domingo, 22 de enero de 2023

La Atalaya (capitulo 13)



La nueva constitución de diciembre de 1.931 reconocía el derecho al voto de la mujer, a pesar del voto en contra de dos de las tres mujeres presentes en el parlamento. Las mujeres españolas podrían, por fin votar, después de que las de Nueva Zelanda lo hacían desde 1.893 (pero no podían presentarse cómo candidatas), Australia desde 1.902 (ya sin restricciones), Dinamarca desde 1.915 y EE. UU. desde 1.920.

Todos los estamentos ultracatólicos, nacionales y locales, pusieron el grito en el cielo. Don Fidel, el cura párroco de Santa María, desde su pulpito, arremetió con saña contra una constitución que reafirmaba los sentimientos laicos de la República. Los incidentes ultrarreligiosos se sucedieron desde el mismo momento de su proclamación. A los pocos días se celebró la tradicional romería de la Cabeza, a la que asistieron, en un intento de apaciguar los ánimos, los concejales electos. Eso si, algunos con más ánimo que otros. Pero la polémica se desató poco tiempo después con la celebración de la festividad de la Virgen del Carmen. La procesión se convirtió en una muestra de fuerza de lo más casposo del sector político-religioso de la Andújar más conservadora, con don Fidel a la cabeza. Al día siguiente, los partidos de la coalición republicana, presentaron un escrito en el que se exigía que «se amonestara y multara a los organizadores, que se prohíba cualquier repetición de actos de esa índole, y que se obligue a los organizadores a limpiar la cera derramada por todo el recorrido» (no es broma). El ayuntamiento se vio forzado a prohibir, temporalmente, la celebración de cualquier acto religioso en la vía pública; también se prohibió el toque de campana que a todas las horas atronaba el pueblo desde los campanarios de las iglesias. Con la aprobación de la nueva Constitución y sus estrictas normas anti-religiosas, el ayuntamiento se inhibió de asistir a las procesiones, con la única excepción de la romería de la Cabeza.

Parecía que el ambiente se tranquilizaba en Andújar, cuándo a mediados de agosto de 1.932, se produjo el intento de golpe de estado del general Sanjurjo: la Sanjurjada. Aunque la incidencia en Andújar fue mínima, se produjeron grandes muestras de apoyo al proceso republicano por parte de los partidos afines. También hubo cruce de acusaciones entre los concejales de izquierda y derecha que quedaron en nada. A finales del año siguiente, en las elecciones generales ganaron las derechas, comenzando el llamado: bienio negro. Cómo resultado de su política antiobrera, en 1.934 se produjo el intento revolucionario de Asturias. Pero este último acontecimiento paso a segunda fila en la familia Morales. Los tiempos judiciales, aunque despacio, corrían inexorables para La Atalaya.


 

José, había llegado muy temprano. Había subido en la camioneta que, de madrugada, llevaba todos los días el pan y algunas cosas más al monasterio. No encontró a su tía, ni a Edelmira en la casa, ensilló el caballo y se fue a pasear por lo que quedaba de la finca acompañado de los perros. Al día siguiente, el secretario judicial, y la Guardia Civil, llevarían a efecto el desahucio, y quería aprovechar para recorrerla por última vez. Le extrañó no verlas, pero pensó que habían bajado al pueblo con las mulas, que tampoco estaban.

Cuándo regresaba a la casa, y ya próxima a ella, vio a su tía en la vieja alberca. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el muro y el rostro refugiado entre las manos. Se aproximó y vio que estaba llorando. Rápidamente se apeó del caballo y arrodillándose a su lado la abrazó mientras los perros olisqueaban su vestido. Imaginaba lo que estaba pasando, pero se equivocaba, a Servanda, ahora mismo, poco la importaba La Atalaya.

—¡Se ha ido, se ha ido! —logró decir entre sollozos.

—¿Quién se ha ido tita?

—Se ha ido, Edelmira se ha ido.

