domingo, 5 de marzo de 2023

La Atalaya (capitulo 19)

 


A los pocos días de la derrota republicana en el Ebro, las tropas fascistas entraron en Andújar. Se hizo sin violencia ante la retirada republicana, pero había muchas cuentas que ajustar en el pueblo y se ajustaron. En los primeros días, 93 republicanos fueron fusilados acusados de haber cometido múltiples asesinatos en nombre de la República, sobre sacerdotes, terratenientes y católicos significativos. Muchos, fueron conducidos al cementerio de Andújar dónde fueron ejecutados, pero otros, aparecieron muertos en la cuneta de la carretera de Villanueva, hasta completar 138 contando a los que fueron trasladados a la capital y asesinados allí.

Una semana antes de la entrada fascista en Andújar, la familia Morales salió del pueblo. Nicolasa y los dos hijos menores hacia Jaén, con la familia del primo guardia civil. Allí, a los pocos días se encontró con sus padres que también había estado escondidos: el golpe de estado les pilló de visita en Jaén y decidieron quedarse por recomendación de la familia.

Rafael, disfrazado con un mono militar, se entremezcló con las tropas en retirada que se replegaban hacia Valencia. Finalmente, después de muchas penurias y ante la imposibilidad de llegar, se entregó junto a varios miles de soldados en las cercanías de Albaladejo. Dijo que había perdido la documentación y cómo no se podía acreditar su identidad fue apartado del resto de prisioneros, junto a otros muchos indocumentados: su aspecto poco recio también levantó sospechas. Después de unas semanas en las que continuaron al raso custodiados por una unidad de requetés, iniciaron la marcha hacia el campo de concentración de Los Almendros, en las cercanías de Alicante. Después de ocho días, y después de cubrir 250 km a pie, llegaron al campo que ya estaba abarrotado pero no construido. Cómo todos los demás, tuvo que colaborar en la construcción del complejo de detención: una valla de alambre de espino y poco más. Las condiciones de vida eran tan terribles que los presos morían a montones en la semana que estuvo abierto: el olor a muerte lo impregnaba todo. Seis días después y a causa de las quejas de los soldados italianos que custodiaban el campo, los supervivientes fueron trasladados a otros asentamientos, salvo los que levantaban más sospechas, cómo Rafael, que fueron trasladados al castillo de Santa Bárbara, en el centro de Alicante.


 

Desde el primer momento de la caída de la República, desde Sevilla, Roberto Iribarren comenzó a mover todos los hilos a su disposición para conocer la suerte que habían corrido tanto Rafael como José. Nicolasa y sus hijos menores ya estaban bajo su protección aunque seguían en Jaén: no le interesaba que los vieran por la ciudad hispalense que seguía siendo la capital fascista del sur, y por el momento tampoco por Andújar, al menos hasta que se tranquilizara el ambiente. Empleados de confianza se ocupaban de ellos en el mismo Jaén y velaban de su seguridad.

Al primero que localizó fue a José. Descubrió que estaba en el campo de concentración de Miranda de Ebro. Le resultó relativamente fácil conseguir su libertad. Solo tuvo que aportar una pequeña ayuda económica para que su situación pasara de estar en el grupo de “desafectos con responsabilidad” que acarreaba consejo de guerra y trabajos forzados en el mejor de los casos, o pena de muerte, al de “desafectos sin responsabilidad” que aunque también acarreaba trabajos forzados, se consideró que ya había hecho suficiente y el consejo de guerra le puso en libertad en un proceso meteórico.

Otra historia fue Rafael. Cuándo Roberto descubrió su paradero, se trasladó a Alicante para ocuparse personalmente de su amigo. Con un “desafecto con responsabilidades” presidente de una Casa del Pueblo, no se podía hacer la vista gorda y abrirle la puerta. Después de presionar mucho, en ocasiones más de lo que la prudencia aconsejaba, y de untar mucho más, consiguió que su expediente se trasladara a la prisión militar de Jaén, dónde un buen amigo la dirigía y donde se “extravió” en un cajón.


 

En Andújar, cómo ya he dicho, la entrada de los fascistas en la ciudad, y el fin de la guerra, supuso que se pusiera en marcha una verdadera maquinaria de represión y ajustes de cuentas. Los escasos propietarios derechistas que se habían mantenido ocultos, junto con los que habían huido, y que regresaron, lideraron las denuncias contra sus antiguos enemigos. Pero no solo políticos, muchos aprovecharon para denunciar a vecinos e intentar quedarse con sus propiedades. Se dio incluso la delirante situación de ver a miembros de la etnia gitana, colaborar con falangistas y la Guardia Civil, en este proceso represor, y todo, porque fueron obligados a trabajar en los campos colectivizados.

A mediados de julio, con Rafael en la prisión militar de Jaén, y su expediente a buen recaudo en manos del comandante, que cómo ya he dicho era conocido de Roberto, su dinero le costaba, la familia había regresado a Andújar. Para Nicolasa, su marido hacia tiempo que no era importante: le culpaba de todos los males de la familia, unos ciertos y otros injustos. Allí contó con la protección de Roberto y de su padre, que también había regresado e intentaba retomar sus negocios. Intentó abrir de nuevo la escuela, pero no la autorizaron: la esposa de un rojo, y sospechosa de serlo también, no puede ser maestra. No había nada que hacer. 

