domingo, 12 de marzo de 2023

La Atalaya (capitulo 20)


 

Don Fidel no la recibió inmediatamente. Durante más de una semana la estuvo dando largas sumiendo a Nicolasa en una incertidumbre inaceptable. En esos días, durante horas, esperó infructuosamente sentada en una bancada de la catedral. Finalmente, la esposa de Roberto, que la actitud del antiguo cura había irritado mucho, hizo una enérgica gestión con una buena amiga muy cercana a la mujer de Queipo y rápidamente los problemas desaparecieron. La recibió en unas dependencias anexas a la Catedral, dónde disponía de una oficinilla que utilizaba en asuntos poco claros, lejos de sus ocupaciones eclesiásticas. Manejaba fondos de cierta importancia y origen incierto, y gracias a sus contactos, se había estado haciendo con la propiedad de casas expropiadas a republicanos represaliados. Si algo no pasaba por su cabeza, era regresar a sus funciones de cura párroco de Santa María, en Andújar.

—Buenos días hija mía, —saludó don Fidel ofreciéndola la mano con la palma hacia abajo para que se la besara, a pesar de que no hay obligación de hacerlo si no eres obispo. Nicolasa no se lo pensó, y lo hizo.

—Buenos días padre.

—¿Cómo van las cosas por casa? —preguntó con sonrisa cínica

—Pues tirando, don Fidel, tirando.

—¿No será por las actividades de tu marido y tu hijo?

—Don Fidel, usted sabe muy bien que yo no tengo nada que ver con las actividades de mi marido.

—Sí, pero ya sabes lo que dice el refrán: “quien con niños de acuesta, mojado se levanta”.

—No es el caso don Fidel, no es el caso, y usted lo sabe muy bien.

—¿Estás segura hija mía?

—Lo estoy, además, usted sabe muy bien que mi marido esta en la prisión militar de Jaén.

—Y supongo que quieres que interceda por él.

—No, no, yo lo que quiero es que me ayude y que me permitan abrir otra vez el colegio.

—Pero eso no es posible hija mía: no podemos poner la educación de lo hijos de la patria en manos de alguien con unos planteamientos morales tan nocivos cómo los vuestros.

—Usted sabe perfectamente que mis planteamientos morales, ni son los de mi marido, ni son nocivos, —respondió Nicolasa armándose de paciencia.

—Y eso te inhabilita hija mía. ¿Dónde está la sumisión, y la obediencia de la mujer al marido?

—Pero usted ha dicho…

—Tu marido es un enemigo de la patria, y tú vivías…

—Pero…

—… con él, y eso no tiene discusión.

—Muy bien don Fidel, mi marido le salvó la vida, y usted lo sabe.

—Por supuesto hija mía, por supuesto, pero no soy yo quien tiene una deuda con él, es Dios, y no lo dudes, él se lo pagara cuándo llegue el momento, —el cinismo de don Fidel era inmenso.

—Pero don Fidel, eso no es justo: él arriesgó mi vida y la de mis hijos para ayudarle.

—Y no se me olvida hija mía, pero en ese aspecto no puedo hacer nada, tengo las manos atadas. Te lo repito: todo está en manos de Dios.

—Don Fidel, por Dios se lo pido…

—No utilices su nombre en vano hija mía. Es más fácil liberar a Rafael, que el que te permitan abrir la escuela. ¿Es eso lo que quieres?

—Yo lo único que quiero es que me vuelvan a dejar ejercer, aunque no me dejen abrir la escuela.

—Te repito que no es posible.

—Pero tenemos que vivir de algo.

—No te preocupes, en el campo hay mucho trabajo. Seguro que tu padre o Roberto te proporcionan alguna… ocupación.

Sin despedirse, Nicolasa, mordiéndose la lengua, se dirigió a la puerta y salió del despacho. Con las lágrimas aflorándola llegó a la calle y con decisión se dirigió hacia la calle Almirantazgo y el Postigo del Aceite, para entrar en la calle Adriano camino a la casa de la familia de Roberto.


 

Una semana después, Nicolasa estaba de regreso en Andújar. El día de su llegada, Roberto fue a buscar a José al campo con la camioneta.

—Vamos a tu casa, que tu madre ha regresado.

—¿Ya esta aquí?

—Si, me lo ha dicho el Braulio cuándo ha venido con los recados. Venga, deja eso y vamos.