—Pero ¿dónde se ha ido? —preguntó José. Estaba al corriente de la relación de su tía y Edelmira, aunque no lo entendía muy bien. Cuándo fortuitamente lo descubrió, su padre le hizo prometer que lo mantendría en secreto y le dijo muy serio: «si se descubre, tu tía lo puede pasar mal, incluso podría terminar en la cárcel. Ahora eres muy joven y posiblemente no lo entiendas, pero cuándo seas mayor lo harás».

—¡No lo sé, no lo sé! —no paraba de llorar.

—¡Venga tita! Habrá bajado al pueblo para…

—¡No! se ha ido.

—Pero ¿cómo lo sabes?

—Se ha llevado sus cosas… y las mulas… y todo el dinero que teníamos ahorrado, —logró decir entre sollozos.

—¿El dinero para el viaje?

—¡Sí!

José, que a pesar de su juventud era un chico avispado, había captado desde el principio la magnitud del problema. Intentó tranquilizar a su tía, a la que adoraba, hasta que pudiera ir a avisar a su padre.

—Mira tita, vamos a ir a la casa, y cuándo te hayas tranquilizado, voy a ir a buscar a mi padre. Seguro que todo esto tiene una explicación, —sin dejarla responder la ayudó a levantarse y cogiéndola por la cintura la condujo a la zona de la casa que compartía con Edelmira. 

La preparó una infusión de tila y, cuándo la vio más tranquila, después de dejarla recostada en la cama, salió a galope tendido hacia el pueblo, en busca de su padre. Lo encontró en la Casa de Pueblo, era domingo y no había escuela. Lo que le contó su hijo lo alarmó y rápidamente se dispuso a salir, pero cómo el caballo estaba agotado, pidió prestada una pequeña camioneta de carga a uno de los compañeros, y en ella regresaron a La Atalaya. No la encontraron en su habitación y alarmados la buscaron por toda la casa, pero fue infructuoso. Finalmente, Rafael la encontró en la cripta de la capilla, al percatarse de que la pesada puerta de hierro estaba entreabierta. Estaba colgada por el cuello de una de las vigas del techo: rodeada de todos los antepasados y junto a su padre. Se había suicidado.


 

La Guardia Civil encontró a Edelmira rondando por el puerto de Cádiz intentando embarcar hacia Río de la Plata, lo que levantó sospechas. No sabía que con ese destino, los barcos salían de Vigo. La encontraron en compañía de un joven arriero que solía hacer la trashumancia entre la sierra de Andújar y los pueblos de la comarca. En varias ocasiones, habían sido vistos juntos por parajes apartados del pueblo y todos pensaron que tenían una relación; nadie imaginaba que Edelmira en realidad, la relación, aunque ahora se veía que falsa, la tenía con Servanda. Los dos fueron detenidos por el robo del dinero y de las dos mulas, que habían vendido al llegar a Cádiz. Unos meses después, fueron condenados a varios años de cárcel.

Cuándo el juez le entregó el dinero robado, Rafael compró un pequeño mausoleo en el cementerio municipal y trasladó los restos de sus familiares. Don Fidel, hizo piña con el resto de curas del pueblo y no permitió enterrar en sagrado a Servanda: era una suicida homosexual. Finalmente, un buen amigo, Roberto, descendiente de Rogelio el testaferro del primer Morales de Andújar, y propietario actual de Villa Juanita, le permitió enterrar el cuerpo de su hermana, bajo una encina centenaria en un extremo de la finca con vistas al río Jandula.

Cuándo recogía los efectos personales de su hermana, Rafael encontró información del viaje que la había llenado de esperanza. La vida no había sido amable con ella a pesar de que, a excepción de los últimos años, había gozado de las comodidades del cortijo. Cuándo pensaba que todo había quedado atrás y por fin había encontrado el amor y un futuro, la realidad de la vida la había vuelto a golpear de una manera tan dura, que ya no quiso reponerse.