 


 

Cuándo José fue puesto en libertad, le ordenaron presentarse inmediatamente en la casa cuartel de la Guardia Civil de Andújar y estar localizado en todo momento. El único que le dio trabajo fue Roberto, que tenía que recuperar la producción de la propiedad y reconstruir la casa familiar que había quedado muy deteriorada durante el asedio. Eso le permitía visitar, casi a diario, la tumba de su añorada tita Servanda, a la que seguía echando terriblemente de menos.

A José siempre le había gustado el campo y le vino muy bien trabajar curando los olivos, y arrancando los tocones de los árboles que fueron talados durante el asedio, para usarlos de combustible. Cuándo terminaba la jornada de trabajo, para ir a casa siempre cogía el camino que atravesaba La Atalaya. Desde la lejanía veía las ruinas del cortijo y recordaba el paseo que dio a caballo la víspera de la expropiación con la única compañía de los perros. Ya, ni siquiera tenía pensamientos lúgubres que le distrajeran, se había habituado tanto a ellos que eran cotidianos. Con esa situación terminó el año y en el futuro solo se veían nubes negras. Si de algo estaba seguro es de que no podía estar toda la vida recluido en Andújar y trabajando en el campo bajo la protección de Roberto. A causa de la guerra había recorrido parte de la geografía española y sin lugar a dudas en sus planes no entraba quedarse en un pueblo dónde no tenía futuro, aunque por el momento era imposible.


 

El nuevo año, 1.940, comenzó con un nuevo favor de Roberto. Tirando de algunos hilos, y presionando un poco, consiguió que le admitan en la nueva escuela profesional que acababa de abrir en Andújar. Allí, retomó los estudios de electricidad que abandonó la víspera de la guerra. Aun así, y pese a tener asegurado el sueldo que le pagaba Roberto la situación empeora, y es que España entró en un periodo que culminaría en el llamado año del hambre: 1.944. La familia, a la que habían negado la cartilla de racionamiento, sobrevivía gracias a lo que Roberto y Fabián les proporcionaban, que dadas las circunstancias no era mucho: tenían asegurada la alimentación, pero para el resto tenían que ir al mercado negro.

—Hijo, he pensado en ir a ver a don Fidel, —le dijo un día su madre—. Me han dicho que sigue siendo uno de los confesores del grupito de amigas de la mujer de Queipo de Llano.

—¿Estás segura madre? Recuerda que no es precisamente tu amigo.

—Hace unos años que no nos vemos, y algo tenemos que hacer: no podemos seguir así.

—Recuerda que es un hijo de puta.

—No hables así hijo.

—¡Cómo que no hable así!

—El puede ayudarnos…

—Muy bien, —la interrumpió—. Y en concreto: ¿que le vas a pedir?

—Que interceda con el obispado para que nos permitan abrir la escuela.

—¿Y que suelten a padre?

—Lo único que me interesa ahora mismo es el futuro de tus hermanos. Nada más.

—Mira madre…

—No, mira tú, hijo. Tu padre esta dónde él ha querido estar. Él se lo ha buscado.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Pues lo digo.

—Pues conmigo no cuentes para ir a hablar con ese hijo de puta.

—Pues muy bien, me voy yo sola. ¿Puedes ocuparte de tus hermanos mientras voy a Sevilla?

—¡Pues claro que puedo ocuparme de mis hermanos!

—Pues entonces ya esta. Hablaré con Roberto: a ver cómo puedo ir.

—Haz lo que quieras, pero ya que vas, recuérdale a ese cabrón que esta vivo gracias a padre.

—No nos vamos a señalar más por culpa de tu padre…

—¿Has preguntado a mis hermanos que opinan de eso?

—No tengo que preguntar nada ni a tus hermanos, ni a nadie. Si crees que hay que hacerlo, hazlo tú.

—Estás siendo muy injusta con padre.

—Es posible que si, pero es lo que hay.

 


Varios días después, Nicolasa salió camino de Sevilla en una camioneta que Roberto mandó a Camas a recoger semillas, herramientas y algunas cosas poco claras, comunes en esa época repleta de penurias. Viajó pese a que Roberto le advirtió, de que el antiguo párroco de Santa María se había convertido en un ser endiosado e intransigente, mucho peor y más intolerante que el que había conocido el Andújar. Sin duda, el contacto con ciertos personajes de la casta patriótico-fascista de la capital hispalense de había radicalizado. Aunque iba a perder el tiempo, también la aconsejó, cómo había hecho su hijo, que le recordara que su marido le había salvado la vida, arriesgando la suya propia y la de su familia, cómo ella sabía muy bien. En Sevilla se alojó en la casa de la calle Colon, dónde todavía residía la familia, inmersa en los preparativos para regresar a Andújar, cuándo la situación se asentara un poco y las reparaciones de Villa Juanita la hicieran habitable.

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