A bordo de la camioneta salieron del mar de olivos y bajaron por la carretera del Santuario en dirección a Andújar. La encontraron con la escoba de la mano limpiando el patio. Los dos se dieron un abrazo largo, que no eximio a José de una buena ración de besos, que aguanto estoicamente.

—Menos mal que uno se deja achuchar, —comentó Nicolasa—. A los otros dos saboríos casi los he tenido que cazar.

—Son críos, ya sabes, —sonrió Roberto después de darla también dos beso.

—Ya, ya, pero no me gusta.

—¿Y bien? —preguntó José—. ¿Qué te ha dicho?

—¿Que qué me ha dicho? Es un hijo de puta.

—Eso ya te lo dije yo.

—Y yo, —corroboró Roberto.

—No sé que vamos a hacer.

—Ya sabes que aunque no estamos en nuestro mejor momento puedes contar con nosotros para lo que sea.

—Lo sé, lo sé, pero ya habéis hecho demasiado. Tu mujer es un sol, me ha ayudado mucho en Sevilla: si no hubiera sido por ella, todavía estaría esperando a ese cerdo.

—Tu por eso no te preocupes.

—No, no, después de oír al cura, casi es mejor que no os relacionen con nosotros.

—Eso es cosa mía. Tú no te preocupes.

—Por lo menos que José siga trabajando para ti…

—Eso es algo de lo que tenemos que hablar, —intervino José.

—¿Por qué, que pasa?

—No te lo hemos dicho porque recibí la notificación un par de días después de que salieras para Sevilla.

—¿El que? —preguntó alarmada.

—Me llaman a filas, tengo que hacer el servicio militar.

—¿Qué? ¡Pero si has estado tres años de guerra!

—Si madre, pero ya sabes, soy de los que han perdido.

—He hecho gestiones en Jaén, —intervino Roberto— y no hay nada que hacer.

—¿Pero cómo es posible?

—José se alistó voluntario, no se le llamó a filas por su quinta. Si meneamos este asunto, puede salir a relucir su expediente y los “apaños” que hicimos para sacarle del campo de concentración.

—Y eso puede ser peligroso para Roberto y para padre, —dijo José.

—Pero ¿qué vamos a hacer? Tus ingresos son los únicos…

—Ya lo hemos estado hablando, —dijo Roberto— Paco y Miguel trabajaran en la finca, y por la tarde a aprender un oficio. Desgraciadamente, las cosas a tu padre no le van bien, ya lo sabes. No os puede ayudar: más quisiera él.

—Y todo por vuestra culpa, por la mierda de la política.

—Mira madre, ese tema es mejor no tocarlo.

—Y es mejor que bajéis la voz, que en el patio retumba y se oye todo fuera.

—Y de padre, ¿le dijiste algo?

—¿De tu padre? Por mí se puede pudrir dónde esta.

 



        A finales de 1.942, José regresó del servicio militar. De nuevo, gracias a las gestiones de Roberto, eludió hacerla en un batallón disciplinario cómo era habitual, pero no pudo evitar que le destinaran a Marruecos, al Grupo de Regulares Tetuán 1. No me voy a extender mucho sobre esta etapa, porque, siguiendo los consejos de su amigo, procuró pasar desapercibido, y lo consiguió. Solo diré que fue duro. En aquella época las distintas unidades militares se ocupaban del entrenamiento de sus reclutas. Las quintas se movilizaban enteras, no divididas en cuatro reemplazos cómo más adelante. En las afueras de Tetuán, a principio de la primavera, se preparaba el campo de entrenamiento que se desmantelaba a principio de verano. A pesar de sus tres años de guerra, un estoico José, tuvo que soportar que le llamaran novato y que le enseñaran a disparar un fusil. Todo lo hizo con una sonrisa a pesar de que por dentro las entrañas se le revolvían. Al final, terminó chapurreando de mala manera el árabe, algo que en el futuro no le sirvió para nada, salvo a la hora de vacilar a los vendedores callejeros marroquíes, que años más tarde inundaron las capitales españolas.

