sábado, 25 de marzo de 2023

La Atalaya (capitulo 22)

 


En España se pasó hambre al final de la guerra, incluso más que durante la misma. Según las estimaciones más amables con el régimen fascista, entre 1.940 y 1.946, murieron más de 30.000 personas directamente por esa causa, pero hay la certeza de que la cifra fue sensiblemente superior. Igualmente, en ese mismo periodo de tiempo murieron otras 30.000 personas por tuberculosis, a las que hay que añadir otras 120.000 más por enfermedades asociadas a la precariedad y la mala alimentación.

En España, en cualquier periodo de su historia, siempre ha sido importante tener los contactos adecuados: el enchufismo y el amiguismo son crónicos. Mucho más en el periodo actual donde los que mandan lo hacen con las armas en la mano en lugar de con el uso de las leyes y de la razón, de lo que andaban totalmente escasos. La intolerancia, la brutalidad y el fetichismo religioso y patriótico, habían ganado de manera definitiva a la tolerancia, la empatía y la comprensión, en un proceso macerado durante décadas, o tal vez siglos.

Muchos campesinos preferían vender sus productos en el mercado negro porque sacaban un rendimiento mayor y no pagaban impuestos. El estraperlo estaba generalizado. Fue un problema grave durante la República, pero en la posguerra la situación fue peor: la escasez y la falta de escrúpulos lo fomentaban.

La precariedad empujó a miles de mujeres a la prostitución, aumentando dramáticamente la situación que se vivió durante la guerra civil. Ocuparon con creces el puesto de miles de prostitutas que huyeron con la victoria fascista por temor a las represalias católico-falangistas. Barcelona, por poner un ejemplo, se quedó vacía de prostitutas. Fue tal la cantidad de nuevas prostitutas que con el paso de los meses comenzaron a ejercer, que esa actividad no les solucionó su precaria vida.

Sevilla no fue una excepción dentro de este ambiente desolador. Por fortuna para ellos, la familia Villa pudo capear bien la situación gracias a las buenas relaciones del padre. José Villa se pasaba de vez en cuando por el economato de la Guardia Civil para recoger algunas “cosillas” que le proporcionaban sus amigos. También lo hacia, y esto no lo sabía nadie, porque le agradaba que los guardias se le cuadrasen y se dirigieran a él como: “mi sargento”. Y es que los 40 años de benemérita los tenía grabados a fuego en el alma, a pesar de que se jubiló del cuerpo soltando pestes sobre los botarates y correveidiles que según él plagaban las comandancias.

Que nadie piense que le llenaban la despensa con ricos manjares de marqueses, ni mucho menos, pero tal y como estaban las cosas como sí lo fueran. Latas de tomate triturado, alguna de pepinillos, y de tarde en tarde, una de carne argentina: los productos frescos solo se conseguían en el mercado negro o gracias a Roberto. Un par de veces al mes, Pepe, el hijo pequeño que ya no era tan pequeño, iba al economato, se presentaba a un cabo de intendencia amigo de su padre y este le daba medio saco de patatas viejas.

Cuando llegaban las latas de tomate, lo primero que hacían los hermanos era abrir una y bebérselo pasándoselo de mano en mano.

—¿Cuándo podremos comer algo decente? —se quejó Trini.

—No te quejes que la mayoría no tienen ni esto.

—Eso es verdad, si no fuera por los amigos de padre…

—No lo quiero no pensar.

—Pues en Falange, dicen los camaradas que se está preparando un convoy especial para Madrid, —dijo Pepe que hacia poco que andaba con ellos.

—No me extraña.

—Allí se deben estar quitando el hambre a puñetazos.

—Les está bien empleado, si se hubieran rendido…

—Desde luego la guerra no hubiera durado tanto, —interrumpió Rosario.

—¿Qué necesidad tenían de aguantar lo que aguantaron? Total, pa ná.

—Había muchos rojos…

—Sí, pero ya están limpiando la capital de la patria, —afirmó Pepe arrogante—. Los camaradas dicen que las cárceles están abarrotas.

—Pues el otro día la Anselma, ya sabéis, la del churrero, estuvo contando todas las barbaridades que hacían en Madrid.

—¡Que Dios los perdone!

—Dice que a los niños pequeños, los ensartaban en la rejas de las iglesias. Fíjate.

—¡Qué barbaridad!

—Pues Dios los perdonará, pero nosotros no: muchos de esos mal nacidos están terminando en el paredón, —afirmó nuevamente Pepe con la arrogancia que da la juventud y el esmerado adoctrinamiento falangista.

—Haríais bien en no prestar atención a todo lo que se dice por ahí, —intervino José Villa que les estaba escuchando mientras hojeaba el ABC sentado al sol en el balcón de la casa.

—Padre, a ver si usted me va a decir que es mentira lo que digo.

—No se trata de eso Pepe. Es cierto que están matando a mucha gente en Madrid y deben hacerlo, pero todas esas cosas que se cuentan…

—¿Cree usted que son mentira padre? —preguntó Pepita.

—Yo lo que creo es que después de 40 años de servicio, nunca he visto ensartar a los niños en las rejas de las iglesias, ni he tenido noticias de algo parecido. Y os aseguro que he visto cosas que os pondrían los pelos de punta

—O sea, ¿Qué es mentira?

—A ver, ¿cómo sabe la mujer del churrero todas esas cosas? —preguntó José Villa armándose de paciencia.

