—¿Cómo estás soldado? —preguntó Líster. José estaba sentado sobre unas cajas de madera con la espalda apoyada en la pared. Tenía el torso desnudo y vendado a la altura de la cintura con una especie de venda manchada de sangre en el lado izquierdo. El brazo izquierdo lo tenía también vendado y en cabestrillo sobre el pecho. Para protegerse del frío tenía sobre los hombros su manta de campaña. Había tenido suerte, dos balas le habían alcanzado: la del antebrazo había entrado limpiamente entre el cubito y el radio, y la del costado, era de entrada y salida y no le había afectado ningún órgano, solo músculo.
—Listo para volver a la lucha, señor, —respondió José con convicción mientras intentaba incorporarse mientras el médico miraba a Líster y negaba con la cabeza.
—Eres un valiente: la República necesita soldados cómo tú, —dijo Líster poniéndole la mano en el hombro para impedir que se levantara— pero vamos a dejar que descanses un tiempo. Tu cara me suena, ¿estuviste conmigo en el Jarama?
—Señor, estoy con usted desde el comienzo, desde antes de que se formara la 1.ª Brigada. Es un honor estar a sus ordenes.
—¿Cuándo estará para combatir otra vez? —preguntó Líster mirando a médico militar.
—No antes de un par de semanas. Le voy a mandar a retaguardia, a Cedrillas.
—Estoy bien, no es necesario…
—Es una orden soldado, —zanjó el médico en un tono seco pero cariñoso.
—Cuándo regreses, preséntate en el estado mayor y habla con mi ayudante de campo. Quiero tenerte cerca.
—A la orden mi comandante.
José fue herido en Teruel, al comienzo de la batalla. El 15 de diciembre, la 11.ª División atacó al norte de la ciudad, ocupando La Muela, un promontorio desde dónde se controla la ciudad. Después, la división entró en la ciudad dónde los rebeldes se habían hecho fuertes en los edificios del centro de la capital. Durante los combates callejeros, en muchas ocasiones casa por casa, fue herido al entrar en la calle San Mateo. Sus compañeros, rápidamente le trasladaron al hospital de avanzada, situado en los bajos de un antiguo almacén adosado a la antigua muralla. No le vendría mal el descanso.
Cuándo se dio por concluida la batalla de Teruel, la 11.ª División se retiró a retaguardia para recuperarse de las muchas bajas sufridas. Pero tuvo poco tiempo, los fascistas, tras recuperar Teruel, lanzaron una ofensiva hacia el este que barrio al ejército de la República. La división se tuvo que emplear a fondo contra las fuerzas del Cuerpo de Tropas de Voluntarios Italianos. Finalmente, pudieron parar el avance italiano en el puente metálico de Tortosa. Aun así, no pudieron impedir que las tropas de Aranda llegaran a la costa el 3 de abril, dividiendo en dos a las fuerzas de la República y aislando a la 11.ª División en Cataluña.
Para entonces, José estaba adscrito al grupo más personal y cercano de Líster, el que se ocupaba de asistirle y protegerle. Eso le permitía tener cierto tiempo libre ya que estaba desligado de los deberes militares habituales de su compañía.
Una tarde, en compañía de dos compañeros, se trasladaron a Tortosa aprovechando uno de los camiones de avituallamiento. Después de recorrer varias tascas del centro, recalaron en una especie de tugurio de la plazuela de Baños, que les habían recomendado por la calidad de las mujeres que en ella trabajaban. Que duda cabe, que esa calidad iba en función de la cantidad de vino ingerido previamente, que transformaba, por arte de birlibirloque, a mujeres viejas, feas y desdentadas, en apetecibles, acogedoras y cálidas muchachas.
Cuándo entraron en el antro, vieron a tres, dos apoyadas sobre una barra de madera indeterminada, posiblemente de nogal por el tono oscuro, aunque es posible que su color fuera fruto de la mugre que la cubría, y la otra en un rincón, repanchingada en una silla de anea. La barra recorría todo un lateral de un espacio alargado, que desembocaba en un oscuro y lúgubre saloncito, solo iluminado por dos o tres lámparas de aceite, dónde una decena de milicianos, y algún parroquiano, sentados en mesas alargadas ahogaban sus penas en vinazo, humo de tabaco e historias interminables de escasa credibilidad. Una escalera de madera, igual de mugrienta que la barra, y con alguna telaraña de rancio abolengo, ascendía pegada a la pared hacia cotas superiores.
José, se acodó en la barra para pedir de beber, pero cuándo se quiso dar cuenta, sus dos compañeros enfilaban ufanos escaleras arriba con dos de las meretrices a las que acompañaban sujetándolas por el trasero. José, un poco crispado por los nervios, pero a la vez envalentonado por el vino, se acercó a la que quedaba, la de la silla de anea.
