazada a su amor significó mucho para ella. Crearon un huerto donde cultivaron verduras para que Edelmira las vendiera los días de mercado. Mientras tanto, La Atalaya languidecía acosada por la acción depredadora de su padre. Al principio, las dos intentaron mantener en buen estado los olivos, pero terminaron desistiendo: era un trabajo imposible para solo dos personas.
Nadie supo jamás de su relación con Edelmira: hubiera sido un escándalo colosal en la mojigata sociedad andujareña. Solo su hermano y su cuñada estaban al tanto, y la apoyaron incondicionalmente. Además, conocían a Edelmira y sabían que era una buena chica, o al menos eso creían. Las dos crearon su paraíso particular fuera de la vista de los demás, y de la acción de las leyes de escándalo publico vigentes en España, una situación que no se normalizó hasta la proclamación de la II República, que abolió cualquier legislación en contra de la homosexualidad.
Con la situación política como siempre, La Atalaya también como siempre, Servanda y Edelmira, semiaisladas en su discreto nido de amor, y el colegio San Rafael funcionando suficientemente bien, se llegó al final de esa década: era 1.930. Rafael padre estaba en el casino del pueblo, en la sala de lectura, hojeando distraídamente El Guadalquivir mientras llegaba alguien con quien jugar a las cartas. Sintió un fuerte dolor en el pecho y cayó fulminado al suelo. Cuando el médico llegó, ya no pudo hacer nada por él salvo certificar su muerte. Su hijo fue avisado inmediatamente y se hizo cargo de todo. La capilla ardiente se instaló en unas dependencias situadas en el sótano del mismo casino, ante la negativa de Servanda de que se hiciera en La Atalaya.
—¡Venga hermanita! No seas así.
—¡Te he dicho que no! Prácticamente vivía allí, y allí era donde le sacaban los cuartos. ¡Pues que se lo queden ellos!, que le velen sus putas, y porque no tenemos dinero, que si no, te aseguro que no lo iban a sepultar en la cripta al lado de madre.
—Es de buenos cristianos perdonar.
—¡Venga ya! ¿y me lo dices tu que eres ateo perdido?
—Venga mujer…
—He dicho que no, además, las tonterías religiosas hace tiempo que desaparecieron de mi vida, ¿o ya no te acuerdas que vivo en pecado mortal?
Un par de días después, una comitiva de una docena de vehículos, seguían al coche fúnebre que pesadamente subía por la cuesta del santuario, para desviarse por el camino que conducía a la entrada principal de La Atalaya. Desde el huerto, Servanda vio llegar la comitiva fúnebre mientras trabajaba con la azada, pero siguió con su labor: Rafael se ocupó de todo.
Si con la muerte de su padre, Servanda tenía alguna esperanza de salvar La Atalaya, la lectura del testamento lo echó por tierra: la situación era peor de lo que imaginaba. Su padre, no solo había vendido partes significativas de la hacienda, también había hipotecado el resto. Con los cálculos que hizo Servanda, ni vendiendo a precio de mercado la producción de olivas que quedaba, daba para pagar las deudas. Eso significaba que, con el tiempo, se convocaría concurso de acreedores y se perdería todo, incluida la casa. Todo dependía de la prisa que quisieran dar al proceso de desahucio. Nicolasa presionó a su padre para que utilizara su influencia con el estamento judicial y con los bancos, para que se ralentizara el proceso lo más posible, pero era un hecho, que tarde o temprano Servanda y Edelmira, se quedarían en la calle y tendrían que ser acogidas por su hermano.
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