 

A pesar del duro golpe que supuso el suicidio de Servanda un año antes, la familia poco a poco se fue reponiendo. Los niños fueron los que peor lo llevaron: adoraban a su tía, en especial José, que tenía con ella una relación de complicidad muy especial. De hecho, tenía con ella muchos más secretos y complicidades que con su madre, demasiado estricta y autoritaria para ciertas cosas, en concreto, con todo lo que tenía que ver con la política. Y es que José, muy influido por la figura de su padre, estaba totalmente impregnado de pensamientos socialistas y revolucionarios, un aspecto que su madre desconocía. Cuándo tenía oportunidad, y en secreto, aprovechando que estaba dando clase o había ido a la reunión semanal con sus amigas, se colaba en el despacho de su padre y revisaba los documentos del partido. Quería afiliarse a las Juventudes Socialistas, pero sabía que su madre, no solo no se lo iba a permitir, sino que además sería capaz de mandarlo a Jaén a estudiar, algo, que de ninguna manera entraba en sus planes. Pero la suerte, o la buena imagen de su padre entre los compañeros del partido, se pondría de su lado. Antes del verano de 1.935, Rafael de Morales fue nombrado presidente de la Casa del Pueblo a propuesta del gremio de maestros, y con el apoyo de algunos más. Ese hecho le permitió frecuentar el centro socialista, ante la resignación paulatina de su madre que poco a poco fue descubriendo la verdad. Ella, culpó a su marido de las inclinaciones políticas de su hijo, y se inició un leve distanciamiento que con el tiempo y los acontecimientos posteriores, se fue agrandando.


 

José, empezó a estudiar electricidad en una escuela profesional del pueblo. Siempre le había interesado mucho todo lo que tenía que ver con electrónica y telefonía. Al mismo tiempo, y una vez salvada la oposición materna, comenzó colaborar activamente con los compañeros de las Juventudes Socialistas. A pesar de su juventud, pronto demostró que tenía criterios propios, y no tardó en enfrentarse a su padre y tener roces políticos con él. Largo Caballero había empezado un acercamiento con el PCE con vistas a una posible unificación, un proceso que levantó una gran polémica en toda la organización y enfrentó a las dos alas del partido: la marxista y la utópica, a la que pertenecía Rafael. 

—Pero ¿no te das cuenta de que terminaréis siendo parte del Partido Comunista? —le preguntó su padre. Estaban en uno de los desvanes del colegio, dónde habían montado una especie de despacho dónde trasladaron toda la documentación del partido, fuera de la visión directa de su madre, y a dónde sus dos hermanos pequeños tenían prohibido entrar. Fue una de las condiciones de su madre para permitir su afiliación a las JS.

—Qué poca confianza tienes en nosotros, padre.

—Los conozco muy bien, he negociado muchas veces con ellos, y son arrogantes, autoritarios y…

—Posiblemente lo sean, pero no se nos van a imponer.

— Ya me lo dirás hijo, ya me lo dirás.

—Además, no hay nada seguro, solo habladurías.

—Sé, de muy buena tinta, que al menos una vez ha habido una toma de contacto en Madrid.

—De todas maneras, tienes que ser consciente de que se crearía una organización juvenil muy poderosa, y eso nos viene bien.

—Y a los comunistas mucho más. Mira hijo, no debemos perder el tiempo en estás cosas, no en estos momentos. Ahora mismo, lo más importante es formalizar la unión de las izquierdas para las elecciones de febrero. Eso si es importante, no echaros en brazos de los comunistas, —paralelamente a las conversaciones entre las organizaciones juveniles, se había empezado a fraguar un entendimiento entre las fuerzas de izquierda con vistas a las elecciones generales de febrero del 36.

—Padre, no se trata de eso, te lo aseguro. Por hablar no pasa nada.

—Eres muy joven todavía, aunque tú te creas lo contrario. Cuándo los comunistas se sientan a “hablar” es porque ya tienen un plan. Dentro de unos meses me lo cuentas.

—No te lo tomes así, padre. Además, ya no soy un crío.

—Claro que no, pero cómo todos los jóvenes, piensas que los mayores no tenemos ni idea, que somos demasiado… conservadores; pero no es eso: nosotros somos cautelosos, y vosotros, demasiado idealistas.

—Pero padre…

—Yo viví la escisión del partido en los años veinte, y sé lo que pasó: tú no. Y fueron cosas muy feas. Te lo aseguro.


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