Era una mujer de edad indescifrable, ataviada con una falda casera, remendada en la parte baja con parches de tela de otro tono y una blusa de volantes, en tiempos roja, que con el paso del tiempo había devenido en algo entre anaranjado y otra cosa, aunque en la zona de las axilas la decoloración era más acentuada. Posiblemente fuera joven, pero la vida no la había tratado bien y se notaba: aparentaba en todo caso el doble de los que pudiera tener, fueran los que fueran. La mujer le sonrió con una muesca grotesca enseñando sus negros dientes podridos por la caries.
—¿Cuánto vale señora?
—¿Me llamas señora? —preguntó con un cerrado acento gallego después de soltar una clamorosa carcajada que atronó la estancia—. Mira chico, me has caído bien: una peseta y la voluntad.
—Pues voluntad tengo poca.
—Pues es lo que hay.
—Vale señora…
—Cómo me vuelvas a llamar señora te quedas sin meterla.
—Lo siento señ… ¿cómo narices la llamo?
—Eufrasia chico, Eufrasia.
—Vale: Eufrasia. Pero no vuelva a llamarme chico.
—¡Vaya! Si tenemos aquí a un hombrecito.
—No tan hombrecito, tengo 19 años, empecé a combatir el mismo 18 de julio y ya me han herido unas pocas veces.
—¿Y este valeroso soldadito tiene nombre?
—José. Y todos somos señores o señoras: así me lo enseñaron mis padres y así lo creo yo también.
—Lo fui, —respondió ensombreciendo el semblante con tristeza— pero ya no, no lo soy… ni quiero volver a serlo.
—Lo siento, no quería… —comenzó a decir vislumbrando una terrible historia en el fondo de su alma.
—No te preocupes. Muy bien José, ¿subimos?
—Vamos, Eufrasia, —contestó José haciendo hincapié en el nombre.
Se levantó y se encaminó a la escalera por la que ascendió seguida por José. La habitación no era más que un cuartucho de paredes oscurecidas por el paso del tiempo. Un jergón sobre el suelo, un pequeño armario, una cómoda junto a la puerta y una estufa de leña, era todo lo que había.
—Págame, —dijo, y después de cobrar, rápidamente Eufrasia se tumbó en el jergón, se subió las faldas y separando las piernas mostró su esplendida y abundante mata de pelos.
—¿A qué esperas José? —le preguntó viendo que, claramente cohibido ante su rapidez, se había quedado boquiabierto mirándola la entrepierna. Efectivamente, era la primera vez que José veía una vagina femenina, y eso que solo se vislumbraba entre la maraña de pelo—. ¡Vamos! Quítate el mono.
Se quitó el cinturón y se desabrochó el mono de miliciano sacándose los brazos. Se inclinó para quitarse las botas, pero Eufrasia le apremió.
—¡Vamos, vamos! Ponte en cima de mí, —José la obedeció, pero con los nervios, su instrumento no estaba en condiciones. Ella se la cogió con la mano, y con maestría comenzó a masajearla—. ¿Lleváis mucho por aquí?
—No, no, venimos de Teruel.
—¿Eres aragonés?
—No, no, nos trasladamos a Aragón desde Vallecas, es un…
—¿Vallecas? —preguntó Eufrasia con interés. Acto seguido gritó voz potente—: ¡Jacinta, aquí hay uno de Vallecas!
—¿A si, del puente o del pueblo? —se escuchó desde el otro lado del corredor.
—¡Que no, que no soy de Vallecas! —respondió José con los ojos cómo platos. Bastantes dificultades estaba teniendo en demostrar su hombría, cómo para estar de conversación— soy de Andújar. Mi brigada estaba destinada en Vallecas, en el pueblo.
—Yo soy del puente, —oyó nuevamente—, del lado de la iglesia de san Ramón Nonato.
—Eso da al arroyo.
—Sí, sí, yo ya vivía por allí antes de que construyeran la iglesia. La mandaron construir unos ricachones que perdieron un hijo que se llamaba Ramón.
—¡Muy bien, muy interesante! —gritó José intentando ser cortes, pero que claramente empezaba a estar agobiado por la conversación.
—¡Déjale tranquilo, que no se me concentra! —gritó la Eufrasia.
—¡Vale, vale!
Finalmente, Eufrasia consiguió enderezarlo y se introdujo el miembro. José culeó frenético y a los pocos segundos eyaculó mientras sus riñones, y todo él se descompasaba.
—Muy bien José, muy bien, —dijo Eufrasia dándole unos golpecitos en el trasero mientras José seguía sobre ella—. ¡Hala! Vamos.