—Dice que se lo cuentan sus clientas.

—¿Sus clientas? Pues yo todos los días leo de cabo a rabo el periódico y aquí no dice nada de eso.

—Pues cuándo el río suena…

—Sí, eso eso, cuándo suena… —corroboró Pepe.

—Vamos a dejarlo porque discutir con vosotros es cómo hablar con la pared.

—¡Cucha! Que es usted el que se ha metido por medio.

—¡Claro! Estábamos hablando entre nosotros.

—No, si ahora la culpa la voy a tener yo.

—¿La culpa de que? Estábamos hablando de lo que cuenta la gente.

—Y no solo lo dice la churrera, que lo dice más gente.

—A mí, el otro día me lo contó la del Jacinto.

—¿Jacinto el pocero?

—No, el que trabaja en las caballerizas del ayuntamiento.

—¿No ve padre? Ese seguro que está bien informado. Se lo digo yo.

—Eso seguro.

—En fin, lo dicho: vamos a dejarlo, —dijo el padre negando con la cabeza mientras volvía a mirar el periódico, y con resignación, afirmó a continuación—: ya se sabe que el que con niños se acuesta, meao se levanta.

—¡Cucha lo que dice! El que se ha metido en la cama es usted padre.



 Roberto Iribarren no era un santo. Es cierto que jamás participo en las represalias que se extendieron por toda la geografía española, ni acusó a nadie de ser rojo, masón o algo parecido, pero sí se aprovechó del ambiente corrupto de la España fascista, comprando a bajo precio, tierras e inmuebles confiscados durante la guerra y la posguerra. Y en ese cometido, para decantar los negocios a su favor, utilizó sin rubor sus amistades políticas y militares, entre los que había algunos “camisas viejas” o mandos castrenses procedentes de la guerra de África. Aun así, siendo cómo era un hombre de ideología liberal conservadora, despreciaba profundamente a los nuevos lideres de la nación, con sus uniformes azules, su pelo engominado y sus bravuconadas políticas. Por supuesto lo mantenía en el más absoluto de los secretos, y cuándo se reunía con sus “amistades” sevillanas, o de dónde fueran, prodigaba a diestro y siniestro, y sin la menor timidez, efusivos apretones de manos, abrazos y sonoras palmadas en la espalda. Incluso en alguna ocasión, llegó a levantar el brazo junto a alguno de sus amigotes.


 

La familia Morales se adaptó bien a la vida en Sevilla. Desde el primer momento, los tres hermanos y la madre se pusieron a trabajar gracias a los contactos de Roberto, que no solo se los proporcionó, eso sí, con discreción, sino que también los acompañó a Sevilla, aunque por imposición de José por caminos distintos y con varios días de margen para no levantar habladurías. Roberto quería aprovechar el viaje para atender sus asuntos en la capital hispalense, que cómo ya he dicho eran muchos.

Nicolasa empezó a trabajar en el palacete de unos amigos de Roberto. Se pasaba toda la mañana fregando suelos, escaleras y el patio de la casa. Después, por las tardes, aunque no diariamente, iba a otras tres casas a lavar ropa, planchar y lo que terciaba. Cuándo por la noche regresaba a la casa de la calle Colón estaba reventada: cenaba algo de lo que habían preparado sus hijos y se iba a la cama.

Miguel, el pequeño, se puso a trabajar de mozo para todo en una tienda de muebles de la calle Sierpes, y Paco, de aprendiz de contable en Hytasa, una empresa textil en el barrio del Cerro del Águila. En aquellos años, el barrio todavía mostraba signos de la catástrofe de marzo de 1.941, cuándo estalló el polvorín de la Sociedad Española de Explosivos, arrasando más de 300 casas de la barriada. Todos los días, Paco recorría andando los casi seis kilómetros que le separaban de su puesto de trabajo: no podía gastarse un tercio de su precario salario en un transporte publico que además era poco fiable.

Lo de José fue más complicado: no quiso que Roberto apareciera ligado a él para no comprometerle más de lo que ya estaba, y mucho menos en Sevilla, que seguía siendo la capital fascista del sur y una verdadera fábrica de chismes y habladurías. De hecho, en la casa de la calle Colon, siempre entraban y salían por la puerta de servicio y habitaban la parte interior de la casa: un par de habitaciones junto a la cocina y al lavadero.

A pesar de su pasado, y de sus actividades en Madrid y durante la guerra, su tía Carmela, a regañadientes, le enchufó en la Telefónica de Sevilla. Cómo ya conté en su momento, Carmela había perdido a su marido, exdirectivo de Telefónica, durante los “paseos” de los milicianos durante la guerra, y eso la convirtió en una figura representativa de la sociedad patriótico-fascista madrileña. Por supuesto, siempre se silenció la afiliación de su marido al PSOE. Disfrutaba de una posición muy acomodada gracias a la generosa pensión que cobraba y bajo su ala protectora, sus hijos y nietos ya trabajaban en Telefónica. A pesar de que conocía perfectamente la precaria situación de su hermana y sus sobrinos, solo ayudó a José después de insistirla mucho. Empezó a trabajar de ayudante de instalaciones, pero al poco tiempo, y gracias a sus conocimientos eléctricos subió de categoría, pero ahí se quedó estancado, estaba claro que no iba a poder prosperar más. Estaba claro que su tía no lo iba a permitir.

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