Antes de su regreso a Andújar, su madre, pudo malvender la escuela. Se vio obligada por los rumores de que podían expropiar el edificio. Sin contar con nadie y para no agobiar a Roberto, lo vendió a sus espaldas por 16.000 pesetas: su valor real era el doble. Después, alquilo una casucha a las afueras del pueblo, junto a la carretera del Santuario. Desde allí, sus hijos, a lomos de una vieja mula prestada por Roberto, subían de madrugada hasta la finca dónde trabajaban en diversos cometidos. A media tarde regresaban e inmediatamente pasaban por la escuela de oficios.

 


        Nada más regresar, José pasó a visitar a Roberto. Caminó a su casa, se paró en la tumba de su tía y comprobó con agrado que estaba limpia de maleza: sus hermanos se habían ocupado. Se sentó en una piedra y dejó que los recuerdos fluyeran libres: a pesar de todo lo ocurrido desde su muerte, su figura estaba muy viva en su memoria.

—Sabía que estarías aquí, —José giró la cabeza y vio a Roberto que con una sonrisa se acercaba.

—Perdona Roberto, pero…

—No tienes que disculparte, es normal, no te preocupes, —los dos se fundieron en un fraternal abrazo.

—¿Cómo os van las cosas? Mi madre no me ha dicho mucho.

—No me nombres a tu madre que me tiene muy cabreado.

—Lo ha hecho con la mejor intención: no quería poneros en un compromiso.

—No digas gilipolleces: podía haberlo hecho perfectamente.

—Mira Roberto, por favor…

—Ese hijo de puta la ha dado una mierda, ¡joder!

—Déjalo estar, ya está hecho y no hay solución. Por favor, no se lo tengas en cuenta.

—Ya, ya, pero es que me cabrea. Con vuestra situación no estáis para perder dinero de esa manera.

—Y yo te entiendo Roberto, pero por favor, vamos a pasar página.

—Vale. Hay un tema que tengo que tratar contigo. A tu madre no la he dicho nada, porque, aparte de que esta desaparecida para no verme, no creo que este dispuesta.

—¿Por mi padre?

—Así es, —respondió Roberto sentándose en la piedra. José también lo hizo—. Mira, te voy a hablar con sinceridad. Cómo tú sabes muy bien, cuándo conseguí que trasladaran a tu padre a Jaén, también conseguí que su expediente fuera con él. Desde entonces esta… digamos que convenientemente “olvidado” en un cajón de la comandancia militar.

—Si, si, y nunca te lo agradeceré lo suficiente.

—No digas tonterías, puedo decir que le debo la vida a tu padre. El caso es que no podemos tener ese expediente perdido indefinidamente: ya no.

—¿Ha ocurrido algo?

—Dentro de un par de meses, el comandante, un coronel, va a ser ascendido a general: le toca por turno, ya sabes.

—Entiendo. Y del nuevo no sabemos nada.

—Nada, y no solo eso, se rumorea que es posible que cierren la prisión: recuerda que esta en el convento de Santa Úrsula.

—¡Joder! Pues eso no nos interesa, —dijo José con gesto apesadumbrado.

—Hay que sacarle de la cárcel, y pronto: no hay mucho tiempo. Aunque las cosas se han tranquilizado un poco, todavía siguen fusilando gente y si aparece ese expediente tu padre puede terminar en la tapia del cementerio.

—¿En qué has pensado?

—Cómo hemos tenido el expediente “desaparecido”, tampoco se ha preparado el consejo de guerra, y eso nos beneficia.

—Claro, pues tú dirás.

—Digamos que el secretario del comandante estaría dispuesto a entregarnos el expediente, a hacer desaparecer cualquier rastro de él y a abrir la puerta de su celda por una “aportación”, ya sabes. No va a ser barato: ya te lo digo.

—Ya me imagino, pero de eso no te preocupes.

—Calculo que serán unas trescientas y pico pesetas más o menos, pero no te preocupes: el dinero no es problema.

—No, no, tu ya te has señalado demasiado con nosotros.

—Tú de eso no te preocupes.

—He dicho que no, y no quiero que intervengas más: dame el contacto que yo me ocupó. Solo faltaba que pasara algo y tuvieras problemas

—¿Y tu madre?

—¿Mi madre? Yo me ocupó de ella, no te preocupes.

—Mira, no te compliques. Yo te doy el dinero…

—No, no. De eso nada.

—Tu madre no va a querer…

—¿Qué no? Te aseguro que sí. Hasta ahí podía llegar la historia. Te lo repito: tú de eso no te preocupes.


 


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