Se levantaron y mientras se limpiaba la vagina con un trapo que había en el suelo, José se colocó el mono y el cinturón. Al ir a salir de la habitación, reparó en un orinal de porcelana descascarillado que había encima de la cómoda con algunas monedas de poco valor en su interior.
—Deja ahí una propina para la que limpia.
—¿Pero limpia alguien? —preguntó José mientras se sacaba unos céntimos del bolsillo.
—¡Anda mira! Pero si eres gracioso y todo.
—Venga mujer, no te enfades…
—Yo solo me enfado cuándo no me pagan… o no dejan la propina.
Llegaron abajo dónde ya esperaban sus compañeros sentados en una de las mesas. Pidieron más vino y siguieron celebrándolo hasta bien entrada la noche. En aquellos días los soldados disponían de dinero para sus esporádicas fiestas. Cuándo les pagaban la soldada, lo poco que cobraban, no se lo podían gastar en las trincheras o en el campamento, por eso, o se lo jugaban a las cartas, o cuándo iban a un pueblo la juerga era sonada.
La división estuvo varios meses en la zona. Durante ese tiempo, José visitó varias veces a Eufrasia y poco a poco fue conociendo su historia. Originaria de Lugo, de una familia acomodada de comerciantes, con veinte años se enamoró de un hombre que la doblaba la edad, un viajante de comercio que recorría todo el norte del país para una empresa de hilos. Se fugó con él, y cuándo se quedó preñada la abandonó. La historia normal de muchas mujeres que se fiaban de las buenas palabras de hombres sin escrúpulos. Perdió al niño, escribió a su familia pidiendo ayuda, pero nunca la contestaron. Llevaba más de diez años deambulando por la costa valenciana y catalana, de prostíbulo en prostíbulo. Hacía mucho tiempo que Eufrasia había perdido el gusto por la vida, solo intentaba sobrevivir hasta que la muerte la fuera a visitar.
A mediados de julio, la división fue movilizada. Algo gordo se estaba preparando: a Líster le pusieron al frente del V Cuerpo de Ejército y la división la mandaba ahora el mayor Rodríguez López. Rápidamente José hizo una última visita a Eufrasia pero no para follar. La dijo que les movilizaban, la dio el dinero que tenía y que no se había gastado jugando a las cartas en el campamento, y la aconsejó que subiera hacia Barcelona, y que siguiera hasta Francia. Cómo tantos otros, José ya no tenía confianza en la victoria y sospechaba que los que no huyeran lo iban a pasar mal. Ya no la volvió a ver nunca más.
El 25 de julio, la 11.ª División, atacó entre Ginestar y Benissanet, haciendo de cabeza de lanza del V.º Cuerpo de Ejército, pero José no participó en el ataque: acompañó al recién ascendido teniente coronel Líster a su nuevo destino, el mando del Vº. Al comienzo de la batalla, la 46.ª División pasó también el río. Todos menos su comandante: el Campesino, que alegó que estaba enfermo. Acompaño a Líster a visitarle cómo guardaespaldas y fue testigo del duro encuentro entre los dos militares. Unos meses antes, El campesino fue acusado de cobardía al abandonar el frente de Teruel. Líster, ahora al mando, de acusó nuevamente de lo que era cierto y evidente: de ser un cobarde. Le destituyó y nombró en su lugar a Domiciano Leal, que dos meses después murió mientras reconocía el terreno.
Después de casi cuatro meses de batalla, el Ejército Popular del Ebro, se vio obligado a retirarse y el 16 de noviembre se dio por concluida la batalla. Casi 17.000 muertos y 65.000 heridos quedaron sobre el terreno en total; una barbaridad teniendo en cuenta que solo 200.000 soldados tomaron parte en la batalla por ambos bandos.
Un mes después, el 23 de diciembre, Franco atacó a todo lo largo del frente del Segre, y Líster corrió a taponar la brecha que amenaza con hacer caer todas las defensas. A costa de serias bajas, logró aguantar durante doce días, pero finalmente ordenó la retirada hacia la frontera. Al final fue una desbandada, se abandonaron las capitales y más de 400.000 personas pasaron la frontera con Francia, siendo recluidos en campos de concentración.
Líster, junto a otros mandos militares, logró pasar hacia Valencia, pero José no le acompañó, se reintegró en su unidad y cubrió la retirada después de la caída de Barcelona, hasta que fue hecho prisionero junto a su pelotón en las inmediaciones de Manresa. Para no caer en las manos de las tropas marroquíes, que tenían fama de no hacer prisioneros, recorrieron varios kilómetros hasta que encontraron una unidad de españoles, de la Legión, y su comandante, un teniente, les trató con el respeto suficiente dadas las circunstancias.